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Diario de Londres III

A veces me sorprende la capacidad que uno puede adquirir para mantener conversaciones sobre asuntos que en el pasado eran irritantes. Por ejemplo, la crisis, las hipotecas o las tarifas de telefonía móvil. Antes, no hubiera duda en eludir cualquier charla acerca del asunto por estomagante, tópica, aburrida. Ahora uno fluye – o escucha – como si en toda su vida no hubiera esperado otra cosa que pontificar sobre la velocidad de la BlackBerry o la falta de salidas en el mercado laboral. Nadie incurrirá en algo más que repetir, a nuestro modo, todo aquello que está dicho: son mímica televisiva.
Parte de la culpa, creo yo, del simpático abotargamiento que me impide crear nuevas displicencias es que en el fondo, el silencio es más temible, por cuanto el significado del silencio no alude ya a la contención o a las buenas formas. Un silencioso ya no es un tipo discreto, sino un idiota que no tiene qué decir. De ahí la necesidad del ruido, de hablar y hacerse entender, de construir la identidad a partir del reflejo, de no parecer un idiota. Para eso está el objetivo del periodismo: informar, habida cuenta de que en tanto que verbo transitivo necesita su objeto, y a menos que las lechugas reclamen conocer el estado del IBEX, solo tiene un destinatario: nosotros. Un verbo extraño, que tiene algo de imposición, como cuando un ejército o un grupo de exaltados justifica su existencia alegando «que se ha creado para defender», entendiendo que la Parabellum o los Kalashnikovs conforman esa defensa ante la potencial agresión. El deber es «informar», es ineludible y se reviste con la capa de la necesidad de «ser informado», de convertirse en el objeto de tal acción, bien entendido que esa necesidad parece ya impuesta desde el mismo discurso.

Diario de Londres II

Una de las crueles falacias más extendida a lo largo y ancho del tejido social es aquella que vendremos a llamar  parábola de la meritocracia, que vendría a ser la continuación sociohistórica del todo esfuerzo tiene su recompensa. Lo que en principio podría ser una suerte de estoicismo oculto, se revela la mayoría de las veces como una suerte de escatología moderna en la que la recompensa siempre es una cosa postergada, algo no presente, que siempre está más allá del propio esfuerzo, un paraíso terrenal indefinido que nunca termina por llegar. Las variantes acampan en prácticamente cualquier terreno de la vida, desde las más simpáticas, como la de que toda obra de gran factura acaba siendo mostrada al público, obviando, digamos inocentemente, que existen una serie de condicionantes que pueden impedir que precisamente eso ocurra, desde la censura política, la corruptela alineada con el “gusto” mayoritario, el falta de subvenciones necesarias o sencillamente, la ausencia de un criterio uniforme, hasta las más horríficas: son las que tratan con el desempleo o el dinero. El País publica estos días una serie de entrevistas a jóvenes (http://www.elpais.com/especial/preparados/), que desbrozada del sentimentalismo inherente a este tipo de manufacturas, muestran a una juventud descreída que ya no se aprende a pies juntillas el refranero popular, sino también su reverso bárbaro. A todo esfuerzo tiene su recompensa se articula aquel que no llega, es debido a su única y sola responsabilidad, dejando ese regusto culposo del que tanto y tan bien se han beneficiado los nuevos éticos liberales.

Diario de Londres I

Y de repente, todo comenzó a ir más lento. La virulencia de los conductores de mi barrio, que antes me producían ataques de ansiedad, se convirtió en una ira mal contenida que apenas se atisbaba a través de los cristales de los coches. Los peatones arrastraban los pies en los pasos de cebra y los ancianos, a quienes tantas veces compadecía por sus caminares artríticos, se detenían en mitad de la acera. Como estatuas impávidas en una estampa postal, me observaban con una mirada aterrorizada y lamentable cada vez que subía a mi piso.

La ausencia de velocidad, la engañosa percepción de los movimientos microscópicos que se supone a las células de un cuerpo vivo, los lentos tragos de una botella de vino que aún conservaba en un armario de la cocina ya no significaban nada. La lentitud desprende de significados a las cosas, la sintaxis del mundo había llegado a su fin; y no se trataba de un mundo pequeño: todavía añoraba las vanas banderas a las que, cuando éramos más ingenuos, saludábamos con un cigarrillo en la mano y un gintonic en la otra.

¿Cuándo dejaron de aburrirme el precio de los apartamentos, la competición por las tarifas telefónicas, la organización de un boda, la crisis económica? La menos encomiable, la menos romántica de las opciones eran la única justa: guardar silencio. Porque tampoco asumir un cinismo juvenil, el cinismo de botellón, la pobre imitación de una filosofía punk con tazón de leche por las noches era ya justo: hace falta mucho descaro.

Manuel
Y dirige una inmobiliaria. Le va bien. En el sueño trabajaba para él. ¡Menudo trabajo! Consistía en darle la extremaunción a muertos. Durante todo el día.