Categoría: escritura

  • ¿Por qué dejar de trabajar? Parte II


    Adoro la película El Club de la Lucha, aunque la verdad, no cuenta nada nuevo. Un joven blanco, de edad media, con un puesto de responsabilidad y un buen salario en una empresa mediana o grande se da cuenta un día de que la razón por la que fue puesto en este mundo es trabajar de 9 a 5 para financiar muebles del IKEA. En un viaje de negocios se encuentra con su opuesto: un joven también blanco, con ideas más cínicas que el protagonista que expele citas que impresionan al protagonista. Entablan una amistad, abandonan sus trabajos y encuentran una solución que transforma la sociedad y el mundo en el que viven. En El Club de la Lucha la solución pasa por montar un club de peleas en los garajes de la ciudad en la que viven. El club se expande hasta convertirse en una sociedad secreta, la cual pretende la destrucción del sistema capitalista por medios terroristas y el establecimiento de una sociedad más libre que surgirá, no se sabe muy bien cómo, de las ruinas. Hablamos de una película anterior al 11 de septiembre entre cuyas secuencias más espectaculares está la demolición de los edificios de oficinas de los bancos más ricos del mundo. La lógica del argumento es: si eliminamos las infraestructuras, el sistema se derrumbará por sí solo. Los ataques a las Torres Gemelas demostraron lo contrario: derribar edificios con bombas o aviones no erosionó el sistema lo más mínimo. Lo pone en evidencia, desde luego, pero también lo justifica. Del terrorismo surgieron dos grandes beneficiados: los medios de comunicación, que pudieron rellenar informativos con otra cosa que no sea deportes y partes meteorológicos, y la industria armamentística.

    Hay todo un género de películas y literatura similares a El Club de la Lucha. El Hombre de Los Dados, de Luke Rhinehart, trata de un psicoanalista harto de su existencia acomodada que decide tomar decisiones conforme lo que le vayan dictando los dados. Trainspotting sigue el mismo trayecto pero en dirección opuesta: el éxito o el fracaso de los protagonistas se mide según su capacidad para integrarse en el estilo de vida corporativo. El viaje de Renton termina cuando abandona la heroína para volver a un estado de aceptabilidad social y éste es nada menos que convertirse en comercial inmobiliario, es decir, encontrar un trabajo asalariado. En ambos casos, el núcleo de los problemas gira en torno a un mismo concepto: cómo los protagonistas aceptan o rechazan el trabajo asalariado. En ninguna de estas obras se pone encima de la mesa qué significa para ellos trabajar: se asume de manera tácita que acudir de 9 a 5 a una oficina es algo que hay que hacer. Aquí encuentro una diferencia en el tratamiento en Trainspotting y en El Club de la Lucha. El componente mágico. En El Club de la Lucha, la solución a los problemas del protagonista, la ansiedad por el estatus, la depresión y el aburrimiento se encuentra en el afuera. En Tyler Durden, en una sociedad de luchadores secreta, en la fantasía extremista de que dinamitando edificios corporativos los integrantes de la sociedad se volverán felices al día siguiente. La lógica subyacente es: si el capitalismo en su versión corporativa es el trauma de la sociedad, eliminemos las corporaciones y habremos creado las condiciones para la felicidad.

    Se trata de ficción, claro, pero démosle un uso a la imaginación: una sociedad secreta dinamita los cimientos del capitalismo, cumplido su cometido se desintegra y nos deja al resto de seres humanos libres de nuestro yugo. Nos encontramos ante las puertas del ansiado paraíso. ¿Qué sucede?

    Nada. No sucede nada. En El Club de la Lucha hacen un interesante guiño a esto, a su manera.

    Me sorprende cómo he organizado mi vida en torno al trabajo. Elijo mis horas para comer según los horarios de la oficina para la que trabajo. Elijo una casa según la comunicación y la accesibilidad al lugar de mi puesto, no según la posibilidad de convertir mi casa en un hogar. Cada vez que me junto con amigos o conocidos desenfundo preguntas sobre qué oficios, qué trabajos, qué salarios manejamos. Cuando tengo pareja, muchas de nuestras conversaciones tienen como fondo a las relaciones con los compañeros de trabajo, las condiciones del empleo, las amenazas de recursos humanos, la habilidad o inutilidad de los jefes, las prisas por las entregas, las sospechas de quien se escaqueaba y quien cumplía. Y, por supuesto, me levanto, algunos días, con el estómago al revés, me arrastro hasta la ducha, desayuno cualquier cosa, me enfundo el traje y luego me dejo ir hasta la oficina.

    Dos pensamientos han sostenido este ritual durante diez años. Uno, que la causa de que renuncie a la libertad de levantarme a la hora que me venga en gana es totalmente ajena a mí. En este mundo uno necesita dinero, el dinero se consigue trabajando, la manera de conseguir dinero rápido y seguro es trabajando de 9 a 5 en una corporación. No es culpa mía. Dos, algún día, cuando tenga suficiente dinero, no tendré que trabajar, podré hacer un corte de mangas al sistema y seré feliz. Voy a subrayar esto, que está en futuro simple: seré. Repensemos estas dos afirmaciones. La primera excusa arroja la miseria personal a las abstracciones: las empresas, los bancos, en fin, todo lo que no soy yo es causante de mi estrés. La segunda es el pensamiento mágico: algo ocurrirá que me salvará. Esto es como estar en un edificio en llamas y negarme a salir de mi cama porque los bomberos tienen que venir a rescatarme, que para algo pago sus salarios con mis impuestos.

    Pues bien, si todo esto acabara, si de repente mañana un grupo terrorista destruyera todas las empresas, y sorprendentemente no quisiera asirse al poder y nos dejara a nuestro libre albedrío, o la crisis se llevara por delante a toda la gente mala que puebla el gobierno, la industria, si solo quedaramos la buena gente de este mundo, como soy yo y todos los sufridos trabajadores de las corporaciones… No pasaría nada. O quizá sí: a mí me invadiría una ansiedad terrible. Mi mundo ha consistido en obedecer esos dos pensamientos: la culpa de mi miseria es ajena y la felicidad vendrá cuando deje de sentir la bota en mi cabeza. La democracia llegará cuando la gente se eche a la calle, las mujeres me querrán cuando dejen de fijarse en los mazados del gimnasio, podré dejar de trabajar cuando las empresas no me exploten. Todo eso no existe ahora. Ya no hay opresiones externas. Ahora me toca a mí. Como el protagonista de El Club de la Lucha estoy solo frente a mi dolor. Y estoy aterrorizado.

  • ¿Por qué dejar de trabajar? Primera parte.

    Hoy fue mi último día en mi oficina. Se cumple un mes desde que me senté con mi jefe en uno de los despachos y le comuniqué mi renuncia a mi puesto de trabajo, con carácter irrevocable. No creo que le sorprendiera. En los dos últimos años, el conteo de víctimas de la desidia que se respira la organización ha ido aumentando. Éramos un banco grande y hoy somos una oficina agonizante en Moorgate, en la vieja City de Londres. La ocupación de nuestra planta es de solo un diez por ciento.

    Así que comenzamos en ese momento con las formalidades. Que qué era lo que causaba mi despedida. Dicho así, parece que la organización sufre una falta de autoestima preocupante. Son preguntas como las de un novio que ante la inminente ruptura quisiera saber qué ha hecho mal. Mi respuesta parecía aprendida de memoria: no eres tú, soy yo. Y no mentía, porque no tenía necesidad de hacerlo. Pasamos a quién va a ser la siguiente. Vuelve a mi cabeza la imagen del ex-novio despechado: ¿y a quién te vas a tirar ahora?

    Le respondí que a nadie. Mi jefe frunció el ceño, insatisfecho con la respuesta. Pensó con toda seguridad que le había estado tomando el pelo. Me siento tentado de ponerme poético, de decirle que quiero descansar, aprender de la vida, pero minutos antes de entrar a este despacho me he prometido ser honesto. No tengo ningún otro trabajo asegurado. No tengo ningún negocio entre manos. No tengo ningún proyecto. ¿Qué vas a hacer? me pregunta, ahora sí, con ironía.

    Estoy sentado en el sillón de la peluquería. Nunca volveré a esta peluquería, y no porque no me gusta como cortan el pelo. En primer lugar, es cara, veintiséis libras con las cuales podría apurar otros tres cortes de pelo en cualquier barbero turco en Stoke Newington. El segundo motivo es mucho más siniestro. Aquí no remojan el pelo como en las peluquerías en España o en otros sitios, en las cuales el peluquero te reclina boca arriba, el cuello apoyado con suavidad contra la pileta, de manera que uno puede ver en todo momento qué se trae el peluquero entre manos. Aquí el procedimiento es otro: el cliente hunde la cabeza boca abajo en la pileta, y la peluquera sostiene la nuca mientras lava los cabellos. Nunca pregunta si el agua está demasiado caliente o fría; sin embargo sí pregunta si puede usar la cuchilla para repasar la línea de la barba. La pregunta ya contiene una sospecha: ¿por qué iba yo a dudar de su capacidad para contenerse y no rebanarme la yugular?

    Esta peluquera es polaca y deja entrever que aún no está hecha a los usos y modos del silencioso carácter inglés. Por eso me pregunta, en un tono y un acento inaudible. Quiere saber quién soy. Y le digo que hoy era mi último día en mi empresa. Me anticipo a su interrogatorio y aclaro que no tengo intención de trabajar y que mi único proyecto es el de sentarme en un banco, si hace sol, y esperar a que algo ocurra. Sonríe y me pregunta si tengo ahorros. Demoro la respuesta, y ella detiene la cuchilla en un gesto involuntario. Respondo que sí y parece aliviada. Aún tengo dinero para pagar.

    Parece obsceno, proverbialmente hablando, dejar un trabajo con la que está cayendo. Ese mismo epíteto me dedicó un conocido al que le confesé mi macerada aversión al trabajo. Es obsceno. Es obsceno que con casi seis millones de parados en tu país decida, de un día para otro, abandonar mi trabajo en la capital financiera de Europa, renunciando a un salario tres veces mayor al de cualquier ingeniero en Madrid y que cualquier licenciado español suspiraría por tener. Le hago ver que dejar un trabajo es ofrecer la oportunidad a algún licenciado a levantarse un buen sueldo. Ahora que no estoy yo, que entren otros. Yo ya cumplí mi parte del pacto. Los seis años de carrera, dos de ellos trabajando, sin una sola beca. Las clases de inglés, autofinanciadas. Los tres meses en Francia, también de mi bolsillo. Como el curso de alemán. O la semana encerrado en un hotel en las afueras de Londres, aprendiendo las tripas de aquella base de datos que nunca utilicé. Más cursos de «actualización de conocimientos», en derivados financieros. Yo lo hice todo, llegué hasta aquí y ahora estoy cansado, y no quiero trabajar.

    Declarar así, a corazón abierto, que uno rechaza el trabajo asalariado lo convierte, de alguna manera, en el centro de un espectáculo involuntario. Los tipos de personas que se me acercan se dividen según la agenda que tengan para mí, la semántica que le quieran dar a mi gesto. Los hay que ven en ello una cuestión política, que mis lecturas marxistas de juventud han ido fraguando a lo largo de los años y ahora estoy deglutiendo los frutos. No predico yo que uno deje su trabajo y se una a la sección sindical o al partido comunista más cercano. Además, esto no es un manifiesto. Tal vez vuelva mañana a mi carrera. Tal vez vuelva nunca. Tan solo sé que no quiero trabajar más.

    Los hay que indagan y sacan razones antropológicas: que el hombre siempre ha trabajado. Habría que tomar estos razonamientos con precaución. Porque yo no dejo de trabajar (este escrito, por ejemplo, es trabajo: pongo mi energía, mi tiempo, mi ser en él, lo corrijo, contrasto referencias, lo envío a mis correctores). Yo dejo de trabajar como asalariado, es decir, para alguien que me da un sueldo y ha cambio obtiene beneficios. Y la antropología del trabajo asalariado no se remonta más allá de dos siglos. También hay quien dice que sin trabajo no se puede vivir, salvo que a uno le toque la lotería. Entonces llevo razón: lo que se necesita para subsistir en una economía dineraria es dinero, no trabajo asalariado.

    Me puede el miedo y es justo que así sea, porque desde que tengo edad legal no he hecho otra cosa más que trabajar. No conozco otra cosa. No conocía los lunes por la mañana o los miércoles a medio día lejos de un complejo de oficinas. De hecho no sabía que existían: para mí, eran territorios propiedad de jubilados y parados, y eso ya dice mucho de mis propios prejuicios. Yo no soy jubilado ni tampoco parado (¿qué validez tendría mi gesto si mitigara el miedo con el paro, con una pensión, con el trabajo de otros?) Ahora habito los mismos tiempos, los mismos lugares que ellos. No puede ser de otra manera. La semana está estructurada conforme a la jornada laboral, de lunes a viernes, así que no puedo llamar a nadie, no puedo quedar con nadie hasta eso de las seis de la tarde. Si es que, claro, alguien quiere quedar conmigo ahora que no trabajo. Después de ocho horas en la oficina quedan ciento y pico cosas que realizar: por ejemplo, hacer la compra. O ver a la novia. O visitar a los padres. La expresión «hacer vida» fuera de la oficina reverbera en mi cabeza: hacer vida tras la oficina, la oficina como negación de la vida.

    No hago un manifiesto de la vida sencilla. Nadie te prepara para esta soledad. Sigo.

  • Son más. El residente de Hackney contra Facebook.

    El Regent’s Canal es uno de los paseos más escondidos y admirados del norte de Londres. Se trata de un canal que recorre la parte septentrional de la ciudad y desemboca en el Támesis, y que fue ideado para pequeños cargos que quisieran transportar mercancías hasta las Docklands, en el extremo oriental del río londinense. El desarrollo del transporte por tierra a lo largo del siglo XX convirtió el canal en una zona de esparcimiento: se asfaltaron las orillas, se acondicionaron los accesos y se permitió que pequeños barcos vivienda anclaran en ciertas partes del canal. Se abrieron escuelas de piragüismo y se fomentó la protección de la flora y fauna del lugar.

    El 27 de febrero de este año se abrió una página en Facebook, Canalival, que animaba a los londinenses a hacerse con un bote de plástico y arrojarse al canal el día 1 de junio, efeméride del jubileo de la Reina, en la que sería, según los propios organizadores, la primera de muchas celebraciones de un carnaval diferente, en directa competición con el de Notting Hill.

    No sé quién o quiénes me hicieron llegar la invitación, seguramente algún contacto del Facebook. El asunto no me interesó en aquel momento y rechacé apuntarme a la página y me olvidé. Dalston, el barrio donde vivo, queda a trescientos metros de las orillas del canal y es también hogar de miles de jóvenes trabajadores de las industrias creativas, que han encontrado en esta zona un lugar barato donde instalar sus estudios independientes, ahora que Shoreditch y Hoxton han sido conquistados por las start up más poderosas. También es zona de marcha en la que el postureo alcanza niveles caníbales. El Canalival tenía como público objetivo este barrio y a estos trabajadores o habitantes, a tenor de la parafernalia en torno al evento: que si twits, que si lomografía, que si ironía en cada post. Cuántos de estos chicos habían bajado alguna vez al canal antes de saber del Canalival, no lo sé, pero lo que es a mí, la idea de tocar el agua del Regent’s Canal con alguna parte de mi cuerpo me da dentera. La profundidad del agua no debe superar los cincuenta centímetros y aún así la viscosidad de la misma es tal que hay que hacer esfuerzos para saber de qué está cubierto el fondo: ¿algas? ¿bicicletas? Los barcos-residencia dejan su poso de gasoil a lo largo del río artificial, y la porquería que los paseantes lanzan, junto a la que ya desciende del canal, completan el cuadro de cómo pinta la composición del agua. He leído por ahí que incluso el agua está infectada por una bacteria poco agradable. No me baño yo.

    Aún así la página prosiguió con su aliento entusiasta y hasta cuatro mil personas se apuntaron al evento. En números de Facebook cuatro mil Me gusta pueden no parecer mucho, pero aquí estamos hablando de cuatro mil personas que potencialmente van a arrojarse en balsas de goma a un río artificial de no más cinco metros de ancho, a lo largo de, más o menos tres kilómetros de largo, que es la parte del canal de fácil acceso desde los barrios adyacentes. Son también cuatro mil personas que generarán la basura, excrementos y el ruido de cuatro mil personas que van a pasárselo bien, en un lugar público sin aseos, acceso a servicios de emergencias, ni agua (salvo la del propio canal).

    Pero cuando la diversión prima sobre la razón, y el Time Out te dedica unos párrafos benevolentes ¿qué se puede hacer? Si te va la marcha, ponerte el bañador, llamar a unos amigos y comprar unas cervezas. Si eres un residente, resignación, cubos de zotal y muchas bolsas de basura. Si eres el concejal de urbanismo del barrio (el Hackney Council), prohibirlo. Y así hicieron. Prohibieron el evento. Lanzarse al canal puede ser divertido pero el cauce contiene patógenos, botellas rotas, barcos motorizados y además es el hábitat natural de varias especies. Así que se cancela. Sin embargo, los organizadores deciden que no es buena idea decepcionar a tanta gente de sopetón y deciden publicar la cancelación dos días antes de la fecha. Si recibieron el toque ese mismo día o varias semanas antes, no se sabe con certeza; que tuvieron tiempo de sobra para arreglar permisos, seguros y demás, sí, al menos desde el 27 de febrero. Hasta 3500 libras se recaudaron gracias a donaciones. No se trataba de una broma: hasta ellos aseguraban en la página de recaudación que el ayuntamiento les había dado permiso. Un disparate.

    Así que el día 1 de junio se presentan cientos de fans de la página y amigos de éstos, con botes inflables, gafas de sol, cámaras de fotos y alcohol, en el canal. Quizá se llega al millar. La tarde es calurosa, es sábado y el verano está al caer: qué más queremos. En Londres no tenemos playa ni piedad meteorológica. Las tardes más placenteras no están exentas de miradas nerviosas a cúmulos y estratos en el horizonte. Es sábado y al día siguiente no hay que trabajar, la idea de lanzarse al canal en un flotador con forma de patito es ridícula, bárbara, irónica, británica.

    Al día siguiente toca resaca y cinco toneladas de basura, orines, botellas rotas, nidos despedazados, colillas flotando en la corriente y residentes disgustados por el improptu indie. Al residente, que es a quien le toca recoger la mierda, le queda la indignación ante la injusticia de una fiesta a la que él no había sido invitado, y así lo hace valer en la página Facebook. Hasta se anima a crear una página para conseguir que se destierren ocurrencias similares en el futuro. Con más o menos elocuencia se hace explicar y cuenta que una tarde de diversión para unos cuantos supone una pesadilla para otros: niños que se cortan con los cristales abiertos, corredores que resbalan en las deposiciones de los fiesteros y lo peor, que la puesta de huevos de las aves del lugar ha sido interrumpida. Algún periódico local se moja y enmarca el evento como desastre.

    Y a todo esto, ¿qué dicen los organizadores? Uno esperaría una disculpa. O nada. O más bien, poco. Se justifican en el hecho de que ellos habían cancelado la fiesta dos días antes. Pero acorralados, muerden y muerden con la arrogancia del que piensa que su gesta es más valiente, más merecedera: los que se molestan son unos aguafiestas. Lo importante es el derecho a la diversión, y contra eso solo se oponen los mezquinos. Y como prueba hacen recuento del número de visitantes de las páginas en contra de Canalival y los comparan con el número de asistentes a la fiesta: está claro que cuatro mil seguidores no pueden equivocarse. Son más. Ahí están las fotos. De gente sonriendo, en botes de plástico. En el canal. No pueden estar haciendo algo malo. Son más.

    Más info en inglés:

    http://news.hackney.gov.uk/mayor-jules-pipe-condemns-canalival-event/

    http://hackneycitizen.co.uk/2013/06/03/regents-canal-floating-festival-canalival-aftermath-anarchy/

  • Sobre la escritura y sobre correr

    Me encanta correr. Tanto, que no hay semana que no haga al menos cuarenta kilómetros. En un año, he participado en cinco carreras (incluida la San Silvestre Vallecana, en la que pude correr de milagro), me he llevado un par de sustos en el fisioterapeuta y tengo planeado correr la maratón clásica de Atenas este año. No obstante, no me puse a correr por salud sino por tacañería: ¿para qué pagar cuarenta libras mensuales de gimnasio si puedo correr alrededor del gimnasio por casi nada? Echarme a la carretera también me ha ahorrado un buen pico en psicoterapia, y es que parece ser que torturar tus rodillas durante una hora cada día cura la melancolía y la desazón.

    Así que a correr se ha dicho. Salgo disparado del trabajo para vestirme con el traje folclórico del corredor amateur: zapatillas, camiseta transpirable, pantalones cortos, reloj cuentakilómetros y muñequera con dinero y llaves, y ahí que voy al elegante trote por parques, calles y avenidas. La excitación cuando voy a correr es tal que me falta tiempo para deshacerme de la ropa de trabajo una vez llego a casa y tirarme a la calle a zapatear en el pavimento. Esta urgencia por emular a Zatopek o Forrest Gump, según el día y la hora, le hace uno olvidadizo y acarrea anécdotas muy apropiadas para reuniones de amigos, especialmente aquellas en las que la mayoría de los presentes se agita ante la mención de la práctica de actividades físicas más allá de la carrera hasta el autobús. Como aquella vez que me dio un tirón en un enero siberiano a cinco kilómetros de casa, sin abono transporte ni dinero con el que tomar el autobús. O el espasmo asmático que me atacó en primavera mientras mi ventolín reposaba plácidamente en el fondo del cajón de los teléfonos móviles retirados y condones con fecha de caducidad cercana.

    Ayer me olvidé las llaves de casa. No se lleve nadie a engaño, que no fue una desgracia: vivo con otras dos personas, que estaban trabajando en ese momento, así que acudir al drama no era razonable. Aún. Fueran una, dos o tres horas, mis compañeros de piso volverían y podrían abrirme la puerta, y me fundiría en un abrazo con ellos. Y ellos, perplejos, deducirían que aquella era otra muestra más de la necesidad que Raúl tenía de un par de sesiones más de psicoanálisis.

    No había comenzado a correr y ya sabía que no tenía las llaves y no podía volver a casa. Así con todo decidí correr. Mis quince primeros minutos al trote los ocupo pensando en las cosas que me han tocado los cojones ese día. Por ejemplo: que tengo que soltar cincuenta libras a Vodafone por no molestarme en conectar Skype con más frecuencia. O que ese mismo día le dije a mi jefe que dejaba mi puesto de trabajo, y que no tenía intención de buscar trabajo o montar negocio alguno. Ningún plan. Bueno, sí, quiero escribir, pero eso no evita la sorna y cierta vergüenza ante lo regurgitado de la opción. Escribir no da dinero. Pienso, además, que me he dejado las llaves en casa, sin saber si mis compañeros decidirán trabajar hasta tarde o solazarse en las casas de sus parejas hasta la mañana siguiente.

    A los quince minutos del comienzo de la carrera, la respiración, el ritmo de la carrera y la mente se calman. Encuentro un equilibrio y así el esfuerzo se hace más agradable. No obstante, no se vuelve más fácil: mantenerse en este estado de neutralidad emocional requiere una concentración formidable. Yo soy de la opinión de que cualquiera con una forma física normal puede correr una maratón en cinco o seis horas si tiene la cabeza donde tiene que estar. En mí, cualquier interferencia desata una pequeña crisis interna y la primera reacción de mi cabeza es siempre “para”. Un ciclista te adelanta: “para”. Un chucho te ladra: “para”. Otro corredor se pone a tu estela: “para”. Y así todo. Trato de observar las reacciones internas y a la tercera vez, ea, paro. No quiero desatar una crisis de ansiedad y convertir mis ejercicios de introspección en una tortura. Ea, venga, paro. Llegué al portal de casa, y mis compañeros no habían llegado. No sabía qué hacer, o cuánto esperar, así que me dediqué a caminar. En un cibercafé mandé un correo a los dos, con la esperanza de que lo leyeran y se apiadaran de mi despiste lo antes posible. Sin teléfonos móviles ni otra manera de contacto cabía la posibilidad de que pasara la noche fuera de mi casa.

    No estaba dispuesto a dejarme llevar por el pánico, no aún, así que me senté en la parada de autobús en frente de mi casa y tomé el 38 hasta Angel. Pero no tomé el autobús 38 de toda la vida, no, no, yo quería subir a uno de los nuevos, el nuevo RouteMaster que lleva poco tiempo operando y en el cual uno puede montarse y bajar al vuelo, en una intersección, en un cruce, ale-hop y uno ya está dentro, como en los antiguos RouteMaster. Mirad qué preciosidad.

    De ahí bajé a Angel y me di un paseo por mi antiguo barrio, donde viví un año en un piso de una habitación que, para que negarlo, era un lujazo, está situado a una conveniente distancia entre King’s Cross, Angel y la City pero cuyo alquiler y facturas se comieron los ahorros que traía de España en cinco meses y me acarrearon una deuda de igual cantidad, que solo he terminado de pagar este mismo año. Esto es: quince meses después de haberme mudado a una habitación en un piso compartido en la poco accesible zona 2. Donde vive la gente normal. Aun con todo, la deuda no era lo peor – el banco Papá y Mamá no carga intereses por demora – sino la recurrencia de ciertos pensamientos cuando vivía solo en ese piso. ¿Y qué pasaría si una noche me da un infarto y me muero? ¿Y si me caigo en la ducha y me desnuco? Quedará mi cadáver expuesto al ridículo y la voracidad de los insectos carroñeros, sí pero ¿cuánto tiempo? ¿Una semana, dos semanas? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que alguien me eche de menos?

    En esto entretenía mis noches cuando vivía en ese piso, así como en organizar en mi imaginación orgías y encuentros fugaces con prostitutas de alto standing  que nunca llevaría a cabo. La ética católica es firme en este aspecto, y es imposible librarse de la misma así como así. Lo primero era pagar las deudas, luego la diversión. Donde quiero llegar con todo esto es que ayer estuve durante dos o tres horas mucho más desprotegido que cuando lo estaba en ese piso en el que viví durante un año en Angel. Ayer estaba en la calle: no tenía dinero, no tenía casa, hacía frío y el sudor seco no me hacía el acompañante más ideal. Caminaba en pantalones cortos y observaba a la gente cenando en restaurantes, abrazados a sus novias o celebrando el final del día en algún pub. Yo llevaba una libra en el bolsillo con la que me pagué un Gatorade, y el abono transportes u Oyster card.

    Cuando siento que no quiero continuar corriendo o me descubro poniéndome límites en distancia o tiempo, y la mente empieza con la cantinela “para aquí”, “para allí” o “para, cojones” ensayo el siguiente ejercicio: ¿y si el fin no estuviera aquí, o a cien metros, o a doscientos, o a diez kilómetros? ¿Y si tras cruzar la meta tuviera que seguir corriendo hasta que las rodillas reventaran? ¿Cómo lo iba a hacer? ¿Y si mis compañeros de piso no hubieran vuelto, como finalmente hicieron, porque se habían desnucado en la ducha, o habían organizado una orgía y en ese caos no había dios que escuchara el timbre?

    ¿Qué habría pasado entonces?

    Lo peor de las expectativas no es que se cumplan, es que si uno no las domestica terminan por acaparar el espacio de todas las posibilidades. No puedo correr una maratón porque me asfixio a los diez kilómetros, no puedo dedicarme a escribir porque necesito un salario, voy a morir solo y abandonado en la calle porque me he olvidado de las llaves del piso. La expectativa, fatídica o sublime, ocupa toda la imaginación y la estrangula.

    Reviso las mías: quiero una casa para mi novia y mis futuros hijos, pero no quiero morir pensando que he renunciado a mi vida para pagar una hipoteca. Quiero escribir, pero no quiero enfrentarme a las especies que pululan el ambiente: críticos, agentes, productores. Sobre todo, no quiero enfrentarme al peor de todos: yo mismo, que acudo a la escritura con los dientes apretados y una visión repleta de prejuicios y ideas preconcebidas que poco o nada ayudan al oficio.

    Y sin embargo, ocurre. Uno se sienta a escribir y escribe, o se mete en una hipoteca, o deja su trabajo, o sigue corriendo, no para cumplir la expectativa sino por esa fascinante cualidad que tiene el hombre de ir en contra de la lógica que uno mismo ha creado. Uno abandona las expectativas y, como si un muro de contención se hubiera derrumbado, entra la vida. Tu novia te dice que te ofrece casa y comida, y hasta lecho caliente, si te portas bien. Que los niños, si vienen, no necesitan vivir en una mansión con cinco habitaciones: necesitan un padre atento, cariñoso y sobre todo, honesto consigo mismo. Revisas la lista de amigos a los que podrías acudir para tomar una ducha y que te dejen algo de dinero hasta el día siguiente sin que te pusieran demasiadas pegas y resulta que son más que un puñado. Tengo a Bárbara y Sergio. A Verónica y a Edu. Efrem, Carlos, Chris… Descubres que después de diez kilómetros aún podrías correr otros diez. Que podrías correr una maratón.

    Descubres que estás semidesnudo en la calle y solo, sin casa y sin dinero, y empieza a hacer frío en un verano que nunca se parecerá a los veranos en España y que no es que no tengas un lugar al que ir, sino que puedes ir a cientos. Al abandonar la expectativa de volver a casa, a tu cama, a la comodidad del fuego conocido se abre la posibilidad de hacer de cualquier sitio desconocido tu hogar.

    Descubro que la casa está dentro de uno mismo. Y solo uno mismo la puede habitar.

  • Una versión de Antígona

    Queda menos de una semana para que comiencen los ensayos de The Last Hour of Antigone, una adaptación contemporánea de las diferentes versiones de Antígona de las que he podido dar cuenta. Es, además, la primera obra que escribo en inglés que va a ser representada en ese idioma, escritura que ha supuesto un reto descomunal en el cual he contado con la ayuda y comprensión de la directora Sarah Provencal.

    Escribir en otro idioma es una experiencia extraña, pero ¿no lo es también escribir en la propia lengua? Se escribe en otro idioma como a través de una caja negra, en la que uno introduce las manos sin la certeza de conocer qué habrá dentro y con la necesidad de describir qué es aquello que toca, pero no ve. Uno describe las formas con cuidado, el tacto del objeto interior, su tamaño, pero no le está permitido mirar qué es aquello que palpa. Escribir en castellano es conocer el objeto, desde dentro de la caja, uno lo puede ver, tocar, oler y agitar, pero su única manera de hacerlo conocer al mundo es a través de los agujeros de la caja; los mismos que utilizamos antes para descubrir tan escurridizo objeto. Así que uno utiliza todo aquello a su alcance para dar a conocer, pero sabe que su voz no cruzará el umbral de la caja. Así que asoma las manos, golpea las paredes, entona melodías.

    Quería hablar del mensaje o de los mensajes de una obra, que es algo a lo que me enfrento con frecuencia cuando explico los proyectos en los que estoy trabajando. Hace algún tiempo, cuando algún conocido me preguntaba por el «mensaje» o el «tema» de la obra, me irritaba con él (hasta incluso enemistarme) porque era de la opinión que acomodar una obra a un mensaje equivalía a realizar propaganda, que el mensaje era algo más propio de la publicidad o del cine, que del teatro, sin importarme demasiado si el tema o el mensaje tenían un matiz humanitario o generoso o banal. Aún me irrita leer o ver obras que contienen un mensaje explícito: la inmigración, los derechos de la mujer, los niños maltratados, los deshaucios son objetos de interés cotidianos (porqué se convierten en objetos de interés y a qué obedece ese criterio es un objeto aún más suculento) que tienen un lugar en el mundo de los noticiarios, pero no en el teatro: y la instrumentalización del mismo no sirve ni a uno ni a otro: los aniquila.

    Pero no se trata de que el teatro deba ser así o asá, que deba carecer de todo mensaje para ser más legítimo o más puro o más teatro: también la ausencia de un mensaje es un mensaje, el intento de ahusentar el debate político de la pieza es en sí mismo escapismo político y por tanto una postura. La diferencia estriba en el momentum del mensaje y quién es el emisor y el receptor de tal mensaje.

    Cuando uno se vuelca en la creación de una obra, las más de las veces es muy poco consciente de cómo se produce el «milagro» de la escritura. Puede hacer gala de cierta ingeniería narrativa, esto es, construcción de una trama racional, personajes que conjuguen con la historia, un escenario signficativo; pero no sabe que más allá de lo que conoce, también escribe de lo desconocido. Emociones y miedos, incluso el miedo al fracaso se vierten página tras página en cada obra. Y eso, tanto lector como espectador lo perciben. La escritura es descubrimiento, también del autor, y tratar de construir ese descubrimiento a través de un mensaje aleja al receptor de la obra.

    Durante una charla con Jez Butterworth en Londres sugirió que construir una obra de teatro o una película, se parecía mucho a construir una casa: uno comienza con los cimientos, levanta las paredes, instala la cocina, barniza las puertas y acondiciona el jardín. Pero así, decía, un solo consigue una casa, como otras tantas; una historia, como otras tantas. El truco consiste en meter en esa casa un fantasma, y obtener así una casa encantada.

    Echadle un ojo a nuestro fantasma: The Last Hour of Antigone

Raúl Quirós Molina
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