—¡Papi, papi, que el Miguel se ha matado!
Y volví a la habitación a la carrera, con mi padre pisándome los talones.
—¡Mira! —le dije.
Mi hermano seguía allí, con la lengua fuera como un ternero degollado, los ojos en blanco y las rodillas flexionadas para evitar hacerse daño en el cuello. Es genial mi hermano, algún día será actor y nos sacará a todos del hambre y de estas ocurrencias peregrinas. Mi padre me miró, luego a mi hermano, luego otra vez a mí y me lanzó un galletón que esquivé porque ya tenía la experiencia con mi madre; mi hermano, como tenía los ojos en blanco y además estaba atado a la litera no vio a mi padre acercarse y recibió un galletón doble, una por hacer el indio y otra porque yo me había librado del mío. Mi hermano dio varias vueltas sobre sí mismo y se zafó de la soga raudo para esconderse en un rincón, al tiempo que mi padre salía del cuarto echando humo por la nariz. Le oímos cantar «gol» cinco minutos después.