Hamlet über alles

No falla, y cada temporada, como si del monzón que se espera que arrase todo lo que pille a su paso, ha de leerse o escucharse de boca de dramaturgos, directores o programadores de teatros que tal o cual obra clásica habla del Hombre, de sus cuitas y aciertos, ya sea Shakespeare, Lope de Vega o Calderón. El ministerio de Cultura, si tal monumento a la burocracia aún posee alguna capacidad punitiva u objetivo de transformación social, debería añadir un cartel de peligrosidad a las entradas o a los póster de las obras que así se promocionen, como hacen las Autoridades Sanitarias con las fotos de pulmones alquitranados o pacientes intubados en los cartones de tabaco. Se dice que Yago es el mal que habita entre nosotros, o que Shylock habla por todos los desplazados como quien recita un padrenuestro o una ristra de palabras clave para posicionar al artista promocionante en Twitter. Se planta así al comprador de entradas en una butaca ideológica cómoda y conocida, en la que sepa de antemano que la obra tiene un mensaje y que el mensaje que debe extraer es ése, el de la fatalidad del Ser Humano y su destino irresistible e irremediablemente trágico o cualquier chorrada de ese palo: Que el Mal triunfa. Que el Amor todo lo puede. Que la Amistad es lo mejor. De esta guisa, cualquier sorpresa, cualquier revelación queda nombrada de antemano y por lo tanto justificadísima y a lo que el comprador de entradas asiste es dos horas de tíos en mallas haciendo gorgoritos mientras se dan espadazos de mentirijilla.

Propongo que pudiera preguntársele en la entrevista o el artículo que se le hace (si aquello fuera verdaderamente una pieza de periodismo serio y no un amaño publicitario) a qué se refiere con Ser Humano, Amor, Amistad, ideas todas surgidas siglos más tarde de la muerte de estos clásicos, dónde se encuentra en sus textos ese modelo del que tan convencido parece y por qué está llamado, ése precisamente, a ser universal. Porque no lo encontrarán en Shakespeare que escribió a comisión de la monarquía inglesa y que bastante tenía con evitar que lo acusaran de sedición, como le pasó a Ben Jonson y La isla de los perros (lo relata Stephen Greenblatt en El tirano (ed. Alfabeto)), ni en Lope de Vega, más interesado en las faldas que en dejar una obra ilustrísima; ni en Calderón, que ya tenía de sobra con ser Calderón.

Pero es que esa supuesta universalidad de los clásicos no debería quedarse dentro de las boquitas de quien las prodiga porque sea un guirigay de ideas etnocéntricas y occidentalísimas, sino también porque la propia antropología, en los años 60, descartó la universalidad en valores y temas morales en el arte en una obra tan conocida como Hamlet. Laura Bohannan se fue a visitar a la «tribu» Tiv (tribu de nada menos de 6 millones de personas, de tal modo que podríamos hablar de la tribu de los madrileños o de los gallegos) para contarles Hamlet y descubrir así la universalidad del Bardo. Así que Laura se va hasta allá y les cuenta que el tío de Hamlet ha tomado el puesto del padre y los Tiv le contestan:

“Yes, he was,” I insisted, shooing a chicken away from my beer. “In our country the son is next to the father. The dead chief’s younger brother had become the great chief. He had also married his elder brother’s widow only about a month after the funeral.”

“He did well,” the old man beamed and announced to the others, “I told you that if we knew more about Europeans, we would find they really were very like us. In our country also,” he added to me, “the younger brother marries the elder brother’s widow and becomes the father of his children. Now, if your uncle, who married your widowed mother, is your father’s full brother, then he will be a real father to you.

Shakespeare in the bush, Laura Bohannan

¿Qué nos dicen los clásicos de nuestros tiempos? ¿Qué nos dice Rosaura del #metoo? ¿Es Falstaff un profeta sabio o uno falso? Los clásicos no hablan ni dicen nada y sí, mucho más, sus intérpretes, sus historiadores, sus críticos; las personas, instituciones y gobiernos que los han convertido en mensajes y portadores de ideas: es de éstos de quienes debemos sospechar y con quienes debemos emplearnos más a fondo, porque son los que programan, recortan obras y eligen directores que cierren el ideario que ellos asignan a aquellos ilustres huesos. Y piden al público que no sea espectador, sino comprador de entradas.

Los hombres y las mujeres del fondo

Mientras leía El cielo protector, de Paul Bowles, me corría la sensación de que no lograba atrapar qué era lo que hacía la desventura de Kit, Port y Tunner tan fascinante. Veía una triada esnob y pudiente que saltaba de pensión en pensión y de tren de primera en tren de primera mientras se engañaban, pagaban por sexo o dormían siestas interminables tras embotarse de champán. Solo conforme van penetrando en el Sáhara, fui entendiendo la lenta pero elaborada ironía de la novela, que tiene su cénit en una Kit desquiciada protegiendo un dinero que de nada le sirve en las fronteras del desierto. Incluso ahí, en el final de la novela, las reflexiones existencialistas de Port, el aventurero original, resultan ridículas y pretenciosas frente a un Sáhara intocable y mudo: llega a escribir Bowles que ante el desierto, no hay filosofía que valga.

Los colonos franceses con los que se topan son otro tipo de habitante: han aceptado su posición como cuerpo extraño en el lugar y se han blindado contra ellos: son militares, tenientes, agentes diplomáticos que se guardan en fortalezas y racionan el contacto con la cultura. Sin embargo, los americanos quieren la experiencia real y por eso profundizan más y más en el desierto, como agonizan en interminables cuitas sobre el significado de sus vidas y amores.

Los árabes son desde el principio porteadores, camareros, proxenetas de poca monta, limpiadoras que llevan maletas de un lado a otro, que cambian del árabe al francés o al inglés para que los americanos puedan vivir una experiencia adecuada a sus expectativas, en otras palabras, que sigan en su Disney World árabe sustentado con dólares y francos. De ellos se llega a decir que parece que no tengan alma, que son objetos del fondo de la imagen, puestos adrede para que el viaje sea lo suficientemente exótico para los visitantes, pero no tan exótico como para que se les vuelva hostil y violento. Que es lo que finalmente ocurre.

Paul Bowles Wikimedia.

Regalarse la desaparición

Hace un tiempo decidí cerrar definitivamente la última red social en la que mantenía un perfil. Años antes había clausurado la cuenta de Facebook y dicho adiós a más de ciento cincuenta contactos que había ido coleccionando a lo largo de seis años en diferentes paises. La experiencia tiene los mismos tintes que hace tres años, una remembranza agónica sobre qué queda después de desaparecer de una red social: ¿dónde van los contactos? ¿Qué pasará con la proyección de la imagen pública, tan esencial para la promoción del perfil de un autor?

La inmanencia de las redes sociales en la vida contemporánea ha sido tan naturalizada que cuesta imaginarse el tiempo en el que no existía la necesidad de abrir un perfil y perseguir las fotografías o comentarios de nuestros conocidos y amigos. La prevalencia está tan extendida que salir de la red social está visto como una subversión o en el mejor caso, una forma de rareza digital. ¿Cómo existir y cómo hace saber a los demás que existe, si uno no lo muestra?

La imaginación del escritor queda condicionada por la propia gramática de la red social.

No se trata de apostar por una tecnofobia calculada o abogar por una retirada ordenada a las cavernas y a la retrotopía de un mundo sin teléfonos móviles ni ordenadores: eso también ya una ficción que hemos aprendido y explotamos acríticamente. La propia retirada, como tan bien saben los artistas, escritores, músicos, que han decidido largarse de la gran ciudad y retirarse a la casa rupestre va acompañada de una teatralidad (documentada en entrevistas, fotografías incluso documentales) que no sería tan resultona si la marcha fuera una ciudad mediana o a un piso en un bloque en las afueras. La imaginación del escritor queda condicionada por la propia gramática de la red social.

Era necesario estar ahí, de cualquier modo, porque aquello era condición para promocionar los libros u obras de teatro que surgieran.

La contrapartida a la presencia del escritor en las redes no es inocente: la exposición constante a la arbitrariedad del algoritmo fabrica un mundo mental en el que no cabe lo espontáneo, lo ridículo, lo sorprendente, que son el sustrato de la creación. He vivido fragmentos de vida de mis amigos y desconocidos, he visto cómo el cuerpo de las mujeres se utiliza como reclamo publicitario, he comprobado como mi capacidad para imaginar historias largas ha mermado hasta lo bobalicón y todo por una prestación que nunca llegaba, un éxito que nunca se tradujo en mejores condiciones o mayores ventas. Era necesario estar ahí, de cualquier modo, porque aquello era condición para promocionar los libros u obras de teatro que surgieran.

Todavía hay algo más importante que la autopromoción neurótica: escribir.

El argumento de la presencia no concluye nada: la lista de autores que venden año tras año más de lo que uno pueda imaginar y que no tienen red social es importante. Las obras de teatro que llegan a una sala lo hacen más por el azar que por el número de seguidores: no estamos aún en ese lugar donde el número de fans decide qué se publica o no. Todavía hay algo más importante que la autopromoción neurótica: escribir.

En la red social he vivido intermitentemente en la vida de seres queridos y me han asomado solo a fragmentos seleccionados de sus éxitos y alegrías; y he sido poco expuesto a sus miserias o partes oscuras. He sentido cientos de veces el aguijón de la envidia y posteriormente, el desprecio por uno mismo tras ver cinco o seis veces al día la repetición de un pequeño éxito literario, una charla pagada, un premio concedido. Han sido horas pasadas frente a la pantalla en las que la propia corporeidad de uno mismo queda suspendida y toma la forma de un cuerpo ajeno, un hogar extranjero, una sangre que no es la nuestra.

Hoy es mi cumpleaños y me quiero regalar la desaparición. Retornar lentamente a la orilla donde lo escrito, lo pensado es producto del tiempo y no del ansia, y donde la imaginación del escritor es la que impone el lenguaje que dominará.

Vertedero en Editorial 16

Muy contento de que salga Vertedero, en Editorial 16.

Os dejo con la portada y la sinopsis.

En los tres relatos de Vertedero se explora el lado oscuro de la masculinidad en la generación, supuestamente, más libre y menos prejuiciosa de todas. Tres historias donde la hipersexualidad, las relaciones tóxicas, la publicidad y el borrado de identidades de las grandes ciudades, violentan a sus personajes y los colocan al borde de la neurosis. Deseo y enfermedad, individualismo feroz y consumismo cruzan las páginas para reflexionar sobre la distancia que aún hay entre los discursos sobre nuevas masculinidades y la realidad de estos.

En las tres historias de Vertedero, los personajes siempre están a un paso de desmoronarse. Transcurren en grandes ciudades alucinadas donde la publicidad, la hipersexualidad y el borrado de identidades que celebraron los hípsters se conjuran para ocultar su miedo a las mujeres y a la incomprensión de los otros. Barcelona, Madrid, la precariedad omnipresente transcurren por estas tres nouvelles que son un retrato más realista de la generación de las redes sociales.

Promesas de Año Nuevo

No beber alcohol. No escuchar el lenguaje de saldo de mercachifles. No conceder peso de más a lo que debe ser liviano.

Gastar en aquellos libros que siempre estuvieron ahí, a la espera de ser rescatados.

Sospechar menos, afirmarse más: no tener una opinión sino construir convicciones que uno esté dispuesto a defender.

Creer en lo que dicen los libros, porque unos corrigen a otros y entre todos crean una razón universal, común, fluida.

Mejorar la caligrafía, porque la letra antigua ha de anunciar la futura. Cuidar el cuerpo como quien cuida la inocencia de sus hijos, de sus lenguas.

Ignorar los debates que son pura fantasía, interrogar a la fantasía mismo, constatarlo por escrito.

Preguntar a los personajes de ficción qué hacer con lo palpable, nuestra vida, el trabajo, el tedio.

Escribir lento, porque invita a la reflexión lenta, a la lectura lenta, a la vida lenta.

No exigir al tiempo o al mundo aquello que no era para ti, que nunca pediste, que nunca será, porque de ese modo solo llegará lo que sencillamente es.

Aprender que las imágenes, sonidos, personas que pasan por la cabeza, lo que llamas pensamientos, ‘es’, y que toda adjetivación o interpretación es divertimiento e invitación al desespero.

Vivir, sin apenas saber que vives.