A mí, los tloros nunca me habían parecido un pueblo digno de estudio. Vaya por delante que en ningún caso abogo por excentricidades antropocéntricas, y más siendo yo doctorado en ciencias humanas, pero los tloros, como millares de pueblos a lo largo de la historia, están condenados a la indiferencia. Un pueblo sin referencias culturales, sin escritura, sin rastros arquelógicos, que no ha dejado testamento físico de ningún tipo es un pueblo extinto. Se sabe (y así lo documenta Pascual Merino, uno de los discípulos más entregados de Menéndez y sospecho que amante ocasional del profesor) que los tloros existieron por terceras y cuartas referencias de historiadores locales. En el Prontuario de las Yndias Americanas, escrito por Juan Choz, a la sazón aventurero y canalla español, hay un párrafo en el que menciona a los Tloros como enemigos naturales de «las economías espirituales reales o ficticias, así como de cualesquiera menesteres relacionados con la esperitualidad (sic) o la adoración de ídolos, falsos o cristianos».
Markovitz, Los Tloros