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Son más. El residente de Hackney contra Facebook.

El Regent’s Canal es uno de los paseos más escondidos y admirados del norte de Londres. Se trata de un canal que recorre la parte septentrional de la ciudad y desemboca en el Támesis, y que fue ideado para pequeños cargos que quisieran transportar mercancías hasta las Docklands, en el extremo oriental del río londinense. El desarrollo del transporte por tierra a lo largo del siglo XX convirtió el canal en una zona de esparcimiento: se asfaltaron las orillas, se acondicionaron los accesos y se permitió que pequeños barcos vivienda anclaran en ciertas partes del canal. Se abrieron escuelas de piragüismo y se fomentó la protección de la flora y fauna del lugar.

El 27 de febrero de este año se abrió una página en Facebook, Canalival, que animaba a los londinenses a hacerse con un bote de plástico y arrojarse al canal el día 1 de junio, efeméride del jubileo de la Reina, en la que sería, según los propios organizadores, la primera de muchas celebraciones de un carnaval diferente, en directa competición con el de Notting Hill.

No sé quién o quiénes me hicieron llegar la invitación, seguramente algún contacto del Facebook. El asunto no me interesó en aquel momento y rechacé apuntarme a la página y me olvidé. Dalston, el barrio donde vivo, queda a trescientos metros de las orillas del canal y es también hogar de miles de jóvenes trabajadores de las industrias creativas, que han encontrado en esta zona un lugar barato donde instalar sus estudios independientes, ahora que Shoreditch y Hoxton han sido conquistados por las start up más poderosas. También es zona de marcha en la que el postureo alcanza niveles caníbales. El Canalival tenía como público objetivo este barrio y a estos trabajadores o habitantes, a tenor de la parafernalia en torno al evento: que si twits, que si lomografía, que si ironía en cada post. Cuántos de estos chicos habían bajado alguna vez al canal antes de saber del Canalival, no lo sé, pero lo que es a mí, la idea de tocar el agua del Regent’s Canal con alguna parte de mi cuerpo me da dentera. La profundidad del agua no debe superar los cincuenta centímetros y aún así la viscosidad de la misma es tal que hay que hacer esfuerzos para saber de qué está cubierto el fondo: ¿algas? ¿bicicletas? Los barcos-residencia dejan su poso de gasoil a lo largo del río artificial, y la porquería que los paseantes lanzan, junto a la que ya desciende del canal, completan el cuadro de cómo pinta la composición del agua. He leído por ahí que incluso el agua está infectada por una bacteria poco agradable. No me baño yo.

Aún así la página prosiguió con su aliento entusiasta y hasta cuatro mil personas se apuntaron al evento. En números de Facebook cuatro mil Me gusta pueden no parecer mucho, pero aquí estamos hablando de cuatro mil personas que potencialmente van a arrojarse en balsas de goma a un río artificial de no más cinco metros de ancho, a lo largo de, más o menos tres kilómetros de largo, que es la parte del canal de fácil acceso desde los barrios adyacentes. Son también cuatro mil personas que generarán la basura, excrementos y el ruido de cuatro mil personas que van a pasárselo bien, en un lugar público sin aseos, acceso a servicios de emergencias, ni agua (salvo la del propio canal).

Pero cuando la diversión prima sobre la razón, y el Time Out te dedica unos párrafos benevolentes ¿qué se puede hacer? Si te va la marcha, ponerte el bañador, llamar a unos amigos y comprar unas cervezas. Si eres un residente, resignación, cubos de zotal y muchas bolsas de basura. Si eres el concejal de urbanismo del barrio (el Hackney Council), prohibirlo. Y así hicieron. Prohibieron el evento. Lanzarse al canal puede ser divertido pero el cauce contiene patógenos, botellas rotas, barcos motorizados y además es el hábitat natural de varias especies. Así que se cancela. Sin embargo, los organizadores deciden que no es buena idea decepcionar a tanta gente de sopetón y deciden publicar la cancelación dos días antes de la fecha. Si recibieron el toque ese mismo día o varias semanas antes, no se sabe con certeza; que tuvieron tiempo de sobra para arreglar permisos, seguros y demás, sí, al menos desde el 27 de febrero. Hasta 3500 libras se recaudaron gracias a donaciones. No se trataba de una broma: hasta ellos aseguraban en la página de recaudación que el ayuntamiento les había dado permiso. Un disparate.

Así que el día 1 de junio se presentan cientos de fans de la página y amigos de éstos, con botes inflables, gafas de sol, cámaras de fotos y alcohol, en el canal. Quizá se llega al millar. La tarde es calurosa, es sábado y el verano está al caer: qué más queremos. En Londres no tenemos playa ni piedad meteorológica. Las tardes más placenteras no están exentas de miradas nerviosas a cúmulos y estratos en el horizonte. Es sábado y al día siguiente no hay que trabajar, la idea de lanzarse al canal en un flotador con forma de patito es ridícula, bárbara, irónica, británica.

Al día siguiente toca resaca y cinco toneladas de basura, orines, botellas rotas, nidos despedazados, colillas flotando en la corriente y residentes disgustados por el improptu indie. Al residente, que es a quien le toca recoger la mierda, le queda la indignación ante la injusticia de una fiesta a la que él no había sido invitado, y así lo hace valer en la página Facebook. Hasta se anima a crear una página para conseguir que se destierren ocurrencias similares en el futuro. Con más o menos elocuencia se hace explicar y cuenta que una tarde de diversión para unos cuantos supone una pesadilla para otros: niños que se cortan con los cristales abiertos, corredores que resbalan en las deposiciones de los fiesteros y lo peor, que la puesta de huevos de las aves del lugar ha sido interrumpida. Algún periódico local se moja y enmarca el evento como desastre.

Y a todo esto, ¿qué dicen los organizadores? Uno esperaría una disculpa. O nada. O más bien, poco. Se justifican en el hecho de que ellos habían cancelado la fiesta dos días antes. Pero acorralados, muerden y muerden con la arrogancia del que piensa que su gesta es más valiente, más merecedera: los que se molestan son unos aguafiestas. Lo importante es el derecho a la diversión, y contra eso solo se oponen los mezquinos. Y como prueba hacen recuento del número de visitantes de las páginas en contra de Canalival y los comparan con el número de asistentes a la fiesta: está claro que cuatro mil seguidores no pueden equivocarse. Son más. Ahí están las fotos. De gente sonriendo, en botes de plástico. En el canal. No pueden estar haciendo algo malo. Son más.

Más info en inglés:

http://news.hackney.gov.uk/mayor-jules-pipe-condemns-canalival-event/

http://hackneycitizen.co.uk/2013/06/03/regents-canal-floating-festival-canalival-aftermath-anarchy/

Resucitar a Sarah Kane

Desde el pasado 22 de octubre hasta el 20 de noviembre se representa en el Lyric Hammersmith de Londres la primera obra de Sarah Kane, Blasted. La obra, que cumple ahora quince años, fue tildada en su momento como un “nauseabundo festín de porquería” (disgusting feast of filth) debido a la crudeza de algunas escenas: la violación de uno de los protagonistas con el cañón de una pistola, el despiece de un bebé a mordiscos, todo ello entre diálogos francamente horrísonos sobre torturas, guerra, asesinatos y barbarie. Sin embargo, el público británico está acostumbrado a que de forma cíclica surjan propuestas de este calado que provoquen estas reacciones espontáneas (casi actos reflejos) en los columnistas de la prensa amarilla británica, de tal manera que casi se ha convertido en una tradición, en un ritual de paso para cualquier nuevo dramaturgo sufrir estas afrentas: ocurrió con John Osborne y su obra Look Back In Anger, Edward Bond con Saved, Joe Orton con Entertaining Mr. Sloane y en el año 1995 con Sarah Kane y Blasted.

A la dramaturga le acompaña su propia leyenda negra, que ha sido envés y revés de su consagración más allá de Gran Bretaña. Su suicidio a los 28 años la convirtió automáticamente en el prototipo de artista atormentada tan caro a actores, directores, promotores y agentes, muy a pesar de los reconocimientos que obtuvo en vida (algunos de dramaturgos como Harold Pinter); por otro lado la franca crudeza de sus textos es un elemento disuasorio a tener en cuenta, en vista de la escasa representación que sus textos han tenido en España. Son pocos los estudiantes de arte dramático que no conozcan, aunque sea de oídas, la obra de la escritora de Essex, sin embargo en los últimos años han tenido pocas oportunidades de ver alguna puesta en escena. La última que conozco, Fedrina Ijubav (El amor de Fedra), en el festival de Otoño de Madrid, en una incómoda y sobretitulada versión de Iva Milosevic; y, anteriormente, 4.48 Psicosis, interpretada con una contención espeluznante por Leonor Mansó, en una producción argentina que quizá mereció más atención. No sé de ninguna otra representación de Kane en la península en los últimos años, así que invito a aquellos que conozcan alguna a que dejen sus impresiones en los comentarios.

Lo de que Sarah Kane sea una autora para el análisis textual y no para la interpretación no es una cuestión de estética o buen gusto, de lo que es apropiado o no para la escena española. La escena de Madrid por ejemplo tiene una gran tradición en la obscenidad chiripitiflaútica y los monólogos epilépticos sobre el pene, la vagina o el mondongo, en los que no se duda en traer a escena, sin pudor alguno, revisiones esperpénticas de la liberación sexual, pasando por el incesto o la zoofilia si es necesario; en pocos periódicos (amarillos o no) se mesarán los cabellos por estas propuestas. La diferencia radica en que en los monólogos de risas, la obscenidad y la violencia es un fin en sí mismo (y por eso parece hilarante tanto un menage-à-trois como una violación), mientras que en Sarah Kane la violencia es una manera de reflexionar, que conduce a objetivos dramáticos infinitamente más lejanos. Blasted es una obra primeriza y como a tal se le pueden achacar defectos de desarrollo y de construcción: las diálogos son demasiado lentos y pastosos o se aceleran hasta la ininteligibilidad, la transición entre escenas carece de lógica en muchas ocasiones y es difícil explicar de qué va la obra: un periodista y una joven entran en un habitación de hotel, el periodista viola a la joven, la joven huye, un soldado entra en la habitación y una bomba estalla al lado del hotel, convirtiendo el lugar en algo parecido a una trinchera. Kane afirmó que la guerra en los Balcanes fue el gatillo que disparó la nerviosa escritura de la obra y el texto no deja lugar a la duda, pues su propia disposición parece la consecuencia de un atentado: la frivolización de la guerra de un periodismo que confunde el derecho a la información con la transmisión de datos, la impasibilidad ante la barbarie y, en las últimas escenas, la barbarie misma, desnuda y cruda, siguiendo una tradición más férrea y más griega que la que cabría esperar de un autor moderno, son algunos de los puntos de resistencia que permiten la vigencia de una obra como ésta. ¿Es posible, desde el teatro español, hoy, abordar la guerra sin concesiones, es decir, la guerra sin la mitología española casi medular, es decir, sin lo que toca por nuestra parte, a la manera que lo hizo Kane?

El reparto en el Lyric Hammersmith incluye a Danny Webb en el papel de Ian, sobre el que recae la mayor parte del peso dramático de la pieza y que cumple con elegancia y alguna nota de humor. La dirección de Sean Holmes se ajusta milimétricamente al texto y no inventa nada, no siendo esto último una nota negativa sino un respiro de agradecimiento. Por último aplaudir sin concesiones el megalómano diseño del escenario, imposible si se piensa en el poco tiempo que se tiene para convertir una habitación de hotel de cuatro estrellas en un hoyo de mortero.

Diario de Londres VIII – Amados monstruos inmobiliarios (viva el Líbano e Irán)

Hay un lecho, detrás de un sofá, apenas un colchón en el suelo que, sin embargo, es el lugar más genial donde hemos dormido. Allí uno mastica los pequeños triunfos, las esperanzas, los problemas con el idioma y las aberrantes condiciones de otros sitios. La parte de detrás del sofá de casa de Bárbara y Sergio es el lugar más romántico de Londres.

Sin embargo, más de una vez nos hemos visto tentados por las aventuras peligrosas. Un señor anuncia una habitación: cara, en Angel, un solo habitante. Hasta ahí todo normal. El texto incluía, no obstante, unos párrafos dedicados a la tolerancia entre religiones como condición innegable para habitar el sitio (era una habitación a corto plazo). Así que, entusiasmado, le escribo un correo personalizado y lo envío en lugar de las cuatro líneas de presentación que nos han dado buen resultado para concertar entrevistas. Le cuento que soy escritor, que soy católico no practicante, que la religión o, al menos el pensamiento mágico, ha fundado civilizaciones, en fin, cuatro o cinco obviedades que no delataran la desesperación por encontrar un piso. Tras haber sido sometidos a un juicio sumario en una de las casa (cinco habitantes examinaron nuestros gustos musicales, teatrales, cinematográficos, etcétera para luego deliberar si debíamos vivir con ellos o no), mencionar el pensamiento mágico y la religión en la misma frase no me produjo sonrojo. A fin de cuentas el que se dejaría los talegos soy yo.

En fin, el caballero me manda varios mensajes y finalmente llama, y me pregunta por mi historia, por mis traducciones (le dije Sarah Kane, Michael Hartnett, ni idea) y me confiesa que él había trabajado en la City durante mucho tiempo pero que ahora se dedicaba a la escritura y a la traducción. «Escucha: venid a mi casa a cenar. Echadle un ojo a la habitación y tanto si os gusta como si no, habréis cenado gratis». No sonaba mal. Salvo por un par de anécdotas que merece la pena contar.

La primera prueba a la que nos sometió fue la de comprar dos lechugas. Salvo que lechugas, en inglés, se escribe lettuce y, según el acento se pronuncia lettez, que a su vez se parece a leper, que significa leproso. Añadir un leproso a la ensalada, un leproso que se compra en el Caprabo de aquí, un leproso que además era rumano, era… extraño. Yo había entendido leper y como tal pedía lepers a los asombrados trabajadores del Caprabo londinense, lepers rumanos para la ensalada, de toda la vida. No los encontramos. En su lugar llevamos unas lechugas romanas, y contuvimos el aliento, no fuera que en efecto, nuestro anfitrión deseara un bocado tan exótico para su ensalada.

En ningún momento nuestro landlord nos proporcionó la dirección, con lo cual teníamos que seguir sus indicaciones, que por otra parte, no conducían a ningún sitio. Gira a la izquierda quiere decir algo si, en efecto, hay un lugar donde girar a la izquierda y no cuatro. Por fin llegamos a la casa. Nos abrió un señor obeso, que vestía una camiseta raída y tenía las patillas canosas. No parecía el escritor que decía ser…

Diario de Londres VII – Amados monstruos inmobiliarios (2)

Una de las grandes cualidades que se exigen tanto a los humoristas como a los timadores, jugadores o, en general, artistas del engaño es la contención: mantener un semblante recto, seco y sobre todo no forzado, mientras se narra un chiste o se despluma a un inocente, es una cualidad que por sí misma delata un oficio.

Esta mañana, mientras recorríamos el mundo a través de los ojos de Londres (las ruidosos mercadillos de Elephant&Castle, las sórdidas Docklands bengalíes u la estúpida Oxford Street, conocida como la M30 londinense por las taladradoras que la percuten todo el día) un individuo nos ha enseñado lo que sería, previo pago, nuestra habitación. El caso es que no era una habitación: era el salón. Ante la posibilidad de que un lapsus hubiera asaltado a mi futuro compañero – pues en el living tan solo había un sofá desvencijado, forrado con mugre- le pregunté si aquella iba a ser nuestra habitación, y me quedé a mitad de frase, porque descorrió una sábana que parecía cubrir un armario y mostró la cama doble. No sonrió un instante y a mí me sorprendió este detalle, porque afeaba el número: si hubiera dicho ¡tachán! justo después de correr la improvisada cortina, me caigo redondo al suelo.

Hace un par de días nos abrió una rusa: ella misma había alquilado el piso, de tres habitaciones, cada habitación (estrechas como un barquito dentro de una botella) venía a salir por 800 libras. Pero lo más curioso del asunto no era que se tratara de mantener con nuestro caudal a la estudiante rusa, sino cómo recibía a los inquilinos: debían ser en su mayoría hombres, de ahí el vestido ceñido, recortado por encima de las rodillas, escote ligerito, dejando al aire unas lolas de las que, humanamente, era imposible despegar la nariz. En el momento de recibirnos «estaba estudiando estadística» de esta guisa, fresca, satinada, muy eslava. La habitación grande ya había sido reservada de inmediato por un soltero que la había visitado minutos antes que nosotros.

Lo mejor de Londres y de la estomagante contención de sus modos, es que uno no sabe si visita una habitación o una obra de arte. No faltan críticos que adviertan de la gran farsa de la que vive el arte moderno, que el chito se va a acabar de un momento a otro y que van a acabar todos en el paro. Al superávit de críticos más corrosivos podrían inventarles nuevas profesiones: críticos inmobiliarios. Un tipo nos ofrece una habitación en Oxford Street. En el anuncio son 200 libras a la semana, de repente se han convertido en 250 libras. La culpa la tiene la nueva arquitectura minimalista: lo chic, en Londres, es que la habitación no sea habitación. Aquí no había cama-sorpresa detrás de una cortina, ni sugerentes rusas que bailan la lengua tras los carrillos: no había nada, bueno sí, había un tipo encima de una mesa. En concreto había cuatro: tres serraban, claveteaban y lijaban listones y un tercero descansaba encima de un mueble del mismo material. Los cuatro me miraban como animales nocturnos deslumbrados por los faros de un automóvil, los cuatro formaban parte de una performance a 250 libras la sesión semanal, con baños ocupados, camas deshechas y ventanas tapiadas. Y este tipo no se reía.

Un tipo duerme encima de mi mesa. Si lo meto en formol, me hago de oro.

Diario de Londres VI – Amados monstruos inmobiliarios

Uno querría hablar de las torres preñadas de Old Street, de los baños públicos en el underground, de los murales de Shoreditch, de la comunidad bengali en Bricklane, la niebla que nos recibe y trufarlo todo con epítetos y versos de John Keats, pero nuestra misión es mucho más mundana: encontrar una habitación.

Nada menos que cinco personas me ofrecen, a precio de ganga – y precio de ganga es 500 libras/mes – habitaciones en el mismísimo Bloomsbury, Camden, Kensington. La única pega es que las habitaciones, a pesar de estar a varios kilómetros de distancia entre sí, están decoradas de igual manera, con idénticos parqués y chimeneas tapiadas, motivos de decoración en las paredes. Y los propietarios, todos ellos son importantes consultores de negocios, contratistas, etcétera y casualmente se encuentran fuera del país, con lo cual ver el magnífico piso es imposible, además de un incordio, pues mucha gente quiere ver el piso y pocos lo aceptan, para irritación y sulfuro del propietario. Así que si transfiriéramos 700 libras a través de MoneyGram … Sería nuestro. Tal como el disgusto por dar de comer a estafadores.

Hay negocios que, sin embargo, despiertan sospechas. Como los alquileres sin contrato. Alguien, apelando a los orígenes, a la lengua -me fío más de los españoles-, alquila su piso entero a precio de habitación (digamos 200 libras a la semana). El tipo, como los importantes consultores de arriba, estará fuera del país durante un tiempo y necesita que alguien se encargue de la casa. Por supuesto, nos intercambiaremos nuestras referencias y todo lo demás pero nunca sabremos si a los dos días de vivir allí, el auténtico dueño habría aparecido y habría preguntado: ¿qué hacéis aquí, cómo habéis entrado, quién os ha abierto la puerta?

Al lado de nuestra casa temporal nos ofrecían un habitación: aquí no había timo. Había necesidad. Los inquilinos (dos hermanos y la madre) necesitaban alquilar la planta baja, bien decorada, sombría, húmeda, para afrontar los gastos. De la necesidad a la caridad hay una peligrosa corta distancia y el sentido de negocio (dos partes conformes) se pierde con la caridad.

En Holloway nos atendió un propietario que era actor. Era un actor que hacía de italiano trajeado, arrogante, muy satisfecho de sí mismo: un chiste de italiano, un cliché, una broma. Nada perturbó su magnanimidad: ni la expresión de asco que nos invadió a los cinco que competíamos por una habitación doble mugrienta en una casa sin salón donde ya vivían otros cuatro inquilinos (fantasmas), el desorbitado precio para tratarse de una zona empobrecida. Si en algo cree esta gente es en la perseverancia: al final llegará alguien desesperado y pagará la fianza y el alquiler de una cama en un piso encima de un kebab.

Habrá más.