Hoy he soñado que, harto de mi trabajo en la oficina, le pedía a un compañero que me disparara en la nuca. Yo me encargaba de hacerme con el revólver y las balas, de encontrar la sala donde procedería a mi ejecución y a preparar todo el ritual de acuerdo a lo que yo entiendo que se corresponde con una ejecución militar. No quería que me matara en un rincón de la sala de aire acondicionado: era justo que si iba a morir lo hiciera con algo de rigor marcial. Dos compañeros se ofrecieron de testigos y me preguntaron si quería vendarme los ojos. Respondí que no. Nos encerramos en la sala, me di la vuelta y mi compañero disparó dos veces.
Las dos veces me alcanzó. Pero no en la nuca, sino unos centímetros más abajo del cuello. Mi compañero es católico y por eso se veía incapaz de darme muerte solo porque yo se lo hubiera pedido. Volvimos a nuestros puestos y continuamos con nuestra labores insustanciales. Yo me lamentaba de la elección del matarife y levantaba suspicacias contra él. Las dos balas se habían alojado cerca de la columna vertebral y ahora sufría unas punzadas terribles en las cervicales. Temía que el cirujano que extrajese las dos balas tocara algún nervio de la médula espinal y quedara inutilizado de por vida.
Ya por la tarde, dos agentes de la policía me visitaron en mi puesto. Me preguntaron por el tirador y yo, por supuesto, encubrí a mi compañero. Les hablé de la inutilidad de mi puesto, del malgasto de tiempo que hacía la empresa conmigo y de mis deseos de escapar de esa situación. Los policías apuntaron todo esto con un aire de compasión y me preguntaron varias veces por mi compañero, el pusilánime. Lo negué todo y ellos aceptaron mi respuesta. Se marcharon y no dijeron sin tomarían medidas. Volví a mi escritorio y continué con lo que estaba haciendo hasta entonces, soñando con la posibilidad de una muerte menos rocambolesca.
Nikolay Yazoben, Los sueños
La proxima vez, las balas de hielo para que no las encuentren si acierta, sino se derrinten y a otra cosa.