Categoría: escritura

  • Diario de Londres VIII – Amados monstruos inmobiliarios (viva el Líbano e Irán II)

    El libro es de Nikos Kazantzakis, sí, claro que lo conozco. Cuando terminé de ver la película pensé: «Scorsese es un imbécil. ¿Cómo se le ocurre presentar una película tan infame, tan inmoral, tan falta de respeto al cristianismo? ¿A quién se le ocurre retratar a Jesucristo con … María Magdalena? ¡Qué desperdicio!»

    Mi anfitrión, el de los leprosos rumanos, respondía así a mis preguntas acerca de su carrera de escritor de libros sobre cine religioso. Salvó a El Evangelio de Pasolini y La Pasión de Juana de Arco, de Dreyer. ¡Qué facilón me parecía! Nadie discutiría sobre la calidad de ambas películas, tan sobrias, tan cortitas, tan suaves. Mi anfitrión resultó ser un libanes rechoncho y de modales ansiosos que no paraba de hablar con acento británico. A cada paso introducía en su interminable discurso acerca del buen y mal cine algún tecnicismo en francés que yo consideraba de mal gusto. Después me aclaró que el francés lo había aprendido en el Líbano, bajo la ocupación. Llevaba 20 años en Londres y el piso era suyo.

    Tampoco merece la pena hablar mucho del estado ruinoso de la casa. El salón, que había decorado con motivos cristianos y alguna alfombra de corte persa, estaba invadido por pilas de revistas de temática internacional y cajas de DVDs. Los ceniceros desbordaban colillas de cigarrillos, aún humeantes y el televisor, de la época catódica, reponía una película en blanco y negro a la que no presté atención. Un hombrecillo con aspecto de santurrón revisaba unas hojas que contenían precios de propiedades en los alrededores de Londres.

    Pasamos a la cocina y tras explicarnos en qué consistiría la cena (ensalada con zanahoria rallada y coles de bruselas con bechamel), se puso a explicarnos las condiciones bajo las cuales podríamos quedarnos a dormir en aquel lugar. Primero, e inexcusables, las 900 libras de la barba que costaba la habitación (un estudio cuesta 800). Después el depósito que sería reembolsable en el futuro, siempre y cuando el gasto de la luz no fuera excesivo, para lo cual nos animaba a no estar en casa durante las horas que comprendían la tarifa diurna. Es decir, sugería que, por el bien de la casa, alquiláramos la habitación sin estar en la habitación. La ducha no existía: en su lugar una bañera «con un caudal impresionante» nos serviría para asearnos antes de acudir al trabajo. Él, con su tamaño, era capaz de lavarse en 10 minutos. ¿Quién necesita ducha?

    La comida: era compartida. Un hogar bohemio como aquél no entendía de la propiedad privada y el buen rollo, así como las disquisiciones acerca de porqué Almodóvar era un mal director de cine, impedían, de manera natural, cualquier etiqueta de distinción en los productos básicos. Un huevo es un huevo, no tiene otro nombre más que el que se le da, y por eso es «nuestro» huevo. Si alguien ha compartido alguna vez un litro de bebida con un punky sabe a lo que me refiero.
    Dicho esto, se puso manos a la obra con la cena, y nunca mejor dicho, porque sus manos de dedos bestiales terminaban en unas uñas largas y duras fueron las que cortaron la lechuga-leproso y las que rallaron la zanahoria. Es sencillo saber cuándo dejar de rallar una zanahoria: cuando la uña raspa el rallador. Así lo hizo.

    Una vez a la mesa, nos contó la historia del hombre pequeño que hasta el momento no había dicho nada. Era un refugiado ideológico iraní, un suní pacifista que por algún motivo había caído en doble desgracia: la primera por huir de Ahmadineyad, la segunda por caer en casa de un estrambótico personaje que le obligaba a limpiar los platos, quien le robaba el tabaco y quien le daba un lecho hasta encontrar un mejor escondite. El hombre habló poco y lento, como si tuviera vergüenza de expresarse en inglés, y mencionó a Kiarostami y a Makhmalbaf con una vocecilla fina, como de hilo. Supongo que con alegría. Tal vez.

    No tomamos postre y dejamos al libanés y al refugiado de expresión triste hablando de Almodóvar. Habíamos tenido suficiente por el momento y nada nos llamaba a esa casa. Volvimos a nuestro colchón detrás del sofá.

  • Diario de Londres VIII – Amados monstruos inmobiliarios (viva el Líbano e Irán)

    Hay un lecho, detrás de un sofá, apenas un colchón en el suelo que, sin embargo, es el lugar más genial donde hemos dormido. Allí uno mastica los pequeños triunfos, las esperanzas, los problemas con el idioma y las aberrantes condiciones de otros sitios. La parte de detrás del sofá de casa de Bárbara y Sergio es el lugar más romántico de Londres.

    Sin embargo, más de una vez nos hemos visto tentados por las aventuras peligrosas. Un señor anuncia una habitación: cara, en Angel, un solo habitante. Hasta ahí todo normal. El texto incluía, no obstante, unos párrafos dedicados a la tolerancia entre religiones como condición innegable para habitar el sitio (era una habitación a corto plazo). Así que, entusiasmado, le escribo un correo personalizado y lo envío en lugar de las cuatro líneas de presentación que nos han dado buen resultado para concertar entrevistas. Le cuento que soy escritor, que soy católico no practicante, que la religión o, al menos el pensamiento mágico, ha fundado civilizaciones, en fin, cuatro o cinco obviedades que no delataran la desesperación por encontrar un piso. Tras haber sido sometidos a un juicio sumario en una de las casa (cinco habitantes examinaron nuestros gustos musicales, teatrales, cinematográficos, etcétera para luego deliberar si debíamos vivir con ellos o no), mencionar el pensamiento mágico y la religión en la misma frase no me produjo sonrojo. A fin de cuentas el que se dejaría los talegos soy yo.

    En fin, el caballero me manda varios mensajes y finalmente llama, y me pregunta por mi historia, por mis traducciones (le dije Sarah Kane, Michael Hartnett, ni idea) y me confiesa que él había trabajado en la City durante mucho tiempo pero que ahora se dedicaba a la escritura y a la traducción. «Escucha: venid a mi casa a cenar. Echadle un ojo a la habitación y tanto si os gusta como si no, habréis cenado gratis». No sonaba mal. Salvo por un par de anécdotas que merece la pena contar.

    La primera prueba a la que nos sometió fue la de comprar dos lechugas. Salvo que lechugas, en inglés, se escribe lettuce y, según el acento se pronuncia lettez, que a su vez se parece a leper, que significa leproso. Añadir un leproso a la ensalada, un leproso que se compra en el Caprabo de aquí, un leproso que además era rumano, era… extraño. Yo había entendido leper y como tal pedía lepers a los asombrados trabajadores del Caprabo londinense, lepers rumanos para la ensalada, de toda la vida. No los encontramos. En su lugar llevamos unas lechugas romanas, y contuvimos el aliento, no fuera que en efecto, nuestro anfitrión deseara un bocado tan exótico para su ensalada.

    En ningún momento nuestro landlord nos proporcionó la dirección, con lo cual teníamos que seguir sus indicaciones, que por otra parte, no conducían a ningún sitio. Gira a la izquierda quiere decir algo si, en efecto, hay un lugar donde girar a la izquierda y no cuatro. Por fin llegamos a la casa. Nos abrió un señor obeso, que vestía una camiseta raída y tenía las patillas canosas. No parecía el escritor que decía ser…

  • Diario de Londres VII – Amados monstruos inmobiliarios (2)

    Una de las grandes cualidades que se exigen tanto a los humoristas como a los timadores, jugadores o, en general, artistas del engaño es la contención: mantener un semblante recto, seco y sobre todo no forzado, mientras se narra un chiste o se despluma a un inocente, es una cualidad que por sí misma delata un oficio.

    Esta mañana, mientras recorríamos el mundo a través de los ojos de Londres (las ruidosos mercadillos de Elephant&Castle, las sórdidas Docklands bengalíes u la estúpida Oxford Street, conocida como la M30 londinense por las taladradoras que la percuten todo el día) un individuo nos ha enseñado lo que sería, previo pago, nuestra habitación. El caso es que no era una habitación: era el salón. Ante la posibilidad de que un lapsus hubiera asaltado a mi futuro compañero – pues en el living tan solo había un sofá desvencijado, forrado con mugre- le pregunté si aquella iba a ser nuestra habitación, y me quedé a mitad de frase, porque descorrió una sábana que parecía cubrir un armario y mostró la cama doble. No sonrió un instante y a mí me sorprendió este detalle, porque afeaba el número: si hubiera dicho ¡tachán! justo después de correr la improvisada cortina, me caigo redondo al suelo.

    Hace un par de días nos abrió una rusa: ella misma había alquilado el piso, de tres habitaciones, cada habitación (estrechas como un barquito dentro de una botella) venía a salir por 800 libras. Pero lo más curioso del asunto no era que se tratara de mantener con nuestro caudal a la estudiante rusa, sino cómo recibía a los inquilinos: debían ser en su mayoría hombres, de ahí el vestido ceñido, recortado por encima de las rodillas, escote ligerito, dejando al aire unas lolas de las que, humanamente, era imposible despegar la nariz. En el momento de recibirnos «estaba estudiando estadística» de esta guisa, fresca, satinada, muy eslava. La habitación grande ya había sido reservada de inmediato por un soltero que la había visitado minutos antes que nosotros.

    Lo mejor de Londres y de la estomagante contención de sus modos, es que uno no sabe si visita una habitación o una obra de arte. No faltan críticos que adviertan de la gran farsa de la que vive el arte moderno, que el chito se va a acabar de un momento a otro y que van a acabar todos en el paro. Al superávit de críticos más corrosivos podrían inventarles nuevas profesiones: críticos inmobiliarios. Un tipo nos ofrece una habitación en Oxford Street. En el anuncio son 200 libras a la semana, de repente se han convertido en 250 libras. La culpa la tiene la nueva arquitectura minimalista: lo chic, en Londres, es que la habitación no sea habitación. Aquí no había cama-sorpresa detrás de una cortina, ni sugerentes rusas que bailan la lengua tras los carrillos: no había nada, bueno sí, había un tipo encima de una mesa. En concreto había cuatro: tres serraban, claveteaban y lijaban listones y un tercero descansaba encima de un mueble del mismo material. Los cuatro me miraban como animales nocturnos deslumbrados por los faros de un automóvil, los cuatro formaban parte de una performance a 250 libras la sesión semanal, con baños ocupados, camas deshechas y ventanas tapiadas. Y este tipo no se reía.

    Un tipo duerme encima de mi mesa. Si lo meto en formol, me hago de oro.

  • Diario de Londres VI – Amados monstruos inmobiliarios

    Uno querría hablar de las torres preñadas de Old Street, de los baños públicos en el underground, de los murales de Shoreditch, de la comunidad bengali en Bricklane, la niebla que nos recibe y trufarlo todo con epítetos y versos de John Keats, pero nuestra misión es mucho más mundana: encontrar una habitación.

    Nada menos que cinco personas me ofrecen, a precio de ganga – y precio de ganga es 500 libras/mes – habitaciones en el mismísimo Bloomsbury, Camden, Kensington. La única pega es que las habitaciones, a pesar de estar a varios kilómetros de distancia entre sí, están decoradas de igual manera, con idénticos parqués y chimeneas tapiadas, motivos de decoración en las paredes. Y los propietarios, todos ellos son importantes consultores de negocios, contratistas, etcétera y casualmente se encuentran fuera del país, con lo cual ver el magnífico piso es imposible, además de un incordio, pues mucha gente quiere ver el piso y pocos lo aceptan, para irritación y sulfuro del propietario. Así que si transfiriéramos 700 libras a través de MoneyGram … Sería nuestro. Tal como el disgusto por dar de comer a estafadores.

    Hay negocios que, sin embargo, despiertan sospechas. Como los alquileres sin contrato. Alguien, apelando a los orígenes, a la lengua -me fío más de los españoles-, alquila su piso entero a precio de habitación (digamos 200 libras a la semana). El tipo, como los importantes consultores de arriba, estará fuera del país durante un tiempo y necesita que alguien se encargue de la casa. Por supuesto, nos intercambiaremos nuestras referencias y todo lo demás pero nunca sabremos si a los dos días de vivir allí, el auténtico dueño habría aparecido y habría preguntado: ¿qué hacéis aquí, cómo habéis entrado, quién os ha abierto la puerta?

    Al lado de nuestra casa temporal nos ofrecían un habitación: aquí no había timo. Había necesidad. Los inquilinos (dos hermanos y la madre) necesitaban alquilar la planta baja, bien decorada, sombría, húmeda, para afrontar los gastos. De la necesidad a la caridad hay una peligrosa corta distancia y el sentido de negocio (dos partes conformes) se pierde con la caridad.

    En Holloway nos atendió un propietario que era actor. Era un actor que hacía de italiano trajeado, arrogante, muy satisfecho de sí mismo: un chiste de italiano, un cliché, una broma. Nada perturbó su magnanimidad: ni la expresión de asco que nos invadió a los cinco que competíamos por una habitación doble mugrienta en una casa sin salón donde ya vivían otros cuatro inquilinos (fantasmas), el desorbitado precio para tratarse de una zona empobrecida. Si en algo cree esta gente es en la perseverancia: al final llegará alguien desesperado y pagará la fianza y el alquiler de una cama en un piso encima de un kebab.

    Habrá más.

  • Diario de Londres V

    ¿Qué libro debería llevarme a Londres?

    La primera vez que fui a Dublín eché cinco libros en la maleta: dos de ellos eran libros de texto de segundo de filosofía (aún estudiaba por la UNED), otro era el primer volumen de El Capital, del que andábamos tomando notas por aquellos días gracias a uno de los primeros ensayos de Marzoa, La filosofía de El Capital. De los otros no me acuerdo. Iba para seis semanas y las pasé entre la desgana de los ejercicios de gramática y el júbilo de la Guinness en la más barata de las habitaciones del Browns, un hostal que se hundía en el suelo de Lower Gardiner Street y donde me recitaron por primera vez a Cesare Pavese en italiano (Verrà la morte e avrà i tuoi occhi). La segunda vez no recuerdo cuántos libros llevé, en total más de diez o veinte entre idas y venidas, en un vano intento por traerme lo mejor de mi biblioteca y por tanto de eliminar el rastro de la raíz que todo conjunto de libros es para su propietario, inútilmente. En venganza, An Post perdió la mayoría, incluído El Capital, con todas mis anotaciones. Pero rescató Las ínsulas extrañas, que para mí ya es un manual de honestidad poética y del que muchas veces he hablado en este blog. Después fui y volví a Lyon con un libro de Gabriel Ferrater, Las mujeres y los días. No fue difícil escoger entre otros:

    Fin del mundo

    Puedo repetir la frase que se llevó
    tu recuerdo. Nada más sé de ti.
    Esta insistente agua de palabras,
    siempre creciente, va desmoronando los márgenes
    de la vida que se creía real.
    La tierra pedregosa y fatigosa
    de andar, y los árboles que me herían
    los ojos con una rama delicada,
    tan vivamente maligna, convincente
    con la mejor prueba, la de las lágrimas,
    parece que no son nada. Se van rindiendo
    a la anchira gris, jaspeada
    de esperma pálido, empalagoso. Todo cae
    con un ruido lento y blando, y flota
    sin figura, o se hunde para siempre.
    Todo da sentido, solo sentido, todo es
    tal como he dicho. No sé nada de ti.

    Partir con un libro titulado El libro del desasosiego de Pessoa no parece un buen agüero – y eso que me costó costó años volver a encontrarlo en las librerías -, y La riqueza de las naciones, de Adam Smith, parece una concesión demasiado temprana e ingenua al país del que es originario el volumen y el autor, además de una ironía imperdonable. Podría llevarme oculto Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente y obligar a Franco Chiaravalloti a firmármelo junto a alguna obra de Damien Hirsch.

    O podría no llevarme ningún libro: que en la luminosa biblioteca donde ahora se acumulan, esperen a mi vuelta y que aguarden las lecturas que no terminé, que reclamen desde aquí el compromiso ineludible con el retorno, como un pacto silencioso suspendido en el tiempo.

Raúl Quirós Molina
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