Mes: enero 2014

Cuando lo que deseas nunca llega

Andy Warhol, uno de los grandes pensadores del siglo XX muy a su pesar, relata en su Mi filosofía de A a B y de B a A que aquello que uno quiere con toda su alma, eso que uno desea por encima del mundo, solo lo consigue cuando ya ha perdido el interés por completo. El dinero, la fama, los amigos solo se los encuentra uno cuando ya no los busca.

Incluso haciendo una lectura irónica del enunciado, hay una críptica verdad en el asunto. La intensidad de nuestro deseo acaba por transformar el objeto de nuestra ansia, hasta deformarlo o destruirlo. Pensaba en La Tragedia de Romeo y Julieta, de Shakespeare donde los amantes, una vez encontrados el uno con el otro, deciden aniquilarse, o las múltiples versiones del Don Juan en las cuales el desencanto de Don Juan se da justo cuando la candidata deja de serlo y se entrega, convirtiéndose en otra. La pretendida era misterio y pudor, freno; la conquistada es sumisión, despecho, melancolía y muerte, ya es otra y nunca más será la deseada. Solo la Muerte a la que Don Juan llegará a conocer es la amante ideal, pues es una amante que no cambia nunca.

Cuando uno desea que algo ocurra con todas sus fuerzas, y espera obtener una recompensa futura a expensas del sufrimiento presente parece que la vida se suspende y la alegría se escurre entre las mallas de este deseo. El día a día es un acto de masoquismo en el cual la única forma de obtener placer de la existencia es habitando en lo profundo de nuestro ser la posibilidad de reunirnos en algún momento con aquello que anhelamos. El único placer es el placer de la fantasía. El placer de los vapores de la posibilidad, de la ahogada persecución, de la constante lucha por alcanzar la zanahoria que seguimos empujando ciegamente.

Como con el inversor bancario más convencido, no existe fin en esta búsqueda (en el caso de nuestro banquero, no hay límite para ganar dinero), no hay barrera o tope salvo que las que disponga la naturaleza o la finitud de nuestras vidas. Ocurre con frecuencia que la persecución se convierte en la misión en sí, en la cual el objeto ya no importa, ya puede ser olvidado y solo queda ir hacia delante y hacia delante; una vez deformado o destruído nuestro objeto de deseo, ¿qué queda frente a nosotros? Nada, salvo continuar deseando y destruyendo nuevas cosas, querer más para dejar atrás más rápidamente, y encomendar nuestro paraíso a una fantasía eterna en la que la tierra yerma que estamos se poblará de flores y Evas y Adanes de piel aterciopelada.

Sucede también que a uno le vence esta orgía de encarnizada búsqueda y a veces, se detiene. El ciclista que se para a mitad de la escalada del Tourmalet o el corredor que abandona a dos kilómetros de la meta; el broker que se retira a una viña y dona todo su dinero a paliar los desastres de su especulación, el escritor que decide no imprimir una línea más. Se anula el deseo, el objetivo, las metas y la vida parece que resume su curso incierto y atado a los azares de las leyes cósmicas.

Sucede entonces que los objetos que perseguíamos, los amigos, la fama, el dinero se presentan ante nuestros sentidos más limpios que cuando nuestra ansiedad los imaginaba. Aparecen así, desnudos como Adán y Eva ante los ojos del iracundo Dios que ansiaba una réplica de sí mismo y terminó por expulsar esta réplica de Su Paraíso (y Dios, ¿en qué ansiedades andará sumergido ahora, tan lejos de aquellos dos seres que se amaban y le daban nombre a las cosas que él había creado? ¿Cómo serán la soledad y el deseo de un Dios?)

Y vistos desnudos, los objetos no tienen las guirnaldas ni el confetti con que los aderazaba nuestra ansia. Están ahí, puestos en frente de nosotros, sin significado, sin destino.

Ocurre entonces que uno entiende por fin que en el transcurso frenético del tiempo hay poco por lo que merezca abandonarse a una búsqueda tan desesperada. Que ni el mayor de los esfuerzos está guiado por nuestra inteligencia o nuestras emociones, sino que lo que tenemos en la vida es una casualidad cosmológica sobre la que tenemos poco control. Quién somos, qué queremos y cómo lo conseguimos es tan azaroso como el circuito de los universos.

Solo entonces aquello conseguimos lo que tanto habíamos buscado y no hallado. Justo igual que lo que decía Warhol. Uno consigue las cosas cuando ya no las quiere más.

Eso es.

Eso mismo.

Todo lo que no perdimos en nuestros años de la cocaína

No perdimos ni un solo año en la cocaína. Ni uno solo. Aunque quieran hacérnoslo creer. Siempre quedarán para nuestra literatura íntima los apartamentos donde el camello nos invitaba a un tiro en una mesa de cristal cubierta de restos de tabaco y marcas de vasos. Los dueños de bar que te conducían detrás de la barra y te presentaba a dos veinteañearas tatuadas con los ojos y nariz irritados que se irían de marcha contigo si resultabas ser un comprador simpático. El amigo que hacía diez años que no veías, y que a los cinco minutos te estaba invitando a meterte en los baños de un bar de tapas, a las ocho de la tarde.

Era nuestro club y nos reconocíamos al instante. Nunca se lo podríamos hacer entender a nuestras novias, a nuestros hermanos, a nuestros padres. Sabíamos quiénes éramos, y podíamos acudir unos a los otros si el teléfono mágico nos daba fuera de cobertura. Podíamos invitar a una copa y a cambio, rezaríamos con la cocaína de otros. Sí, había algo chamánico en encerrarse cuatro desconocidos en un automóvil y terminar compartiendo el nevadito. Y comprobar que no éstabamos tan alejados uno del otro: yo conozco esta canción, tu hermana fue a mi instituto, ese chiste ya lo has contado.

¿Quiénes eran todos esos que noche tras noche, cuando el club cerraba optaban por pasar la mañana en el salón del piso de un desconocido? ¿Quiénes eran esos compañeros de habitación que se levantaban con nuestra llegada y se apuntaban al círculo, y celebraban con nosotros la muerte de la noche y la horrible constatación de la mañana? El amanecer nos era tan extraño como esos ancianos que pasean al perro a las cuatro de la madrugada.

Luego llegó el castigo y la monserga, y Dios, luego llegó el Dios iracundo y vengativo, el Dios ansioso, paternal, obsesivo, insomne, el Dios de la salud y la rehabilitación, el Dios del porvenir, el Dios adulto, el Dios responsable, el Dios sobrio, el Dios deportista, el Dios de la normalidad.

Ya no volverás a entrar en el círculo salvo en una reunión nostálgica, en una sesión remember en las que todos están más gordos, o más feos, o más idiotas, o más casnados. No será lo mismo que fue pertencer a nadie salvo a la coca. No a cualquier coca, sino a esa coca que tomamos cuando no sabíamos que era, no la coca que toma por aburrimiento, o por adicción, no la coca como enfermedad, o necesidad, o histeria, no. La coca cuya única falta fue descifrar cuán débiles somos, cuán frágil es el material del que estamos hechos, lo solos que estamos.