Mes: marzo 2013

Acerca de los personajes

Saber qué quiere escribir uno no es siempre una ventaja: la libertad para alejarse de la idea original queda restringida en la medida en que ésta haya calcificado en la mente de uno. «Dejar marchar» o «abandonar» una idea es un proceso mucho más doloroso que elaborarla.

Hice saber esto a mi tutora algunos días atrás. Le hice saber que en el proceso de elaboración del tercer borrador de la obra que he de presentar a final de curso había estado sometido a una gran presión por parte de los dos personajes principales de la obra. Estos dos personajes están basados en personalidades públicas que yo juzgo de dolosa moral, circunstancia que ha terminado por fulminar mi paciencia y mis ganas de dar por bueno el borrador entragada. Incluí esta preocupación en la lista de mis preguntas a mi tutora para nuestra reunión mensual. Mi tutora me aconsejó que realizase dos tareas: la primera, las biografías de cada uno de los personajes. Biografías de diez páginas por personaje. La segunda era que interrogase a mis personajes sobre los motivos, deseos, emociones que sienten el uno hacia el otro.

Pasados los días puedo decir que este, a mi escaso entender, es un acercamiento muy poco recomendable, por cuanto interrumpe la fluidez del proceso creativo. Entre las aserciones más banales que se enuncian en las teorías chuscas de construcción de obras literarias está la de que el escritor debe conocer a sus personajes como si se tratase de sus seres más próximos. Si el escritor puede recitar de memoria el pasado y el presente de un personaje, el manejo del mismo dentro de la obra debería resultar más fácil y el proceso, por tanto, menos angustiante. Lo que nunca se explica en este consejo es «cómo» se conoce a un personaje: cuál es la frontera del personaje, el ethos que le conduce a acciones irreductiblemente deterministas. Como si de un algoritmo se tratase, parece que conociendo las vicisitudes y propiedades morales de nuestros caracteres pudiéramos predecir cómo se van a comportar a lo largo de nuestra pieza. Sin embargo hay un problema que casi nunca se expone: un personaje es una construcción dentro de una ficción, y una persona es real. «Conocer» a un personaje como se «conoce» a un hermano es precisamente lo contrario: no «conocer». Las maneras de acercarse al conocimiento de un personaje y de una persona no pueden ser iguales. Todo esto suena a galimatías de términos pero trataré de aclararlo en la medida en la que me sea posible.

Un personaje no es absoluto: pertenece totalmente a la obra en la que aparece y, más allá, al entorno y a los conflictos que se encuentra en ella. David Mamet es especialmente corrosivo cuando se dirige a los actores que tratan de hacerse con el personaje. Viene a decir que el personaje no existe, que son palabras sobre un papel, que no existe más allá de la del guión y que por tanto no hay manera de hacerse con él, ni imaginándole una vida, ni imitándole, ni nada. Yo añadiría que los personajes forman parte de la ficción que el espectador inventa para ellos, y es responsabilidad exclusiva de los espectadores imaginarla, no a los actores o a los escritores. Un escritor o un actor pinta en el aire unos trazos, el espectador los observa y le da un significado.

Continuemos un poco más, por otro camino. Imaginemos que queremos conocer a una persona ¿cuál es el procedimiento? No es una pregunta retórica. ¿En qué momento pasamos de la ignorancia al conocimiento? Nos podemos sentar frente a ella durante un par de horas o un par de años y esperar que esa persona nos cuente cómo es, sus gustos, sus miedos, sus preferencias sexuales y aún así solo tendríamos una lista más o menos completa, más o menos aleatoria de datos arbitrarios sin orden ni concierto, al que nosotros tendremos que dar un sentido. Una vez concluido ese proceso de organización, llamamos al resultado conocimiento. Yo conozco a esa persona o a este personaje consiste, en realidad, en aplicar un juicio sobre nuestras percepciones, no sobre lo que esa persona o este personaje es. Este es el camino más seguro hacia el desastre. Porque confiamos en nuestro juicio más que en la evidencia de que es imposible conocer a los personajes. ¿Y confiamos en nuestro juicio? ¿Nos conocemos lo suficiente como para poder emitir juicios?

El bloqueo del escritor

Todo escritor que se tenga por tal habrá experimentado en algún momento de su buen oficio el conjunto de síntomas comúnmente llamado el bloqueo del escritor o, más poéticamente, el miedo a la página en blanco. Un paseo por los manuales de escritura creativa dará buena cuenta de las peculiaridades de este trastorno psicológico que tiene como síntoma prominente la incapacitación temporal o permanente del escritor para la realización de su tarea: escribir. Un síntoma tan común que se describe con cierta condescendencia y un romanticismo atribulado, como si el bloqueo mental fuese un purgatorio en el que todo escritor debe pasar una temporadita si quiere ser llamado a la gloria literaria.

Como todo impenitente que ha garabateado de forma más o menos ordenada algunas palabras y las ha llevado imprimir, y tal acción le ha conmovido e insuflado cierta seguridad en sí mismo, también he pasado por la tensión metálica de estar sentado frente al PC o al cuaderno tratando de encontrar la manera de aumentar el conto de palabras, o la fórmula para que esta escena cierre o aquel poema termine. Sin embargo, a lo largo de los años he concluido que eso no proporciona distinción ni mérito. Más bien todo lo contrario, me pone los pies en el suelo y me iguala a cualquier otro ser humano que haya padecido la enfermedad más extendida del siglo XX: la ansiedad. Nada de heroico en ello.

Hay un vicio heredado de la normalización de la psicología: convertir a todos y cada uno de los lectores de manuales de psicología moderna en un psicólogo en potencia. Por eso cuando uno escucha o lee los consejos para superar el bloqueo del escritor, allí en el blog de creación literaria de la novelista tal, o las recomendaciones en forma de cita del nobel cual, que en cualquier caso terminó suicidándose, uno no sabe si detenerse a llorar o a recopilar las ocurrencias de unos y otros, y capitalizar esos recursos para no tener que preocuparse nunca más de bloqueos de escritor o de Carl Gustav Jung en lata.

Convengamos que el bloqueo del escritor es ansiedad. Una ansiedad muy moderna además, pues los casos de bloqueo empiezan a documentarse a partir del Renacimiento, justo cuando se empieza a posicionar al hombre como centro del universo y no, como había sido hasta la época, Dios. El escritor baja al Señor de su pedestal y se pone en el trono de la creación: él, con su genio, y no Dios, o las musas, es quien dicta sus propias obras. El escritor ya no es un escriba de dioses, un mengano sin voz ni voto en esto de escribir. El escritor, para nuestra desgracia, empieza a formar parte de su obra.

¡Por honrar a los hombres, te atrajiste!
Injusto fue tu afán. Y por castigo
Este peñasco sostendrás enorme,
Estando en pie, sin que tus ojos cierre
El sueño, sin que doble tus rodillas
Larga fatiga, con lamento mucho
E inútil llanto; que de Zeus la cólera
Es dura de aplacar, y siempre recia
Es de nuevo señor la tiranía.

Prometeo Encadenado

Lo que los escritores no sabían es que este movimiento de lo divino a lo humano traía consigo el oro, el incienso y la mirra de una narración no incluido en el pack antropocéntrico. Ahora el escritor tiene que explicarse a sí mismo. Cualquier idiota podía garabatear cuatro versos y achacar su valor o la falta del mismo al mensaje divino: sin Dios, el escritor ha de dar cuenta de porque esto y no lo otro.

El bloqueo literario se produce cuando esta narración, la del escritor en tanto que entidad, toma lugar en el proceso de trabajo y no permite la creación. Sucede cuando la historia que imaginamos para el destino de nuestra pieza o para nuestra biografía, mismos toma a la fuerza nuestro el lugar de nuestra obra y no nos deja continuar. ¿Gustarán estos personajes? ¿Debería reescribir esta parte? ¿Ganará este premio? ¿Habrá algún editor interesado? Todas estas preguntas refieren al escritor como sujeto y desplazan la creación de su punto central: lo que uno está haciendo en esos momentos es escribir su propio cuento como escritor y no el cuento, poema o novela en sí.

Francis Bacon - Head III
Francis Bacon – Head III

El desbloqueo es fácilmente enunciable, pero difícil de ejecutar. La prominencia del Sujeto, del Yo, del Escritor, masticada y regurgitada desde el Modernismo hasta el frenesí twittero son una incómoda addenda al ya de por sí penoso trabajo de escritor. Bastaría con olvidarse de uno mismo y continuar escribiendo, que ya vendrán las correcciones, los sinsabores o los triunfos. O mejor: bastaría con que no viniese nada. Que la acción de escribir se hace por el trasunto mismo de la escritura. Asumiremos la escritura como un fin en sí mismo, y no como el principio sobre el cual se cimienten nuestras expectativas. Porque una escritura que espera algo no es escritura: es propaganda, y es ahí donde la escritura se desdibuja y comienza la triste hegemonía del Autor.

La escritura, tal y como yo la concibo, es el olvido, la disolución del autor en su propia creación. En un mundo en el que la presencia y la personalidad del escritor han sustituido el contenido de su obra, la única resistencia legítima para una literatura honesta es el borrado del autor de la narración externa a una obra. Como lectores, nunca hemos necesitado conocer a nuestros escritores para comprender sus obras: que Cervantes fuera manco u Homero ciego nada nos dijo nunca de sus creaciones. Y el poso de su permanencia es relativo, como lo son los dinosaurios o el origen del universo. No hablo aquí de la muerte. Hablo del olvido. Solo empezamos a ser cuando más nos olvidamos de quiénes creemos ser.

Lecciones que he ido aprendiendo en las escuelas de escritura creativa

Este año termino el segundo curso del Máster de Escritura Dramática que comencé en 2011 en la City University de Londres. En estos dos años he tenido la fortuna de estrenar dos obras de teatro en Madrid y colaborar activamente en varias aquí en Londres. También he tenido la suerte de escribir un fascículo de escritura dramática que ha sido muy bien recibido y que creo que condensa mis escasas pero claras ideas sobre cómo escribir teatro.

Durante más o menos diez años he asistido de forma regular a grupos de escritura, clases de creación literaria, programas de ayudas a escritores noveles, cursos de formación de poetas, convenios de dramaturgos internacionales y todas las combinaciones que podáis imaginar. He estudiado con escritores galardonados, escritores desconocidos, escritores que sólo han publicado libros sobre cómo publicar libros o cómo escribirlos, con actores, directores, escenógrafos, etcétera. He estudiado en España, Irlanda, Francia e Inglaterra.

Atesoro esta experiencia con cariño y puedo decir honestamente me ha sido de mucha ayuda para progresar en mi escritura. Quiero dedicar unos cuantos posts a exponer, con cierta distancia, qué cosas he aprendido en este viaje.

1 Nadie puede enseñarte a escribir. No importa lo galardonado que tu maestro sea, o la cantidad de libros que haya publicado, o el prestigio de la escuela donde enseñe. La realidad es que no he encontrado un solo profesor en todos estos años que enseñara o «revelara» el secreto para escribir una buena novela o una buena obra de teatro. La razón para ello es que no existe tal secreto. De así serlo, posiblemente los escritores dedicaríamos el tiempo a escribir más novelas o más obras de teatro, no a enseñarlo.

2 Los métodos de enseñanza en la escritura creativa están normalmente estancados en metodologías muy anticuadas y siguen el mismo corte que la enseñanza tradicional de otras materias. Esto es lo que quizá más me entristece de los métodos de enseñanza de la escritura creativa: que al final es un proceso vertical y lo mismo da enseñar punto de cruz que escribir relatos. Un profesor imparte unas clases, encarga unos ejercicios más o menos didácticos y finalmente evalúa a los alumnos. Siguiendo la terminología de Paulo Freire, es éste un método bancario de enseñanza: el alumno es una cuenta bancaria donde el profesor deposita conocimientos. Esto crea una situación de negación permanente: puesto que el alumno se encuentra bajo la tutela de un profesor o una escuela, su condición de escritor es simbólicamente negada precisamente por encontrarse bajo evaluación.

3 Lo que se enseña en las escuelas de escritura creativa es a analizar obras, no a escribirlas. Da igual que se trate de poesía, relato, novela o teatro: el bulto de las clases pasa por leer y analizar obras, de autores consagrados o de los alumnos, y ajustar el contenido de las clases a las desviaciones de las obras presentadas respecto a las herramientas o estructuras expuestas. Cuando el tiempo de la enseñanza no se dedica a analizar obras, se dedica a hacer enseñar historia: la Poética de Aristóteles, la teoría del cuento de Propp, etcétera. Ninguna de estas cosas trata sobre el proceso creativo, y hasta el momento no he encontrado libro alguno que lo cubra adecuadamente.

4 Una misma fórmula para todo el mundo. Las clases de escritura creativa pocas ocasiones se ajustan a las realidades individuales de los alumnos. Debido a que el proceso de enseñanza es vertical, el profesor impone listas de lecturas, referentes culturales, autores que se deben leer y autores que no se deben leer bajo ninguna circunstancia. En muy pocas ocasiones he visto a un profesor ajustar el contenido de sus clases a las realidades de sus alumnos: sus lecturas, sus intereses, su trabajo normal. Lo que se impone aquí es una homogeneización del alumnado: un profesor con gusto por el realismo mágico orientará sus clases hacia Borges, uno con filiación por Cheever hacia el realismo sucio. Nunca he visto a un profesor que tomara en serio a un alumno que disfrutara con Ken Follet o con Stephen King, y eso que ambos son escritores. Ya trataré de esto más adelante.

5 No existe ningún secreto ni ninguna fórmula mágica que se pueda comprar para escribir: existe voluntad o no existe. Todos los conocimientos que un escritor necesita para escribir una obra (teatral, poética, novelística) ya los posee él mismo o los tiene al alcance de su mano sin una inversión desmesuradas. La primera herramienta es, sobre todo, las ganas. La segunda, una buena biblioteca. Pagar doscientos euros no va a insuflar a nadie conocimientos creativos.

Como todo, las escuelas de escritura creativa tienen un reverso lúcido que dejaré para más adelante.