120 días y 120 noches en Sodoma

Los 120 días de Sodoma es una obra incompleta, escrita durante el encierro del Marqués en la Bastilla, en un rollo de hojas pegadas una sobre la otra, y cuyo destino era, desde el principio, la clandestinidad: ese riesgo, ese peligro de que lo plasmado con tinta a la luz de una vela ardiera tras el último punto y final, ese volar por debajo de la mirada de los carceleros hace la escritura vibrante y revolucionaria aunque doscientos años después nos parezca plomiza. No le restemos valor, nosotros lectores occidentales de autores que hablan de escribir a «la contra» mientras navegan entre premios a la carrera y becas ministeriales.

De lo que planeó escribir a lo que finalmente pudo escribir, solo ha quedado la parte, prácticas y diversiones de la coprofagia. La estructura de cada jornada es muy similar a la anterior, pero no tiene tanto de falta de imaginación como de reproducción de un mundo que se estaba configurando frente a sus ojos. Una vez acabada la parte de comer mierda, el resto de jornadas pondría en práctica el bestialismo, mutilación, pederastia, incesto y combinaciones de las anteriores y, en vista de la minuciosidad y extensión con la que Duclos, la narradora, describe la coprofilia durante todo el libro, la Humanidad puede agradecer que no finalizara la obra porque hubiera ensombrecido cualquier película gore del futuro.

El libro comienza con cuatro hombres aburridos y contrarios a la vida que deciden encerrarse en un castillo junto a un grupo de esclavos sexuales, durante 120 días, para poner en vivo cualquier práctica sexual que se les pase por la cabeza. Sin embargo ese «pasarle por la cabeza» no es, tan siquiera, producto de su imaginación, sino de la imaginación de los esclavos. Como veremos, no son 120 días de libertinaje y orgías, sino algo mucho más perverso y más mecánico: son 120 días de producción industrial. ¿De qué? De nada: no hay producto, no hay beneficio más que el placer único de poner a trabajar a sus esclavos.

Un aristócrata, un banquero, un juez y un obispo se casan con las hijas y esposas de los otros para evitar conflictos de intereses o celos. Hacen acopio minucioso de víveres y organizan el rapto y cásting de aquellos esclavos sexuales que les servirán durante cuatro meses. Se encierran en el castillo de uno de ellos, sin posibilidad de escapada (ni siquiera los cuatro perversos consideran su propia posibilidad de huida ante una rebelión de esclavos) y desde el primer minuto ponen en práctica su elaborado plan.

Los cuatro popes de la sociedad industrial no dejan lugar a la espontaneidad, el deseo o la lujuria: lejos de lo que podría ser una orgía, todo está perfectamente organizado: horas, amantes, días, práctica sexual. Más adelante, cuando Duclos comienza a narrar los vicios coprofágos de sus clientes, los cuatro popes organizan también la alimentación de los esclavos y comprueban sus deposiciones para que todo nada salga del plan que han ideado. De hecho, es esa organización extrema, el control de la alimentación, las horas de sueño, comida, bebida, la pérdida del virgo de sus esclavos la única práctica sexual que les satisface profundamente: una orgía de control y minuciosidad, similar a la del contable que repasa una y otra vez la hoja de cálculo y se extasía ante la congruencia de los números.

Los cuatro hombres, como decía arriba, son contrarios a la vida y no solo porque su propia biografía sea la de violadores, pedófilos y asesinos, sino porque son hombres carentes de imaginación. Incapaces de pensar nada, incapaces de articular un deseo, se ven en la confusa situación de haber conseguido organizar una orgía interminable, de haber ejercido todo su poder para violar, extorsionar, raptar y enclaustrar a varias decenas de jóvenes y, un día después, no saber qué hacer con todo aquello. Su placer era el ejercicio del poder, por lo que necesitan la imaginación de otros para no destruirse mútuamente. Por ello, deciden escuchar cada noche a una narradora para que les proporcione ideas sobre qué hacer, puesto que el tedio amenaza con acabar con ellos. En la obra, solo nos llega el testimonio de Duclos, aunque se suponía que en la obra final Duclos sería reemplazada por otras narradoras, antiguas prostitutas con mucha imaginación y labia para entretener a los señores.

Duclos es el personaje más misterioso, porque es el único que narra en toda la obra. Todo lo demás es un libro de cuentas espantoso, una ristra de personajes descritos con tanta precisión que los hace indistinguibles unos de los otros. No hablan, no fabulan, no piensan: han sido convertidos en meros objetos de decoración y usufructo por parte de los villanos. Duclos, sin embargo, tiene algo que ellos no tienen: la habilidad narradora. Las anécdotas que cuenta cada noche son el aliento de los cuatro gerifaltes y en una suerte de Mil y una noches invertida, sin las historias de Duclos, los cuatro señores se extinguirían, puesto que verían pasar los días sin otro propósito más que el tedio. Sin embargo, Duclos ha sido prostituta y todas las historias que comparten tienen un protagonista que es un espejo de los captores: son chambelanes, banqueros, políticos o altos funcionarios, siempre hombres, siempre de la misma edad que su audiencia. Nunca trasluce si ha odiado su profesión o a sus clientes, ni si colabora o sobrevive a sus captores. Pero ronda la sospecha de que todo puede ser una mentira prolongada, una broma perpetuada para humillarlos. Durante las primeras jornadas, Duclos cuenta anécdotas de raptos y corrupción de menores, pero los señores protestan y solicitan que se demore más en los detalles, puesto que de esa precisión surgirán las saberes que aplicarán concienzudamente a las siguientes jornadas. Duclos se sabe productora de conocimientos y los amos obedecerán ciegamente aquello que la narradora les presente: son títeres de repetición, incapaces de imaginar. Sabiendo que su propia supervivencia depende del preciosismo con el que narre su pasado y que los oyentes lo pondrán en práctica de manera acrítica, las historias rápidamente viran a la coprofilia. Duclos sabe que al día siguiente el aristócrata, el obispo, el banquero y el juez se comerán la mierda de sus esclavos, y estos, lejos de capturar la ironía o el sentido de la venganza, incitan a Duclos a proseguir con su fantasía.

Así, durante páginas y páginas, Sade abochorna al lector con decenas de variaciones del mismo tema: la mierda. No deja espacio a nada más, salvo a algunas reflexiones nihilistas de los señores: producen mierda, consumen mierda y perfeccionan el proceso de la elaboración de mierda para no acabar nunca: es una máquina frenética de deyecciones y sumerge al lector en ello hasta lograr espantarlo de la propia lectura..

Sobre el Holocausto

Hace algún tiempo, antes de que se tradujera pobremente la palabra cancellation al español y se expandiera por todas las columnas de todos los periodistas con Patreon del país, se sucedieron unas cuantas polémicas sobre cuándo era apropiado o no hacer chistes sobre el Holocausto. Directores de cine, concejales de cultura de ayuntamientos importantes, gente con cuenta en Twitter decidieron enviar un mensaje al mundo: puedes ser artista, político o periodista y tener un humor de dudoso gusto.

A decir verdad, la cancelación como tal nunca se produjo porque directores de cine, periodistas y concejales siguen hoy haciendo películas, escribiendo columnas y pidiéndote que te suscribas a Podimo, y los concejales haciendo lo que sea que hagan los concejales. La única diferencia es que se molestaron porque alguien les indicó que, tal vez, no deberían hacer chistes sobre el Holocausto, porque uno suele quedar como un imbécil. Lo terrorífico del asunto fue que, además, algunos hubieron de pasar por la Audiencia Nacional para confirmar que, efectivamente, estaban de coña. Esto da un poco la visión del estado de las cosas en España.

Que quede constancia que desde estas páginas defendemos el derecho a que una radio, periódico o televisión despida a un empleado por comportarse como un idiota. Del mismo modo que miraría con recelo que el profesor de párvulos acudiera borracho a la clase de mis hijos, no sé si me haría feliz que un columnista de mi periódico publicara chistes sobre judíos, gitanos y el Holocausto tras tomarse unos vinitos por Malasaña. No tenemos nada en contra de los graciosillos, solo contra los idiotas. Tampoco creemos que ser idiota sea un delito. Podríamos plantearnos, como buen propósito de Año Nuevo, a dejar de sobrerreaccionar.

A todo esto, ¿qué problema tienen los escritores con el Holocausto como tema? Y ¿por qué siempre pasa por Auschwitz y no, por ejempo, por Sobibor? El museo de Auswitchz recomendó no documentarse ni tratar de enseñar el Holocausto a través de novelas como El niño del pijama de rayas o El tatuador de Auschwitz. Holocaust Centre North escribió un extenso artículo todo lo que encontró erróneo o sencillamente idiota en la novela de John Boyne. John Boyne, que había vendido millones de ejemplares de su libro, les respondió indignado que igual los que estaban equivocados eran ellos y que no tenían ni idea de lo que había sido el Holocausto. John Boyne sigue escribiendo novelas y el museo de Auschwitz sigue tratando de que los turistas no se hagan selfies como idiotas. Por fortuna, nadie ha tenido que declarar frente a un juez por este guirigay, de momento.

Se toma el Holocausto como plantilla porque lo contiene todo para escribir una ficción rapidita y con suficiente pegada para el lector menos avisado: una situación histórica ampliamente difundida e investigada, unos malos estereotipados, unos buenos no menos estereotipados y un conflicto lo suficiente enjundioso por resolver que siempre aportará momentos dramáticos. Todo escritor tiene que comer y si para ello debe convertir el Holocausto en un parque de atracciones, ¿quiénes somos nosotros para impedírselo? La insistencia provoca, sin embargo, un efecto bastante molesto: no saber a qué atenerse. Si uno busca Auswitchz o nazis en la biblioteca los registros son tan variopintos y numerosos que no sabe a qué atenerse; y como de momento no hay ningún sistema que divida los libros entre narraciones para tarados y narraciones serias, tendremos que recurrir a otros criterios, al menos hasta que las bibliotecas le pongan una pegatina a los susodichos.

Eichmann en Jersualén, de Hannah Arendt, no es el libro más completo, pero sí uno de los más incisivos en la complejidad legal, militar, filosófica y humana del Holocausto nazi. Arendt no se casó con nadie y recibió muy duras críticas por indicar que, sin la colaboración necesaria de los consejos judíos, por ejemplo, en la creación de listas de judíos que irían a Theresienstadt, el trabajo de Eichmann hubiera sido muchísimo más difícil. Pero los negacionistas quedarán decepcionados si buscan argumentos a favor del colaboracionismo judío o sionista: Arendt desmenuza las políticas internacionales y se detiene en cada país y cada estilo político para mostrar el absoluto fracaso humano que fue la Shoah.

Si esto es un hombre, de Primo Levi es tal vez uno de los testimonios más difundidos con permiso de Elie Wiesel o Jean Améry, y quizá uno de los más inmediatos. Se publicó en 1947 y prácticamente nadie quiso leerlo, porque era demasiado pronto.

De puertas para dentro, eligiría a K L Reich de Joaquim Amat-Piniella y Els catalans als camps nazis de Montserrat Roig. Por qué el primero está traducido (por Libros del Asteroide) y el segundo no (apunta directamente a la colaboración del régimen franquista en las deportaciones a campos de exterminio) son misterios del mundo de las editoriales.

El largo viaje, de Jorge Semprún, fue escrita originalmente en francés y narra sus actividades en la Resistencia Francesa y su deportacióna a Buchenwald. Sigue siendo sorprendente lo rápido que los escritores más europeos (hizo gran cine con Costa Gavras y Resnais, trabajó con Mario Camus) son olvidados institucionalmente en este país.

Shoah, de Claude Lanzmann, es la película más redonda sobre el Holocausto y muestra lo innecesaria que es la pornografía de la imagen de archivo para causar el mayor de los terrores en el espectador. Aún se le queda a uno el frío en los huesos escuchando a campesinos polacos transigir con las deportaciones masivas de judíos delante de sus narices.

Raul Hilberg y su La destrucción de los judíos europeos, de casi 1 500 páginas, es el documento más completo (y más importante) sobre cómo se puso en marcha el exterminio de judíos en Europa.

El gobierno quiere escribir tus guiones

La página de Spyculture está dedicada a investigar cómo el gobierno de los Estados Unidos ha intervenido directamente sobre algunos guiones de Hollywood para, digamos, orientarlos a sus propósitos propagandísticos. Hace poco sacaron un documental, Theatres of War, en el que explican cómo se llevaba a cabo todo ese trabajo y como todo comenzaba normalmente con una consulta sobre cómo representar determinados vehículos militares y terminaba con un consejero instruyendo sobre qué partes había que tachar y qué partes había que reescribir para hacer la peli más patriótica.

Lo cierto es que uno no puede desquitarse de esa actitud de listillo que lo acompaña por la vida (y que tantas desgracias le han supuesto) y preguntarse si hemos tenido que llegar hasta 2022 y entrevistar a Oliver Stone para saber que lo audiovisual norteamericano es una turbia máquina de manipulación de la población mundial. No era necesario entrevistar a nadie para saber que cada película de acción con Chuck Norris, Stallone o Schwarzenegger eran mensajes directos sobre lo gloriosas que eran las gestas yanquis por el mundo y que cuando se pasó la moda de los forzudos de circo, comenzaron a colarnos la misma idea a través de Forrest Gump, cualquier peli redneck de Clint Eastwood o, últimamente, las series de Netflix. Poco hemos visto que no presente lo yanqui como un híbrido entre lo enterpreneur y lo bélico: hasta la biografía de Steve Jobs tiene ese tinte martiriológico. Cualquier lector de cómics en los ochenta y noventa sabe que las películas de superhéroes orbitan por esas elípticas: comparar cualquier cómic de Frank Miller o Alan Moore con las películas que se han hecho sobre Batman, Daredevil o cualquier superhéroe es una broma asesina.

No toda ficción, gracias al cielo, es revisada por un coronel; lo cual no quiere decir que toda creación sea inocente. El otro día discutimos en clase cómo afrontar el mensaje político, directo o indirecto, que transmiten productos culturales, si hay que evitarlos o si es más fructífero leerlos críticamente. Hablábamos de cómo Succession, un hit de HBO retrata a una familia rica con problemas (drogadicción, herencias, engaños) pero no trata tanto el hecho de qué factores crean que una familia sea tan inmensamente rica, y que este hecho no sea cuestionado en ninguna temporada. The Crown, otro exitazo, esta vez de Netflix, hace algo similar: una familia monárquica no es más que una familia, con sus problemitas y sus tonterías, muy similares las nuestras, con la gran diferencia de que no se explica que a ti te incinerarán en el cementerio-jardín de tu pueblo y a ellos los enterrarán con diamantes extraídos de las colonias que gobernaban.

También tratamos otras ficciones directamente políticas: House of Cards o Borgen. ¿Recogen un sentir popular contra la clase política y los pintan como corruptos, miserables e indecentes o bien crean el marco mental en el que se llegue a admitir que la política nada puede si no es a través del soborno, la corrupción y la muerte de lo cívico? Borgen se estrenó en 2010 y en 2022 los partidos populistas crecieron como ningún otro en Dinamarca y otros países escandinavos; House of Cards se estrenó en 2013; Trump, un personaje que parece calcado moralmente al protagonista, ganó la Casa Blanca en 2016 y aún anda por ahí dando coletazos. ¿Fue Transparent u Orange is the New Black las primeras ficciones contemporáneas que visibilizaron la transexualidad en el mainstream? Extraer algo así como una tesis roza la conspiranoia o el non-sequitur y hay más de coincidencia que de un propósito propagandístico dirigido, como pudiera ser una película militar moderna de Clint Eastwood.

En este estado de cosas, ¿qué debe hacer uno? ¿Ahorrarse las cuotas de las plataformas y encerrarse en los clásicos -igualmente propagandísticos, solo que de guerras que ya no existen? Lo mejor es no caer en el pecado moderno más horrible: moralizar. Mírese donde se quiera: no hay movimiento social, partido o intelectual que no instruya o aleccione, incluso hostigue sobre cómo construir un mundo mejor, más justo o más ordenado conforme a sus intereses. No existe, o es tratado de ridículo, el arte de la discusión crítica, del diálogo con aquello que no concuerda con nuestra cosmovisión: asistimos a la muerte de la inteligencia dinámica. Dejar de atender una obra porque representa a una minoría así o porque trata de fijar un orden social que interese supone renunciar a una comprensión crítica de la obra y al aprendizaje que se pueda extraer de él; es, de hecho, la mejor manera de convertirnos en vulnerables a la propaganda.

Otra cosa es que con un capítulo de La Isla de las Tentaciones uno tenga de sobra para el resto del año.

Tu madre ha escrito un bestseller

¿Puede tu madre escribir un best-seller? ¿O tu abuelo? En principio nada les detiene de ponerse a aporrear un teclado, subirlo en Kindle, que algún editor se pase por ahí y, eventualmente, publicar un libro que venda cien mil ejemplares. Así que, ¿por qué no lo hacen? ¿Por qué todo el mundo pierde el tiempo aprendiendo a escribir cuando es tan fácil como juntar unas cuantas hojas y esperar a que te caigan los billetes? ¿No hicieron lo mismo Bill Gates, Jeff Bezos y el muermo de Apple? ¿No empezaron ellos en un sencillo garaje y ahora están forrados? ¿Están los escritores pidiendo demasiado? ¿La razón por la cual no nos hacemos ricos es porque la mayoría de los pisos en España no tienen garajes? ¿Es esta nuestra cruz?

Embed from Getty Images

Subir tu novela a Kindle es el nuevo garaje de Apple de los escritores. Un escritor de novela policiaca, una escritora de chick-lit, una escritora de novela histórica: you name them. De alguna manera u otra, todos comenzaron autopublicándose en Amazon o en la plataforma tecnológica de su preferencia y consiguieron convertirse en escritores publicados y reconocidísimos. Todos parecen compartir una biografía de outsider (alguien que no hizo carrera universitaria, alguien que no aprobó la selectividad, alguien que trabajaba en un trabajo que no valoraba sus competencias) en la que alguien como tú, ¡sí, tú!, sin necesidad de contactos editoriales, capital social, agente literario o demasiado conocimiento de la ortografía castellana puede, de la noche a la mañana, convertirse en un superventas. ¿A qué esperas, ignorante?

Lo sospechoso de esta historia repetida es que probablemente ninguno de los escritores sean quienes la cuenten. Lo hacen por boca de la directora de márketing de su editorial o de Amazon o la plataforma de publicación en cuestión. Gente, a estas empresas les va el negocio en vender historias así. ¿Cómo vas a vender tu plataforma si la mayoría de los libros que se publican venden diez ejemplares?

No te van a contar que esos escritores han escrito cientos de hojas, han llamado a muchas puertas, se han comido correcciones infumables, tienen muchas habilidades de cabildeo o han convencido a un agente literario y, en casos como el de Sánchez Dragó, han decidido contratar a alguien para que les escriba los textos. Los directores de márketing y de las plataformas te cuentan que escribir y publicar es tan sencillo como pergeñar un Word, subirlo a una web y esperar que el director editorial se ponga en contacto con ellos. La mayoría de las editoriales no aceptan manuscritos no solicitados, pero los directores editoriales pasan las horas muertas en Wattpadd para encontrar a la nueva promesas del orbe literario. El mundo editorial está muy loco.

Llegados aquí, ¿qué tiene que tener un bestseller? ¿Son buenos los bestsellers, o son el cáncer de la cultura? ¿Es literatura basura? ¿Es mejor escritor el que le toca la fibra a un millón de lectores o el que hace llorar al secretario del club de ajedrez de Torrelodones? A mí, cuando me preguntan esto, siempre respondo que si tuviera la fórmula del best-seller, no estaría escribiendo un blog: estaría pagando impuestos en Andorra. En general, hallar la fórmula del best-seller tiene algo de alquimista o de apostador: es perder el tiempo improductivamente. Piensen en esto: el escritor de las Páginas Amarillas aún se pregunta cómo es posible que su libro haya sido hasta hace poco uno de los más leídos en el mundo y que, súbitamente, su popularidad haya quedado en nada.

¿Qué hacer?

Ya lo dije en otra entrada del blog: escribir siempre es un ejercicio de ética y uno siempre debería escribir conforme a lo que le dicta su conciencia, sus emociones y su inteligencia. En clase nos topamos con demasiada frecuencia con el autor que cree saber la fórmula, que cree conocer lo que le gusta al público porque ha leído las novelas más vendidas y ha detectado un patrón. Acude a las clases a confirmar ese patrón: como el ingenuo que se deja el dinero en criptomonedas o en quinielas porque ha señales en sus lecturas. Pero lo que suele ocurrir en todos estos casos es que uno solo ve aquello que sobrevive a la estantería y está ahí. No ve la ingente cantidad de novelas de crímenes, romance, aventuras o históricas, que siguen esquemas calcados y que, sin embargo, nunca llegaron a venderse. Tiene un nombre: el sesgo del superviviente. Por qué una novela se convierte en un superventas y otra similar no es otra aterradora señal del universo en el que vivimos: un universo enteramente dominado por el caos.
Uno debe escribir lo que le divierta, lo que le provoque pánico, lo que le enamore y abrazarse al caos como se lanza al estanque que hay bajo el cieno oscuro, de otra manera, resultaría imposible vivir.

(PD: Un gran escrito sobre un tema similar de un agente literario, Schavelzon: Maldito Mercado)

El protagonista me cuenta la historia

Elegir un narrador no debería ser un dolor de cabeza para el escritor: es más, ni siquiera uno debería plantearse tal elección antes de ponerse a escribir un relato. Una de las preguntas de más fácil respuesta en un taller literario es: ¿qué tipo de narrador debo utilizar? El que quieras, bro. Si el narrador va a ser el elemento que determine la calidad de tu relato ya te puedo anticipar que es un mal relato.

Embed from Getty Images

No es esta una afirmación al tuntún. Cada narrador (o mejor, «voz narrativa») supone unas restricciones estilísticas que el escritor debe conocer. Por ejemplo, que alguien que cuenta la historia desde su participación no puede saber qué sienten o qué piensan de él los demás personajes, salvo que estos se lo digan o sea telépata o médium. Una historia con telépatas y médiums siempre es interesante, pero no siempre es indispensable

Hablemos entonces de los narradores en primera persona, que son aquellos que cuentan la historia a la vez que participan de la misma. A veces se les identifica como narradores protagonista, narradores testigo, etc. En resumen, narrador y personaje son uno y binario.

O tal vez no.

En esa época yo trabajaba de recepcionista en el Castro’s Park Hotel, el que tiene quince pisos y dos piscinas de azulejo. Me gustaba ese trabajo. En la época del accidente se hospedaban en el hotel los equipos internacionales del Grand Prix, que por primera vez se hacía en la ciudad. Uno de los pilotos me contó que circulaba el rumor de que algo grave estaba pasando en Goiânia y que en cualquier momento podía suspenderse la carrera. Era un hombre muy guapo que llevaba el pelo engominado y hacia atrás y una cadenita con una cruz de oro en el cuello. Antes de irse me pidió el número de teléfono y me regaló un paquete de cigarrillos mentolados que mi prima me robó de la mesita de noche, porque yo no fumo.

Ustedes brillan en lo oscuro, Liliana Colanzi

Mañana sin falta me compro el espejo de aumento, me veré las arrugas, sí, pero dejaré de ponerme el maquillaje como la Moños. ​¡Ay, cuánta razón tenía Merche! La de veces que me acuerdo de lo que me dijo hace ya unos cuantos añitos:

​- Isabel, cuando entres en un sitio con mucha gente y seas invisible, habrá llegado la hora de aceptar que te has hecho mayor.

​Ella andaría por los 40 y yo por los 25. ¡Y voy a cumplir 60!, ¡qué pena haberle perdido el rastro!. ¿Habrá vuelto a Cadaqués?, supongo que se habrá jubilado, no creo que siga con su arteterapia en el Psiquiátrico de Interlaken.

Autor desconocido

En los dos fragmentos que presento, las autoras se deciden por un narrador en primera persona: quien cuenta la historia participa en ella. Como protagonista, como secundario, como observador o como alguien a quien le han contado la historia sin que lo haya vivido (un historiador o alguien aficionado al chismorreo). Lo que piensa, lo que hace, lo que dice sobre lo que ha vivido o le han contado es uno de los pilares de la agilidad de este narrador: la subjetividad. Otros narradores disponen de otra autoridad, por ejemplo, la omnisciencia o la omnisapiencia; el narrador en primera persona tiene su forma de ver las cosas. En el segundo fragmento el personaje-narrador dice: «me veré las arrugas» y esa oración sencillita es muy distinta a «se vio las arrugas«. En el primero hay un juicio del personaje (su vejez es importante para ella, por eso elige contarlas) y en «se vio las arrugas» hay una distancia del personaje: no sabemos si le importa más al personaje o al narrador. Ninguna es mejor, pero el efecto es distinto: en la primera se nos da una información acerca de lo que el personaje piensa de sí mismo, nos cuenta un secreto; en la segunda, «se vio las arrugas«, el personaje puede contradecir al narrador despreocupándose de la importancia de la vejez a lo largo del relato.

En minucias como estas se va el tono de las narraciones y su potencia: si tras la primera declaración del narrador «se vio las arrugas» no sigue una preocupación por el paso del tiempo, la vejez, etc. le damos una información al lector a la que no se le saca ningún provecho. Estamos rellenando el relato.

Ahora viene la gran pregunta de todos los talleres de todas las ciudades de todo el planeta: ¿cómo explicar el mundo, si nuestro narrador es en primera persona? ¿Cómo hablo de todo aquello que no pase por su cabeza? Y la respuesta es: haciendo trampa. Trampa literaria. Mirad como lo hace Colanzi.

Me gustaba ese trabajo. En la época del accidente se hospedaban en el hotel los equipos internacionales del Grand Prix, que por primera vez se hacía en la ciudad.

La primera oración es sencilla. Me gustaba ese trabajo. Narrador y personaje coinciden: cuento algo, expreso mi visión. Sin embargo, en la segunda oración, la que está en negrita, narrador se separa del personaje: cuenta algo abstracto, algo sobre los equipos internacionales del Gran Prix y lo cuenta como si lo hubiese leído en un periódico o alguien se lo hubiera contado: narra. En la primera frase, el narrador hace de personaje, en la segunda, de narrador. Alternar este modo hace que una narración en primera persona no se convierta en uno de esos videojuegos en los que uno se mete en la piel del soldado que dispara a bichos feísimos y que son tan angustiosos porque nunca sabes qué pasa fuera de tu rango de visión. Es lo que termina ocurriendo en el fragmento de la autora desconocida: me compro, dejaré de ponerme, no creo, me acuerdo, en la que toda la acción, todo el drama, toda la narración pasa por el protagonista, como en el Counter Strike.

Esto ralentiza la narración y agota al lector porque todo lo que sabe del mundo es a través de verbos en primera persona y no conoce el límite entre el personaje y el mundo: no puede respirar dentro de la cabeza del protagonista. Y al final de la partida, ya no sabe ni por dónde le vienen los tiros.