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El horror de puertas hacia adentro. Sobre las representaciones de la violación

El otro día repusieron Death Wish, una película de Charles Bronson donde hace bronsonadas, a saber, disparar y matar a criminales por su propia cuenta. Es un clásico thriller norteamericano sin demasiada relevancia que apelotona los tópicos del cine de acción norteamericana con la poca gracia que le caracteriza

Al comienzo de la segunda entrega de la película (hay cinco), un grupo de delincuentes entra en un apartamento y viola a la mujer que allí se encuentran, la chacha de Bronson. El director detalla escrupulosamente la violación en grupo durante varios minutos en lo que viene a ser un hábito de mal gusto del cine contemporáneo. Los violadores son unos macarras, en su mayoría hispanos o negros, que además parecen muy conscientes de la maldad de sus actos y los perpetran con gusto y sadismo.

Si bien la película transcurre bajo las dinámicas narrativas que se asocian a un crimen tan tremendo como la violación, hay algo en lo que no había reparado y era en la exposición del horror mismo, en la delectación pornográfica de los detalles y que me da la impresión que es algo propiamente del siglo XX en adelante.

La violación como motor de la trama de ficción no es novedosa ni original: aparece, por ejemplo, en Las Suplicantes y en Las Troyanas de Eurípdes como amenaza que se cierne sobre las mujeres; y en La violación de Lucrecia como el acto en sí. En todas las obras clásicas que he citado la violación es algo que ocurre, pero ocurre fuera de la vista del espectador. Los actores salen del escenario y cuando retornan anuncia al público que la violación ya ha sucedido. Por ejemplo, en La violación de Lucrecia ni siquiera se menciona como tal:

This said, he sets his foot upon the light,

For light and lust are deadly enemies:

Shame folded up in blind concealing night,

When most unseen, then most doth tyrannize.

The wolf hath seized his prey, the poor lamb cries;

La violación de Lucrecia, Shakespeare

He encontrado pocas representaciones posteriores al siglo XIX donde la violación sea explícita; en casi todas las pinturas o esculturas se describe el momento previo al acto en sí, con la víctima desnuda y angustiada y el perpetrador con la mirada desquiciada y plena de maldad.

La violación de Lucrecia, Tiziano
El rapto de las Sabinas, Millet
El rapto de las Sabinas, Francisco Pradilla

En todas estas representaciones (todas llevadas a cabo por hombres) se cimientan los tópicos históricos sobre la violación: la deshonra que lleva al suicido, la absoluta vileza del perpetrador (aunque Tarquinio sufre un gran culpa) y la ausencia de detalles sexuales. En todas, las violación se percibe como una deshonra para la mujer. Se da a entender que una mujer no puede sobrevivir sin más al crimen, sino que el efecto del mismo debe ser la locura, la muerte o la venganza (Laurencia en Lope de Vega). Asimismo, el violador siempre es plenamente consciente de la catadura moral de sus actos y suele ser además alguien perverso y criminal, alejando así la posibilidad de perdón o redención, ni siquiera por la propia víctima.

La película de Bronson, como muchas otras, hace al espectador partícipe, como si se tratara de un peep-show, de la violación. Es una escena de estética softporn, por momentos irreal, en la que la mujer lucha con uñas y dientes contra sus violadores, a pesar de ser superada en número y fuerza, y en la que ninguno de los violadores tienen un asomo de duda ética sobre lo que están haciendo y llegan a darse empujones para completar su crimen.

Estuve pensando: ¿por qué hace al espectador participar de la escena? Intuyendo al esquizofrenia del cine norteamericano, creo saber por dónde van los tiros. La representación pornográfica de la violación tiene una función moralizante. La escena, que se cuenta exclusivamente desde el placer de los criminales, sirve para excitar al espectador: es una violación en grupo, donde la responsabilidad se reparte entre todos, en el anonimato de una casa asaltada por sorpresa y una víctima sin posibilidad de defenderse y que, además, es una sirvienta latina; elementos todos ellos que invitan a creer rápidamente en la impunidad de los criminales. El director no quiere que el espectador se identifique con los violadores (por eso los construye como caricaturas) pero pone a su disposición el morbo del acto cometido por otros.

El resto de la película sirve para castigar esa perversión a la que se ha invitado al espectador a participar, y se le castiga desde el personaje correcto: el hombre-hombre americano, blanco y lleno de furia. La catarsis de la película (aprendo que no se debe violar) hace aguas por los flancos por varios motivos: porque pinta a los violadores como criminales de baja estofa (cuando la mayoría de las violaciones las cometen conocidos de las víctimas); la víctima es irrecuperable (por ello acaban muertas o suicidas); los criminales no tienen posibilidad ni capacidad de aprendizaje o redención; y la justicia legal nunca llega, por lo cual un debe hacerse cargo de imponer su propio concepto de justicia.

Aquellos maravillosos libros que no debemos leer

Durante aquellos años repletos de pensamiento mágico, tótems, supersticiones inventadas y catarsis que conforman la infancia, mi abuela, imbuida por un sentimiento de responsabilidad sobre mi formación espiritual, tuvo a bien alistarme en los salesianos del barrio para que, llegado el día, pudiera comulgar cristianamente. Solo hice un año de catequesis (lo normal son dos, pero si la endogamia vale con lo terrenal, ¡qué decir de los asuntos de Dios!) y luego la comunión.
La catequesis con los salesianos… Cómo decirlo… Moló. Creamos un periódico o algo así y nos íbamos de excursión. Dios y rezar y todas esas cosas eran un mal menor. Los monitores de las convivencias fumaban y contaban chistes verdes, dormíamos tres en la misma cama y hablábamos de enrollarnos y hacernos pajas.
Mi abuela, exultante por los resultados, me regaló un misalito infantil, perfectamente desechable por lo demás, pero que incluía las enseñanzas de un niño llamado Domingo Savio, que según rubricaba el propio libro, era «savio» de nombre y de espíritu. El niño, a decir verdad, daba escalofríos. No solo obedecía a sus padres y profesores, sino que tenía ataques de ira contra sus compañeros cuando estos se peleaban, fumaban o torturaban animales, es decir, todas las cosas que le hacían a uno niño. En una de esas aventuras, el Savio de Domingo encontraba a uno de sus camaradas leyendo un libro que consideró de carácter inapropiado (no especificaba de qué iba la historia que leía), así que el Savio de Domingo le arrebató el libro, lo hizo trizas delante de sus narices y luego levantando un dedo hacia los cielos soltaba algo así como: «los malos libros envenenan el corazón»
Esta historia se ha repetido hasta la saciedad y la imagen de la pira de libros es ya el símbolo supremo de la ignorancia, la mezquindad y la incultura de una sociedad. Nadie, con algunas lecturas a sus espaldas, promocionaría la censura de libros en virtud de nuestra salud literaria.
Excepto si el censor es un escritor. Por raro que parezca, cada vez hay más y más escritores e intelectuales que des-recomiendan la lectura de ciertos libros. Arguyen, eso sí, no que son perjudiciales para el alma humana, que corrompen nuestra sociedad sino que los libros «son malos» o «no son literatura».
Una de las mayores frustraciones que he tenido como persona adulta ha sido el de no poder comportarme, siquiera una sola vez, como el matón que zurra a un empollón por sus maneras pedantes, sus aires de superioridad y su espíritu proselitista y condescendiente sobre cómo debe formarse el criterio (i. e. el espíritu) de sus compañeros lectores, quizá porque ¡ay! durante mi infancia yo formé parte o quise formarla de esa élite intelectual y me preocupaba más llegar intacto a casa que tratar de emplumar al empollón.
Ahora sí: el criterio de un lector o, más en general, de una persona se forma no sólo a través de las buenas lecturas o las buenas acciones, sino también a través de las malas; un criterio guiado solo por las buenas lecturas le convierte a uno en un lector parcial, de visión sesgada y segregacionista, en un lector manco o cojo: nunca se ha puesto de parte del malo. Ser escritor está muy bien, pero en realidad es una tarea muy vaga: uno se sienta con una idea y la escribe, allá el resto. Ser un buen lector conlleva un trabajo muy pesado que es el de tratar de descifrar los códigos que un tipo ha puesto sobre un libro, no aburrirse y tratar de destilar de todo aquello algo positivo. Si finalmente lo que lee le parece bueno, quizá sea bueno; si no, seguramente sea malo.

Por eso los ataques velados a la «mala literatura» me recuerdan mucho las historias de censura que el misalito incluía de boca de Domingo Savio, y las ganas de que uno se vuelva el matón que nunca fue reviven.

Por ejemplo en:

Hay libros malos que están muy bien escritos y éstos a la larga son los peores, pues suelen tener muchos lectores que creen que la lectura fácil es la verdadera literatura. Los editores los llaman «literatura comercial de calidad». Estos libros, más que no acabarlos, lo que se debe hacer es jamás empezarlos.
Santiago Gamboa

En fin, no hay nada especial en esta digamos literatura, y olvídense de que estamos ante un Stephen King o cosa por estilo. Ya puestos, estamos ante un Zafón escandinavo. Aquí el éxito se debe, por si también alguien lo pregunta, a la cantidad de basura que almacena nuestra cabeza y a la ocasión que nos proporciona Larsson de rebozarnos en ella.
Alejandro Gándara