Todo el mundo habla de La Soledad

Hablemos claro: a poca gente le gustará esta película. En primer lugar porque emplea un lenguaje narrativo al que el espectador español no está acostumbrado y en segundo lugar porque la puesta en escena de ese lenguaje en pantalla es un ejercicio hiperrealista tras el cual que apenas quedan trazas o distancia entre lo que sucede a un lado y a otro de la pantalla. Lo que ocurre allí, ocurre aquí, verbatim.

Por eso, y porque las historias son vulgares de puro común (peleas por un piso, cáncer, separaciones) Rosales se detiene en lo banal desde una mirada petrificante y avasalladora: el espectador no debe enfrentarse sólo a la tensión dramática una escena, sino también a lo que ocurre en los bastidores. La mirada del voyeur, no trata de seducir al personaje ni al espectador, quiere hacerlos uno y que compartan la miseria.

En La Soledad se ve al Rohmer de los Cuentos, al Haneke de las primeras películas e incluso al Guerín de En construcción: planos largos sin movimiento, historias abiertas, ausencia de música ambiental, conversaciones fútiles pero que dicen más de lo que callan (en la película de Rosales, el dinero es un elemento «sospechoso» de separación). Y sin embargo, vale.

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