Diario de Londres VIII – Amados monstruos inmobiliarios (viva el Líbano e Irán)

Hay un lecho, detrás de un sofá, apenas un colchón en el suelo que, sin embargo, es el lugar más genial donde hemos dormido. Allí uno mastica los pequeños triunfos, las esperanzas, los problemas con el idioma y las aberrantes condiciones de otros sitios. La parte de detrás del sofá de casa de Bárbara y Sergio es el lugar más romántico de Londres.

Sin embargo, más de una vez nos hemos visto tentados por las aventuras peligrosas. Un señor anuncia una habitación: cara, en Angel, un solo habitante. Hasta ahí todo normal. El texto incluía, no obstante, unos párrafos dedicados a la tolerancia entre religiones como condición innegable para habitar el sitio (era una habitación a corto plazo). Así que, entusiasmado, le escribo un correo personalizado y lo envío en lugar de las cuatro líneas de presentación que nos han dado buen resultado para concertar entrevistas. Le cuento que soy escritor, que soy católico no practicante, que la religión o, al menos el pensamiento mágico, ha fundado civilizaciones, en fin, cuatro o cinco obviedades que no delataran la desesperación por encontrar un piso. Tras haber sido sometidos a un juicio sumario en una de las casa (cinco habitantes examinaron nuestros gustos musicales, teatrales, cinematográficos, etcétera para luego deliberar si debíamos vivir con ellos o no), mencionar el pensamiento mágico y la religión en la misma frase no me produjo sonrojo. A fin de cuentas el que se dejaría los talegos soy yo.

En fin, el caballero me manda varios mensajes y finalmente llama, y me pregunta por mi historia, por mis traducciones (le dije Sarah Kane, Michael Hartnett, ni idea) y me confiesa que él había trabajado en la City durante mucho tiempo pero que ahora se dedicaba a la escritura y a la traducción. «Escucha: venid a mi casa a cenar. Echadle un ojo a la habitación y tanto si os gusta como si no, habréis cenado gratis». No sonaba mal. Salvo por un par de anécdotas que merece la pena contar.

La primera prueba a la que nos sometió fue la de comprar dos lechugas. Salvo que lechugas, en inglés, se escribe lettuce y, según el acento se pronuncia lettez, que a su vez se parece a leper, que significa leproso. Añadir un leproso a la ensalada, un leproso que se compra en el Caprabo de aquí, un leproso que además era rumano, era… extraño. Yo había entendido leper y como tal pedía lepers a los asombrados trabajadores del Caprabo londinense, lepers rumanos para la ensalada, de toda la vida. No los encontramos. En su lugar llevamos unas lechugas romanas, y contuvimos el aliento, no fuera que en efecto, nuestro anfitrión deseara un bocado tan exótico para su ensalada.

En ningún momento nuestro landlord nos proporcionó la dirección, con lo cual teníamos que seguir sus indicaciones, que por otra parte, no conducían a ningún sitio. Gira a la izquierda quiere decir algo si, en efecto, hay un lugar donde girar a la izquierda y no cuatro. Por fin llegamos a la casa. Nos abrió un señor obeso, que vestía una camiseta raída y tenía las patillas canosas. No parecía el escritor que decía ser…

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