En Confesiones de una geisha (en la película, al menos) se detalla cómo la preparación de una geisha incluye deleitar con la palabra a su acompañante, por lo tanto el arte de la conversación constituía un pilar de su educación. En Un amour de Swann, de Proust, también se dedican pasajes a esta disciplina perdida. El retrato de Dorian Gray es un manual de retórica oculto bajo una novela corta.
¿Cuándo se perdió el arte de conversar o al menos la pudicia? En muchas ocasiones he sentido una gran vergüenza mientras contaba una anécdota que yo consideraba graciosa, pero que al resto dejaba indiferentes. Así, según voy haciéndome consciente de que el chiste no es para tanto, el rubor me quiebra la voz y termino bajando la mirada, como si interiormente me amonestara por decir algo que no he pensado antes.
El vicio se convierte en virtud y la impudicia es valorada como la cualidad. Ayer mientras lamentábamos las faltas de asistencia de los parlamentarios al Congreso de los Diputados llegamos a la conclusión de que resultaban mucho más humillantes los momentos en los que todos los parlamentarios acudían a ejercer su condición de ídem al hemiciclo, pues convierten las sesiones en una batalla entre dos aficiones rivales; mientras que el panorama solitario, rácano, que presenta normalmente, le da un aire más funcionarial, más diplomático, más tranquilo.
Categoría: escritura
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Diario de Londres IV
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Diario de Londres III
A veces me sorprende la capacidad que uno puede adquirir para mantener conversaciones sobre asuntos que en el pasado eran irritantes. Por ejemplo, la crisis, las hipotecas o las tarifas de telefonía móvil. Antes, no hubiera duda en eludir cualquier charla acerca del asunto por estomagante, tópica, aburrida. Ahora uno fluye – o escucha – como si en toda su vida no hubiera esperado otra cosa que pontificar sobre la velocidad de la BlackBerry o la falta de salidas en el mercado laboral. Nadie incurrirá en algo más que repetir, a nuestro modo, todo aquello que está dicho: son mímica televisiva.
Parte de la culpa, creo yo, del simpático abotargamiento que me impide crear nuevas displicencias es que en el fondo, el silencio es más temible, por cuanto el significado del silencio no alude ya a la contención o a las buenas formas. Un silencioso ya no es un tipo discreto, sino un idiota que no tiene qué decir. De ahí la necesidad del ruido, de hablar y hacerse entender, de construir la identidad a partir del reflejo, de no parecer un idiota. Para eso está el objetivo del periodismo: informar, habida cuenta de que en tanto que verbo transitivo necesita su objeto, y a menos que las lechugas reclamen conocer el estado del IBEX, solo tiene un destinatario: nosotros. Un verbo extraño, que tiene algo de imposición, como cuando un ejército o un grupo de exaltados justifica su existencia alegando «que se ha creado para defender», entendiendo que la Parabellum o los Kalashnikovs conforman esa defensa ante la potencial agresión. El deber es «informar», es ineludible y se reviste con la capa de la necesidad de «ser informado», de convertirse en el objeto de tal acción, bien entendido que esa necesidad parece ya impuesta desde el mismo discurso. -
Diario de Londres II
Una de las crueles falacias más extendida a lo largo y ancho del tejido social es aquella que vendremos a llamar parábola de la meritocracia, que vendría a ser la continuación sociohistórica del todo esfuerzo tiene su recompensa. Lo que en principio podría ser una suerte de estoicismo oculto, se revela la mayoría de las veces como una suerte de escatología moderna en la que la recompensa siempre es una cosa postergada, algo no presente, que siempre está más allá del propio esfuerzo, un paraíso terrenal indefinido que nunca termina por llegar. Las variantes acampan en prácticamente cualquier terreno de la vida, desde las más simpáticas, como la de que toda obra de gran factura acaba siendo mostrada al público, obviando, digamos inocentemente, que existen una serie de condicionantes que pueden impedir que precisamente eso ocurra, desde la censura política, la corruptela alineada con el “gusto” mayoritario, el falta de subvenciones necesarias o sencillamente, la ausencia de un criterio uniforme, hasta las más horríficas: son las que tratan con el desempleo o el dinero. El País publica estos días una serie de entrevistas a jóvenes (http://www.elpais.com/especial/preparados/), que desbrozada del sentimentalismo inherente a este tipo de manufacturas, muestran a una juventud descreída que ya no se aprende a pies juntillas el refranero popular, sino también su reverso bárbaro. A todo esfuerzo tiene su recompensa se articula aquel que no llega, es debido a su única y sola responsabilidad, dejando ese regusto culposo del que tanto y tan bien se han beneficiado los nuevos éticos liberales.
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Diario de Londres I
Y de repente, todo comenzó a ir más lento. La virulencia de los conductores de mi barrio, que antes me producían ataques de ansiedad, se convirtió en una ira mal contenida que apenas se atisbaba a través de los cristales de los coches. Los peatones arrastraban los pies en los pasos de cebra y los ancianos, a quienes tantas veces compadecía por sus caminares artríticos, se detenían en mitad de la acera. Como estatuas impávidas en una estampa postal, me observaban con una mirada aterrorizada y lamentable cada vez que subía a mi piso.
La ausencia de velocidad, la engañosa percepción de los movimientos microscópicos que se supone a las células de un cuerpo vivo, los lentos tragos de una botella de vino que aún conservaba en un armario de la cocina ya no significaban nada. La lentitud desprende de significados a las cosas, la sintaxis del mundo había llegado a su fin; y no se trataba de un mundo pequeño: todavía añoraba las vanas banderas a las que, cuando éramos más ingenuos, saludábamos con un cigarrillo en la mano y un gintonic en la otra.
¿Cuándo dejaron de aburrirme el precio de los apartamentos, la competición por las tarifas telefónicas, la organización de un boda, la crisis económica? La menos encomiable, la menos romántica de las opciones eran la única justa: guardar silencio. Porque tampoco asumir un cinismo juvenil, el cinismo de botellón, la pobre imitación de una filosofía punk con tazón de leche por las noches era ya justo: hace falta mucho descaro.
Manuel
Y dirige una inmobiliaria. Le va bien. En el sueño trabajaba para él. ¡Menudo trabajo! Consistía en darle la extremaunción a muertos. Durante todo el día. -
Tal día como hoy se murió un amigo.
Tal día como hoy, 27 de agosto, se murió uno de los escritores que componíamos la revista Efímero. Lo cierto es que nuestro escritor se quedó tieso un día 27 de julio, pero no nos enteramos hasta un mes más tarde. Durante ese mes seguíamos creyendo que estaba vivo, así que la muerte, real, se dio el 27 de agosto. De entre las inextricables normas de publicación que el secretario imponía, las dos más elementales y a partir de las cuales se podían reducir las restantes eran no firmar nunca los artículos y no ponerle nunca precio de venta. La revista la financiábamos entre los cuatro escritores que componíamos el núcleo duro de la redacción.
No quiero que este escrito se cargue de melancolía por un amigo que se perdió así que contaré el origen de su apodo, que me servirá, a su manera, para mantener su anonimato.
Mi amigo se hacía llamar Markus porque era el nombre de un actor porno.
El chiste que más gracia le hacía era uno que yo interpreté repetidas veces hasta alcanzar una representación casi perfecta: » Un hombre está bebiendo junto a un amigo en un bar. El amigo le dice: -¿Sabes? Las peores mujeres son las de ojos negros. Guárdate de esas mujeres, son las peores. A lo que el otro borracho dice: -Coño, si mi mujer… Y sale corriendo del bar. Llega hasta el portal de su casa, abre la puerta, se precipita hasta la habitación donde encuentra a su mujer dormida sobre la cama. Se abalanza sobre ella, le abre un ojo, enciende la luz y exclama: -¡Negro, negro! y el amante negro, emerge de debajo de la cama y le pregunta: -¿Como me de-cubrihte?» Markus era negro.
En una ocasión pretendió hacer algo de dinero grabando y vendiendo películas de DVD, en los tiempos en que grabar un DVD era costoso y no existía el top manta. Para ello necesitaba algo de dinero, pues las grabadoras DVD no eran precisamente baratas y Markus siempre encadenaba un trabajo basura con otro. Así que decidió casarse por dinero. Conoció a un nigeriano que le daría dos mil euros si convenía una boda con una compatriota. Markus, que era español, aceptó. Al final el nigeriano le pagó la mitad de lo convenido, y cuando Markus protestó, el nigeriano le amenazó con romperle las piernas. Compró la grabadora DVD y el resto lo invertió en DVDs vírgenes. Se encontró con el problema de no saber cómo instalar la grabadora en un ordenador y cuando acudió a mí, como redactor con conocimientos de informática, le dije que su ordenador no era compatible con la grabadora de DVD. No sé que ocurrió con todo lo que había comprado, pero desde luego no creo que llegara a vender un solo DVD. El ayuntamiento en el que se había casado con la inmigrante ilegal publicó hace un año un edicto en el que concedía el divorcio por encontrarse en paradero desconocido. Él había muerto hacía dos.
Un amigo común, Z., conoció a una chica en un bar. Se gustaron y comenzaron a quedar. Z. quería ir a más con esta amiga, y pensó en escribirle cartas de amor, pero como no tenía habilidad acudió a Markus. Así que Markus comenzó a escribirle las cartas a Z. También a intercambiar mensajes con la chica, haciéndose pasar por Z. Al tiempo, la chica, extrañada de que Z. fuera un cazurro en persona y sin embargo tuviera una prosa de gran talento, decidió cortar con la relación.
Se enamoró de mi hermana. No de verdad, sino como se enamoraría un personaje de alguna canción de Alejandro Sanz (escuchó todos los discos de Alejandro Sanz para descubrir «qué era el amor» y cómo quedaba reflejado en las letras del cantante). Así que le hizo un dibujo. No se parecía mucho a ella, y aún así lo recibió con entusiasmo y lo enmarcó. Más tarde confesó que había encargado que le hicieran el dibujo, ya que él mismo no tenía ni idea de trazo. Luego confesó que un día había robado unas bragas de la habitación de mi hermana. Mi hermana dijo que ella no echaba en falta ninguna prenda interior. No quise preguntarle a mi madre.
Un par de años antes de su muerte tuvo la ocurrencia de convertirse en mendigo. No pasaba por apuros económicos, ni había sido echado de su casa, pero quería experimentar qué era ser mendigo. Aguardó detrás de los supermercados a la hora del cierre, para hacerse con la comida que éstos desechaban, se peleó con otros mendigos y sí, durmió en la calle. Cuando volvió contó que lo más duro era pedir dinero y más que eso, la compasión de la gente.
Cuando nos enteramos de su muerte lo primero que pensamos fue que se había hecho un seguro de vida y trataba de estafarlo. No nos hubiera extrañado tanto.
Luego de volver de su aventura como mendigo no quiso saber más de nosotros. No teníamos ninguna disputa con él, supongo que era su manera de estar solo. Luego nos enteramos de todo y le echamos de menos. Aún hoy. No sé que más decir, sinceramente.