
Convertirse en el descubridor del cuerpo de un suicida era lo mejor que le podía pasar a un chaval en la Nueva Alcalá: no sólo sería preguntado por sus amigotes, a los que regalaría con los numerosos detalles de su peripecia, como lo escarpado del lugar donde encontró al pobre muerto, la expresión vacía de los ojos, el estómago inflado y su expresión cianótica, sino que además los adultos le tratarían con una precaución temerosa, a sabiendas del trauma que el descubrimiento podía ocasionar al púber en cuestión.