El libro es el resultado del trabajo de Daniela Cavallaro que comienza en 2019. Un e-mail, escrito desde una cuenta de una universidad de Auckland, solicita un texto sobre mutilación genital femenina que escribí hace más de diez años. El texto está libre de derechos y pertenece a ese tipo de obras de teatro que importan durante seis meses para pasar a formar parte de aquellos destellos que se pierden rápidamente en la cartelera voraz y olvidadiza.
Era, es, un texto importante que continúa un ciclo de años de trabajo sobre la violencia contra las mujeres que empieza en la Universidad Complutense de Madrid, en una asignatura organizada por Alicia Redondo llamada Literatura y Feminismo y que constituía parte de los créditos de libre configuración de la carrera. Durante el transcurso de la asignatura trabajé La dominación masculina, de Pierre Bourdieu y discutí con mis compañeras de clase (porque solo había alumnas) sobre si la televisión podía ser un modo de difusión feminista o si estaba irremediablemente perdida. Creo que defendí la segunda opción. Fui muy contestón en clase, me enfrenté varias veces a la profesora y me gané la única matrícula de honor de toda la carrera.
Discutir con mujeres, feministas o no, es un ejercicio saludable siempre que uno se acerque a la discusión de una manera honesta. No hablo de impregnarse de la tecnopalabrería sobre ‘privilegios’, ‘nuevas masculinidades’ y demás porque termina confundiendo el debate y lo arroja a una cuestión filológica. No hablo de acudir al debate con miedo, con fanfarronería, sabiendo todo lo que hay que saber o asumiendo que uno no sabe nada. Hablo de discutir con seres humanos y no con alienígenas. Hablo de mirar a las mujeres cuando se habla y soportar la mirada cuando ellas lo hacen. Hablo de escuchar y saber que uno también es escuchado.
Durante todos estos años (desde 2004, cuando comencé) he trabajado, hablado, discutido y disentido con grupos de mujeres que se declaraban feministas o que pensaban que lo eran, o que no sabían que lo eran pero actuaban como tales. En todos ellos me he sentido respetado, escuchado; también me he visto corregido. En Barcelona tuve la oportunidad fantástica de trabajar con Pa’Tothom con un grupo de mujeres sobre sus maternidades en una obra maravillosa que se estrenó en el Centro Cívico del barrio, mucho antes de convertirme yo en padre. En Londres participé y organicé talleres sobre el exilio de afganas y sobre el aborto en Latinoamérica. Escuché a Isabel Ros hablar sobre los viajes que se hacían a Londres para interrumpir el embarazo, sin mirar la cuenta bancaria de quienes lo hacían. También viví de cerca las manifestaciones del 8-M, que no fueron más que una respuesta natural a algo que se venía cultivando desde hacía ya bastantes años. Nunca me vi amenazado. Nunca fui criticado por el solo hecho de ser hombre. Nunca se me faltó al respeto, incluso cuando las discusiones se hicieron agrias.
Un compañero de oficina me dijo, tras hablarle del trabajo que llevaba a cabo: «tú aún no te has caído del guindo», como dando a entender que todo aquel interés por los derechos humanos era una suerte de engaño inducido por una umma feminista que nos sorbía el cerebro a algunos hombres. No sé en qué lugar andará el tipo, pero con los años ese contubernio del que hablaba no es el feminista, sino el de la internacional incel que, al calor de Internet, ha decidido armarse contra las mujeres. Francesca Viana y yo lo trabajamos en La piel de las mujeres, una obra compuesta a través de los discursos misóginos que alimentaron al asesino de mujeres Elliot Rodger.
El texto que presento arriba habla sobre algo que aún ocurre en España yen el Reino Unido y no solo por inmigrantes de países donde se practica sin censura alguna. Es una violencia explícita contra niñas y adolescentes, que ataca a su sexualidad, su cuerpo y su construcción como mujer. En Malasia la práctica es legal y la administra un doctor en una sala de operaciones; en Egipto, a pesar de estar prohibida, la siguen sufriendo un 86% de las mujeres entre 18 y 35 años. La pandemia ha empeorado los datos y aunque en España se persigue duramente (mucho más duramente que en el Reino Unido, por ejemplo), aún hay 3 600 niñas en riesgo. El libro y cuatro de las obras publicadas hablan de eso. Y por eso os invito a que lo leáis. Y tal vez así bajar juntos, juntas del guindo.