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Diario de Londres V

¿Qué libro debería llevarme a Londres?

La primera vez que fui a Dublín eché cinco libros en la maleta: dos de ellos eran libros de texto de segundo de filosofía (aún estudiaba por la UNED), otro era el primer volumen de El Capital, del que andábamos tomando notas por aquellos días gracias a uno de los primeros ensayos de Marzoa, La filosofía de El Capital. De los otros no me acuerdo. Iba para seis semanas y las pasé entre la desgana de los ejercicios de gramática y el júbilo de la Guinness en la más barata de las habitaciones del Browns, un hostal que se hundía en el suelo de Lower Gardiner Street y donde me recitaron por primera vez a Cesare Pavese en italiano (Verrà la morte e avrà i tuoi occhi). La segunda vez no recuerdo cuántos libros llevé, en total más de diez o veinte entre idas y venidas, en un vano intento por traerme lo mejor de mi biblioteca y por tanto de eliminar el rastro de la raíz que todo conjunto de libros es para su propietario, inútilmente. En venganza, An Post perdió la mayoría, incluído El Capital, con todas mis anotaciones. Pero rescató Las ínsulas extrañas, que para mí ya es un manual de honestidad poética y del que muchas veces he hablado en este blog. Después fui y volví a Lyon con un libro de Gabriel Ferrater, Las mujeres y los días. No fue difícil escoger entre otros:

Fin del mundo

Puedo repetir la frase que se llevó
tu recuerdo. Nada más sé de ti.
Esta insistente agua de palabras,
siempre creciente, va desmoronando los márgenes
de la vida que se creía real.
La tierra pedregosa y fatigosa
de andar, y los árboles que me herían
los ojos con una rama delicada,
tan vivamente maligna, convincente
con la mejor prueba, la de las lágrimas,
parece que no son nada. Se van rindiendo
a la anchira gris, jaspeada
de esperma pálido, empalagoso. Todo cae
con un ruido lento y blando, y flota
sin figura, o se hunde para siempre.
Todo da sentido, solo sentido, todo es
tal como he dicho. No sé nada de ti.

Partir con un libro titulado El libro del desasosiego de Pessoa no parece un buen agüero – y eso que me costó costó años volver a encontrarlo en las librerías -, y La riqueza de las naciones, de Adam Smith, parece una concesión demasiado temprana e ingenua al país del que es originario el volumen y el autor, además de una ironía imperdonable. Podría llevarme oculto Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente y obligar a Franco Chiaravalloti a firmármelo junto a alguna obra de Damien Hirsch.

O podría no llevarme ningún libro: que en la luminosa biblioteca donde ahora se acumulan, esperen a mi vuelta y que aguarden las lecturas que no terminé, que reclamen desde aquí el compromiso ineludible con el retorno, como un pacto silencioso suspendido en el tiempo.

Diario de Londres IV

En Confesiones de una geisha (en la película, al menos) se detalla cómo la preparación de una geisha incluye deleitar con la palabra a su acompañante, por lo tanto el arte de la conversación constituía un pilar de su educación. En Un amour de Swann, de Proust, también se dedican pasajes a esta disciplina perdida. El retrato de Dorian Gray es un manual de retórica oculto bajo una novela corta.
¿Cuándo se perdió el arte de conversar o al menos la pudicia? En muchas ocasiones he sentido una gran vergüenza mientras contaba una anécdota que yo consideraba graciosa, pero que al resto dejaba indiferentes. Así, según voy haciéndome consciente de que el chiste no es para tanto, el rubor me quiebra la voz y termino bajando la mirada, como si interiormente me amonestara por decir algo que no he pensado antes.
El vicio se convierte en virtud y la impudicia es valorada como la cualidad. Ayer mientras lamentábamos las faltas de asistencia de los parlamentarios al Congreso de los Diputados llegamos a la conclusión de que resultaban mucho más humillantes los momentos en los que todos los parlamentarios acudían a ejercer su condición de ídem al hemiciclo, pues convierten las sesiones en una batalla entre dos aficiones rivales; mientras que el panorama solitario, rácano, que presenta normalmente, le da un aire más funcionarial, más diplomático, más tranquilo.

Diario de Londres III

A veces me sorprende la capacidad que uno puede adquirir para mantener conversaciones sobre asuntos que en el pasado eran irritantes. Por ejemplo, la crisis, las hipotecas o las tarifas de telefonía móvil. Antes, no hubiera duda en eludir cualquier charla acerca del asunto por estomagante, tópica, aburrida. Ahora uno fluye – o escucha – como si en toda su vida no hubiera esperado otra cosa que pontificar sobre la velocidad de la BlackBerry o la falta de salidas en el mercado laboral. Nadie incurrirá en algo más que repetir, a nuestro modo, todo aquello que está dicho: son mímica televisiva.
Parte de la culpa, creo yo, del simpático abotargamiento que me impide crear nuevas displicencias es que en el fondo, el silencio es más temible, por cuanto el significado del silencio no alude ya a la contención o a las buenas formas. Un silencioso ya no es un tipo discreto, sino un idiota que no tiene qué decir. De ahí la necesidad del ruido, de hablar y hacerse entender, de construir la identidad a partir del reflejo, de no parecer un idiota. Para eso está el objetivo del periodismo: informar, habida cuenta de que en tanto que verbo transitivo necesita su objeto, y a menos que las lechugas reclamen conocer el estado del IBEX, solo tiene un destinatario: nosotros. Un verbo extraño, que tiene algo de imposición, como cuando un ejército o un grupo de exaltados justifica su existencia alegando «que se ha creado para defender», entendiendo que la Parabellum o los Kalashnikovs conforman esa defensa ante la potencial agresión. El deber es «informar», es ineludible y se reviste con la capa de la necesidad de «ser informado», de convertirse en el objeto de tal acción, bien entendido que esa necesidad parece ya impuesta desde el mismo discurso.

Diario de Londres II

Una de las crueles falacias más extendida a lo largo y ancho del tejido social es aquella que vendremos a llamar  parábola de la meritocracia, que vendría a ser la continuación sociohistórica del todo esfuerzo tiene su recompensa. Lo que en principio podría ser una suerte de estoicismo oculto, se revela la mayoría de las veces como una suerte de escatología moderna en la que la recompensa siempre es una cosa postergada, algo no presente, que siempre está más allá del propio esfuerzo, un paraíso terrenal indefinido que nunca termina por llegar. Las variantes acampan en prácticamente cualquier terreno de la vida, desde las más simpáticas, como la de que toda obra de gran factura acaba siendo mostrada al público, obviando, digamos inocentemente, que existen una serie de condicionantes que pueden impedir que precisamente eso ocurra, desde la censura política, la corruptela alineada con el “gusto” mayoritario, el falta de subvenciones necesarias o sencillamente, la ausencia de un criterio uniforme, hasta las más horríficas: son las que tratan con el desempleo o el dinero. El País publica estos días una serie de entrevistas a jóvenes (http://www.elpais.com/especial/preparados/), que desbrozada del sentimentalismo inherente a este tipo de manufacturas, muestran a una juventud descreída que ya no se aprende a pies juntillas el refranero popular, sino también su reverso bárbaro. A todo esfuerzo tiene su recompensa se articula aquel que no llega, es debido a su única y sola responsabilidad, dejando ese regusto culposo del que tanto y tan bien se han beneficiado los nuevos éticos liberales.

Diario de Londres I

Y de repente, todo comenzó a ir más lento. La virulencia de los conductores de mi barrio, que antes me producían ataques de ansiedad, se convirtió en una ira mal contenida que apenas se atisbaba a través de los cristales de los coches. Los peatones arrastraban los pies en los pasos de cebra y los ancianos, a quienes tantas veces compadecía por sus caminares artríticos, se detenían en mitad de la acera. Como estatuas impávidas en una estampa postal, me observaban con una mirada aterrorizada y lamentable cada vez que subía a mi piso.

La ausencia de velocidad, la engañosa percepción de los movimientos microscópicos que se supone a las células de un cuerpo vivo, los lentos tragos de una botella de vino que aún conservaba en un armario de la cocina ya no significaban nada. La lentitud desprende de significados a las cosas, la sintaxis del mundo había llegado a su fin; y no se trataba de un mundo pequeño: todavía añoraba las vanas banderas a las que, cuando éramos más ingenuos, saludábamos con un cigarrillo en la mano y un gintonic en la otra.

¿Cuándo dejaron de aburrirme el precio de los apartamentos, la competición por las tarifas telefónicas, la organización de un boda, la crisis económica? La menos encomiable, la menos romántica de las opciones eran la única justa: guardar silencio. Porque tampoco asumir un cinismo juvenil, el cinismo de botellón, la pobre imitación de una filosofía punk con tazón de leche por las noches era ya justo: hace falta mucho descaro.

Manuel
Y dirige una inmobiliaria. Le va bien. En el sueño trabajaba para él. ¡Menudo trabajo! Consistía en darle la extremaunción a muertos. Durante todo el día.