Para ser escritor

Lo primero es renunciar a toda pretensión: pan, facturas, familia no entenderán que aquello que absorbe tus días y tus noches no pueda ser olvidado, postergado. Se escribe como se asalta un banco o se decide uno a estafar a ancianos como profesión de vida.

La frustración no viene por fulanos o menganos cuya fortuna mejor en el papel impreso es el reconcomio que te quita el sueño por las noches. No son los premios, dados o legales, que ganas o pierdes; las becas de miles de euros, la portada en el articulito dominical. Un diseñador de joyas, el dealer de los carburantes, un anacoreta chiflado tiene todo eso antes que tú y nadie agita el árbol de la indignación. La frustración es Onetti, Pardo Bazán, Chirbes, Lispector, Woolf, mejor, antes, más sencillo que lo que tú hilvanas.

El resto es ser mezquino y ufano y tremendamente aburrido. Como las redes sociales de un escritor. Un ensayo a la falta de amor propio y a la vergüenza, repetido cada minuto, cada día, durante años.

Luego está tu biblioteca pública. No la librería (cada mes un autor revelación), ni siquiera la de segunda mano (cada mes los detritus de librerías y casas vaciadas). La biblioteca pública: libros comunes, lectores que leen transitivamente, vagabundos sin una perra que leen manuales de ingeniería, ancianas leyendo la historia de las tradiciones de su pueblo, unos tipos con gafas con suficiente criterio como para que los Houyhnhnms no le prendan fuego al edificio. Cuando tengas que defender una causa, tendrás que elegir. Elige la biblioteca, porque de los tres es el único sitio que te dejará llevarte un libro sin ir a la cárcel.

Nunca estarás seguro de una palabra, ni siquiera después de consultarla en tres diccionarios. Nunca estarás seguro de si conoces tu propio idioma. Leer un manual de estilo te llenará de una vergüenza infinita.

Por supuesto están las clases de escritores, los profesores, los mentores, los mercachifles que te piden una propina para comer. Hay quien te pedirá el equivalente a la entrada de un coche. En ese caso, no dudes: escoge el coche. Al resto trátalos como a tarotistas o maestros reiki.

Tu familia, que nunca te puso un libro entre las manos; tu novio, que habla de los escritores con miedo y asco; tu hermano que es un botarate y no sabe dónde queda la biblioteca más próxima; ninguno, insisto, ninguno, se ha ganado el derecho a leer lo que has escrito. No les dejes leer nada, ni la lista de la compra, ni la receta del médico, ni tu declaración de impuestos.

Siempre llegarás tarde a todo. A Pessoa. A Carver. A McEwan. A Séneca. A Safo, a María de Zayas, a Zenobia Camprubí, a los Aldecoa. Llegarás tarde a los rusos, a los franceses, a la historia de los babilonios y en mitad de la lectura de la semanal novedad literaria imprescindible te preguntarás si es que el reloj de la muerte no corre más rápido para ti.

No insistas en la carrera literaria. Diez años atrás todos eran promesas literarias; hoy cogen polvo en despachos de instituciones culturales y se pagan simposios para hablar de sí mismos. Todo produce tanto bochorno como una discoteca remember. Esa es la única carrera.

Si una vez terminado tu manuscrito, no eres capaz de arrojarlo al fuego y reescribirlo, nunca te importó de veras. Si después de reescribirlo, aún tiembla tu mano, ha seguido sin importante. Si la tercera vez eres incapaz de perdonarlo, piensa si es lo que querías escribir. La literatura es abandono para evitar la locura, el asesinato.

Al final, todo llega; y todo sigue igual.

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