Mes: noviembre 2013

Un día fui a montar en bicicleta y no volví

Un día fui a montar en bicicleta y no volví

Uno de los recuerdos que más gracia me hace contar es paradójicamente el de una de las experiencias más duras que he sufrido en mi vida. Cuando tenía trece años adoraba montar en bicicleta. Había heredado de mi tío una mountain bike que pesaba un quintal y que se estropeaba con frecuencia. Este contratiempo, lejos de convertirse en un incordio, añadía entretenimiento a la afición. Hay algo profundamente sencillo y humano en reparar objetos con las manos y la bicicleta se ofrecía cada semana a una nueva revisión. Con esa bicicleta aprendí a ajustar cambios, calibrar ruedas y tensar frenos. Ya lo he olvidado casi todo lo referente a mecánica ciclista – hace casi veinte años que no monto – pero el recuerdo cálido de darle la vuelta al cachivache y hacer girar el pedal para comprobar con placer que la rueda no se desviaba ni un milímetro en su rotación aún permanece en mi memoria.

Una expedición desafortunada

Una mañana, un grupo de amigos del barrio decidimos hacer una excursión al Parque Natural de Alcalá de Henares, que es un terreno perfecto para hacer expediciones emocionantes y de bajo riesgo. Es también lo bastante amplio como para perderse pero no tan vasto como para que uno necesite llamar a la Guardia Civil si se sale de las rutas conocidas.
Después de una noche de tormenta veraniega, siete u ocho chicos nos encontramos a la entrada del parque. Las trillas estaban embarradas a causa de la lluvia y tras cinco minutos de pedaleo en el lodo, paramos y debatimos si era apropiado continuar. Tres o cuatro consideraron que la ruta era demasiado difícil para que el paseo fuese agradable, pero el otro grupo, en el que yo me encontraba, hallamos en ese obstáculo la posibilidad del reto: una aventura. Nos separamos, quedamos en volvernos a ver por la tarde y los más ambiciosos nos arrojamos con nuestras bicis al mayor barrizal que he conocido hasta ahora.
Recuerdo que en los primeros momentos de la expedición se mezclaban la emoción por tener el parque para nosotros solos y la inconveniencia de tener que parar cada cinco minutos a quitar el barro de las ruedas de nuestras bicicletas. Nos ayudábamos unos a otros en la dificultad, nos gastábamos bromas, había inocencia en todo el asunto. Después, avanzar por el barro fue imposible y decidimos que sería mejor alcanzar la carretera con la bicicleta a cuestas.  Las energías se evaporaron y la camaradería dio paso a la ayuda silenciosa a los miembros del grupo más rezagados. Cuando esto falló, al reproche velado, a las bocas torcidas y en los últimos momentos, a negar la ayuda. En una de estas, yo me quedé atrás. Muy atrás.

La soledad

Mi bicicleta era, con diferencia, la que más pesaba de todas y yo el más enclenque del grupo. Durante gran parte de la travesía había empleado muchas energías en ayudar a otros sin hacer cuentas de que lo que yo venía arrastrando desde mi casa era un monstruo que pesaba dos veces más que las bicicletas de fibra de carbono de mis colegas. Las piernas empezaron a temblar y varias veces caí de rodillas al barro, así, con cierto patetismo de héroe derrotado en la batalla. Al menos a mí me gusta imaginarlo así. Con seguridad la imagen era mucho más inocente, ya que solo tenía 13 años y poco tiempo me había concedido los dioses para convertirme en héroe. Mis compañeros abandonaron toda esperanza de terminar la aventura en grupo y cada uno hizo lo que pudo para salir del entuerto por su cuenta. Yo me quedé atrás, y no volvieron. ¿Quién les puede culpar? En ese momento les desee la muerte, y cuando hace un par de años supe que uno de ellos había muerto en un accidente de tráfico, me invadió una gran culpa, como si mi deseo preadolescente hubiese tenido algo de premonitorio. Ni que decir que ya no le deseo la muerte a nadie.

La escapada de sí mismo

Con todo, logré salir con vida de la trilla, después de llorar, gritar, insultar y resignarme a que, lo quisiera o no, tenía que escapar de aquella tortura por mi cuenta. La verdad, y creo que esta es la primera vez que lo descubro y lo pongo así, en blanco sobre negro, en ese momento sentí mucho miedo. No tenía miedo a morirme allí, porque a pesar de tener trece años era más espabilado de lo que se pueda seguir de esta confesión que estoy escribiendo. En cualquier momento podía dejar la bicicleta allí tirada, dar la vuelta y llegar a mi casa andando. Luego, sería cuestión de explicar lo acontecido, recibir la regañina parental, ser perdonado y con la resiliencia que le es natural a mi padre, ir juntos al día siguiente a encontrar los restos de la bici y de mi dignidad.
A lo que tenía pánico es a la vergüenza a la que me expondría al pensar qué dirían de mí mis amigos, mis padres, la Guardia Civil, Dios (sí, él mismo) de todo el asunto. A lo que tenía miedo es a no parecer un Aquiles, sino un Filoctetes. A lo que tenía miedo es a descubrir que tenía miedo, cansancio; a que en este mundo, a pesar de mis amigos huidizos, mi padre, mi madre, los picoletos y el Señor estaba solo y era lo más lejano a un héroe.

La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa.
Pascal

La maratón clásica de Atenas

El ritual y el maratón

Este fin de semana corrí la maratón clásico de Atenas, que lleva desde la ciudad de Maratón hasta Atenas. Presumen los organizadores de organizar el auténtico maratón, y esta afirmación es aún más divertida por extraña, pues quiere dar a entender que estos 42 kilómetros tienen más autenticidad que otros 42 kilómetros en, por ejemplo, Londres, que es dónde se estableció la distancia oficial de la prueba.
La Maratón Clásica de Atenas comienza a las 9 de la mañana desde el pueblo de Maratón, que está a unos 40 kilómetros de Atenas. Es un pueblo más bien pequeño, rodeado por montes de espino y matorral, muy similar al que se podría encontrar en otras regiones interiores del Mediterráneo. El estadio desde el que se parte no se encuentra en un estado ideal, la grava cubre las pistas de atletismo, que a mí me parecieron muy estrechas para celebrar carreras y la hierba ha crecido hasta borrar los límites de lo que parecía ser un campo de fútbol. Para llegar allí desde Atenas era necesario tomar alguno de los autobuses que partían a primeras horas de la mañana desde la plaza Syntagma, en el centro de Atenas, alquilados por la federación griega de atletismo.
Lo primero que pensé cuando vi a los corredores reunidos en la plaza a las cinco y media de la mañana fue que un sentimiento muy poderoso debe acometer a toda esa gente para levantarse un domingo a una hora en la que la mitad de la ciudad está durmiendo y la otra mitad apurando la última bebida de la noche. Yo, que he estado a un lado y otro de esta ciudad que es la noche, en el de los viciosos y el de la gente de buenas maneras, en el del alcohol y en el del cafelito matutino con el Marca – y de ninguno de los dos mundos salí con la certeza de haber aprendido nada de la vida -, solo puedo decir porqué me levanté esa mañana a correr 42 km. Lo hice porque ya estaba allí. De un tiempo a esta parte ya no me concentro en mis quehaceres con una proyección de futuro firme, no tengo la convicción del empleado de oficina o del deportista de élite; he resuelto, más por pereza que por necesidad, que ya que estoy en una situación, lo menos perjudicial y antitético será hacer lo que parezca más natural a la situación. Si estoy en una biblioteca, ya no me paro a pensar cómo llegué allí o cómo voy a salir, sino que ya que estoy allí, lo mejor será leer algún libro. Si estoy en un restaurante y no tengo convencimiento de que la carta es del todo apetecible, en vez de angustiarme sobre mi incapacidad para disfrutar con la elección me concentro en comer. Uno de los libros más honesto que he leído últimamente trata de esto. Se titula en inglés: Wherever You Go, There You Are. Que traducido quiere decir: allí donde vayas, allí estarás. Y la oración que abre el libro es como sigue: «¿Sabes qué? Cuando se trata de llegar al fondo de todo, allá donde vayas, allí estarás.» Suena muy lógico y muy ridículo, pero también gracioso y oscuro. ¿Cómo es que no nos sorprende que algo tan obvio nos dé risa? ¿No será que en el trasiego del tiempo uno ha abandonado esa certeza, y verla ahora volcada en los labios o las palabras de un escritor recupera su luz y así nos reencontramos extrañamente con ella?

Lo que vemos de las cosas son las cosas.
¿Por qué veríamos una cosa si en su lugar hubiera otra?
¿Por qué ver y oír serían eludirnos
Si ver y oír son ver y oír?

Lo esencial es saber ver,
Saber ver sin ponerse a pensar,
Saber ver cuando se ve,
Y no pensar cuando se ve,
Ni ver cuando se piensa.

Alberto Caeiro

 

El maratón como experiencia

Los maratones no se corren, se experimentan. Digo esto porque creo que el maratón no es deporte. Al menos para la mayoría de los corredores. Carece de todo componente de juego o de competición; si hubiese algo de esto último sería para los fondistas que han convertido la maratón en su forma de vida y utilizan y utilizan su cuerpo como herramienta para competir. Es lógico que para ellos la competición sea importante: su sustento y su estatus depende de ello. Para el resto de los participantes es distinto. El número de corredores de una maratón (casi 20000 en esta edición), su escasez de reglas (solo hay que avanzar por el recorrido) y la extrema longitud del paseo lo transforman en algo más parecido a un ritual que a un juego. La diferencia entre quedar en el puesto quinientos y el puesto seiscientos no significa nada: uno es un nombre más en una lista de la que apenas interesan los diez primeros. El maratón además lo corre uno en solitario. Es cierto que vi a muchos grupos de amigos corriendo juntos como broma o en favor de una causa, labor admirable por otra parte, pero que en el fondo no es más que el uso de un evento de gran repercusión para la consecución de fines distintos a los de la maratón. El corredor regular corre como si nadie estuviese mirando. Solo.

La muerte de la religión y la desaparición de los rituales

Todo esto me hizo pensar que en un mundo donde los tótems religiosos, e incluso las creencias sospechosamente cercanas a lo espiritual, han sido derribados por una mala interpretación de la ciencia y el progreso – lo que no es desarrollo económico o función, es accesorio y por tanto innecesario – convierte a la maratón en algo parecido a lo que debieron ser los rituales de paso. Aquellos rituales donde un gesto comunitario, una danza, una herida servían para comunicar los dos mundos: el terrenal, el físico, el de las labores y los días; y el mundo espiritual, el de las angustias humanas como la muerte, la eternidad o el tiempo que no encontraban un correlato exacto en la naturaleza visible. El ritual hacía partícipes a estos dos mundos en una ceremonia concreta: por un lado la naturaleza, inconsciente de su propia existencia: tormentas, olas, piedras, animales sucediéndose en caos ante nuestra mirada; por otro la conciencia humana, extraída de toda naturaleza y solo propia al alma humana, y por ello arrojada a la más grande de las soledades. Uno tomaba la comunión como paso de entrada a la familia cristiana o era circuncidado simbolizando el pacto entre Abraham y Dios. El cuerpo entraba en contacto con lo eterno, con lo espiritual, con lo que está más allá de lo visible. Lo que se señala con la comunión, la circuncisión o el Hajj, es el diálogo del hombre con todas sus aristas y caras. Que el diablo al que uno lapida no es el diablo del más allá, que no tiene cuernos y tridentes, apesta a azufre y demás parafernalia, sino que está cerca, que está muy cerca: es el diablo es uno mismo. El diablo es que uno en cada momento puede elegir el camino del miedo y atomentar a los otros al tiempo que se atormenta. Cuando uno apedrea al diablo, apedrea una parte de sí. Todo esto, que quizá ya carece de significado para los judíos, cristianos y musulmanes, ha sido sustituido por otros rituales menos religiosos. Por ejemplo, la toga cuando uno se gradúa, la reunión de familiares antes de partir en un largo viaje o los cumpleaños, con todos los regalos como mensaje de unión con los otros. Son también rituales a los que se les ha extirpado todo el significado espiritual.

¿Y dónde encontrarlo? ¿Dónde hallamos ese contacto con lo que no está presente, con lo no inmediato, con lo que aun humano, no es susceptible de análisis en probetas? Se elimina la espiritualidad, o la convertimos un residuo arquelógico: no hay alma, solo interacciones de glándulas, neuroplasticidad y hiperexcitación sensorial. No hay iluminados, hay esquizofrénicos. No hay melancólicos, hay depresivos. Y entre tanto las consultas de los psiquiatras están a rebosar y las prescripciones de antidepresivos alcanzan récords año tras año. Pero no me pondré paternalista. A dónde quiero llegar es el maratón se asemeja a un ritual. Veinte mil personas se reúnen en ciudades cada año, viajan miles de kilómetros para meterse 42 kilómetros entre pecho y espalda, y todo aquello parece fortuito.

El esfuerzo de la maratón

Cuando uno corre una distancia tan larga, la mente entra y sale de un estado de consciencia plena a uno de automatismo. Lo mismo sucede cuando uno habla o escribe: uno no es consciente todo el tiempo de cómo las palabras se van formando en la boca o en la pluma, no sabe qué misterioso mecanismo las engarza para que tengan sentido y, con todo, puede elegir, modificar y suprimir expresiones, adjetivos, verbos para enfatizar un mensaje. Cuando uno corre, uno se olvida por momentos de que está corriendo, de que las piernas están cansadas o de que tiene sed y la mente se pierde en otros asuntos. ¿En qué asuntos? Ni idea. Sin embargo, ese ejercicio constante de introspección (yo soy yo y estoy aquí solo) y extroversión (yo soy yo corriendo en una maratón, con otros corredores y el público alrededor) tiene el efecto de estos rituales de los que hablaba.

Cuando uno corre una distancia tan larga, se somete al cuerpo a una constatación de una realidad innegable: tú existes, tienes una presencia física y no imaginada. El cansancio, el dolor en las rodillas, la sed, el hambre, el calor o el frío, los mareos son los mensajes que el cuerpo envía para afirmar su existencia kilómetro tras kilómetro. Al mismo tiempo, la mente va procesando estos mensajes y les va dando un sentido en cuanto aparecen, y tomando decisiones conscientes: debería beber, debería reducir el ritmo, debería abandonar. Pero aún no hemos llegado a la parte espiritual. ¿En qué piensa un corredor durante las tres o cuatro horas que pasa corriendo? Lo que yo pensaba una y otra vez, especialmente durante la segunda parte del maratón, cuando ya la distancia supera lo recorrido durante los entrenamientos es: ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me estoy molestando siquiera en correr? 

Hacia el final

Por supuesto, nunca hay una respuesta a estas preguntas. Sin embargo, después de cuatro horas agonizando bajo el sol leve de Atenas llegué a la conclusión de que de alguna manera hemos ido perdiendo el sentido de estas preguntas. No hablo de encontrar respuestas, sino de aceptar la incertidumbre que arrastramos por la vida y que tratamos de solucionar (u ocultar) con la ciencia, con la religión, en definitiva, rehusando enfrentarnos a la incógnita. La mente es prodigiosa: puede imaginar la inmortalidad, la eternidad, el infinito. Sin embargo, el cuerpo, después de treinta kilómetros – no creo que el Parque Natural de Alcalá de Henares tenga esa longitud -, agoniza y rechina como una bicicleta oxidada. El cuerpo atrae el espíritu hacia sí y da una respuesta cortante a esas preguntas con las que se angustia. La certeza que el cuerpo tiene de la finitud domestica los delirios de grandeza del alma. Como en el ritual, el cuerpo se encuentra con el alma para demostrarle su finitud, pero también su proeza imaginativa. Uno es apenas una huella en el camino que lleva a Atenas. Eso te dicen las piernas.

Y con todo, sorprendentemente, uno termina la maratón. Uno llega a la meta cuando ya ha sido derrotado. Cuando ya ha aceptado la mortalidad, su propia pequeñez, que no ha llegado en el puesto 10, o 100, o 1000, sino que es un anónimo que llegó después de otros 4650 anónimos, uno se encuentra con la meta. Cuando ya había abandonado la posibilidad de regirse por el tiempo, cuando había dejado de contar kilómetros, de odiar a los organizadores por no ajustar el recorrido a algo más sencillo y más cómodo, cuando tiene la certeza de que correr así al tuntún es una estupidez, es algo tan absurdo como la vida, pura ceniza, entonces llega a la meta. Y entra por las puertas del Estadio Panathinaiko, que a decir verdad, es la única parte realmente bella del recorrido. Uno siente la tregua entre el alma y la carne en ese momento. Como si el debate nunca hubiera existido, cuerpo y alma se unen ante la grandeza de un estadio que lleva 2000 años en pie. Nada ni nadie te da la respuesta a la soledad. Pero una vez cruzada la meta, uno se siente menos solo.