Mes: agosto 2016

Las Traquinias, de Sófocles

Deyanira

La historia de Las Traquinias es la historia de un amor que nunca existió. Porque si el amor no es recíproco entre los amantes, lo que se da es deriva, locura, el enamoramiento en el sentido fatal de la palabra.

Deyanira no soporta conocer que la mujer que Heracles ha enviado a palacio antes de su llegada, es su amante. Como un presagio cruel, lo que era dicha para Deyanira y su hijo Hilo se transforma en una burla ostentosa de Heracles, quien hace valer el dicho «en la guerra y en el amor, todo vale». Yuxtaponiendo amor y guerra en el mismo orden sintáctico. El impulso sexual de Heracles surge del mismo lugar oscuro que su impulso homicida.

LICAS […] A Heracles le entraron un día enormes deseos de poseer a esta mujer, y por lograrla su lanza destruyó su ciudad paterna, Ecalia, arrasada hasta los cimientos.

Arrasar Ecalia, arrasar a Yole, su amante, reducirla a los escombros que su mezquindad dicta, bajo la excusa de una pasión que se apodera del macho y le hace perder los estribos por unas caderas. Yole debe ser conquistada y por tanto destruída.

Lo que Deyanira desea no es a Heracles, sino su amor. El amor. Apela a su ternura, a su cariño, ignorante de que no existe y acaso no existió jamás. Como Yole, ella también fue esclava de los deseos de otro hombre, de un río; Heracles la salvó de un apellido para someterla bajo otro, prometiendo una crueldad menor. Ella ya sabe de las infidelidades de su marido y de sus pulsiones, pero aún guarda esperanzas de un brote de bondad. La muerte agónica de Heracles nunca estuvo en la cabeza de Deyanira. Cuando se sabe responsable, se da fin rápido y cubierta de vergüenza. El martirio de Heracles le sirve para encontrarse con su propia historia de terror y morir enterrado en su furia, sin llegar a reconocerse nunca, sin llegar a saberse vulnerable, tanto como sus semejantes.

Estoy siguiendo esta versión de las obras completas de Sófocles.

Áyax, de Sófocles

El suicidio de Áyax (Wikipedia)

Timberlake Wertenbraker escribió hace unos años Our Ajax, una versión del clásico de Sófocles basasdo en los testimonios de soldados y ex-soldados que participaron en la invasión de Iraq. El mismo año en que se escribió, tuve la oportunidad de hablar con un miembro del personal sanitario de un hospital militar de Madrid que por aquel entonces trataba a los veteranos de guerra españoles que volvían de Iraq y Afganistán.

Es extraño saber que en España también hay veteranos de guerra, acostumbrados como estamos a las epopeyas norteamericanas retratadas en el cine. Tal vez este silencio o ignorancia se deba al descrédito general que tuvo la maniobra militar entre los españoles, que salieron a la calle en masa para protestar contra una invasión ilegal y sangrienta.

Mi confidente me revelaba los tremendos casos de estrés postraumático con los que tenía que trabajar día tras día. Delirios, pesadillas, intentos de suicidio, hombres que ya no estaban en esta tierra y otros casos de espanto que no hallaban paz ni siquiera en el reconocimiento de alguna asociación conocida o de, al menos, un peso mediático parecido al de  las víctimas del terrorismo. Ignorados en el mejor de los casos, o vilipendiados por una fortuna de anti-militarismo poco simpático con el soldado.

Áyax es el soldado que, tras haber cumplido fieramente con el propósito para el que se le había educado, descubre que el honor de su gesta vale tanto como la vida de los enemigos que segó por miles. El más valiente entre los griegos después de Aquiles, que nunca aceptó la ayuda de los dioses, es desprovisto de reconocimiento y galones cuando la armadura del general muerto es entregada al favorito de los dioses, al astuto Ulises. Desprovisto de razón, decide traicionar a su propio ejército y hacer pagar este desengaño con sangre. Solo la intervención de Atenea, aquella diosa de la justicia que da la razón a matricidas y asesinos, permite que el claustro militar se libre de la siega, y confunde a Áyax para que degolle al ganado que les acompaña.

Motortown, de Simon Stephens, no adapta tan frontalmente el clásico griego pero habla del soldado que vuelve de Iraq a una Inglaterra anodina e indiferente al trauma que el protagonista ha sufrido. Nunca llegamos a saber qué atrocidades ha cometido en nombre de la democracia, pero sí sabemos que se ha convertido en un extranjero, en un extraño que ya no responde a su propio nombre ni conciencia.

Cuando Áyax recobra el sentido, la vergüenza le corroe el alma honorable y se da muerte a escondidas, mediante engaños y artificio impropios del soldado valiente que había sido. Ni los suplicios de su mujer, esclava y botín de guerra, ni de sus amigos curarán la humillación que le supone saberse vivo después de haber tratado de asesinar a sus camaradas. Fue la constatación de esa pena, esa escasa solidez que tiene la amistad que se fragua en la guerra, la que le llevará al Hades.

El último fragmento de la obra, acaso la más lacerante, es aquella en la que sus antiguos camaradas discuten como mancillar, más si cabe, el cuerpo del soldado Áyax. Ignorando la costumbre divina y los ruegos de una viuda desprovista no solo de su amo y señor, sino de la honra, Agamenón se regodea en el castigo al cadáver y fantasea con dejarlo a merced de los animales de carroña a la orilla de la playa. Agamenón, qué sacrificó a su hija para ganar Troya, solo será detenido por Ulises, que restaurará el antiguo orden para dar al soldado digna sepultura. Un héroe mortal al que los dioses condenaron a la locura por no acudir a ellos.

Estoy siguiendo esta versión de las obras completas de Sófocles.

Prometeo encadenado, de Esquilo

http://www.greekmythology.com/

Se pone en duda que Esquilo escribiera esta pieza dramática, por estilo o por temática, pero eso no nos atañe a nosotros. Prometeo es la historia de una predicción. Heiner Müller, que hizo una versión fidedigna del clásico, hablaba de la obra como una confrontación entre el carácter y el destino del personaje. Un titán vanidoso, que no se dejará ayudar por los sucesivos personajes que prometen rescatarle, y que practica un estoicismo casi místico a sabiendas de que el futuro le depara la carta ganadora.

El resto de las obras de Esquilo siguen caminos muy similares, casi como una obsesión. La guerra, la patria y los dioses; la gloria por encima de la vida; todos los personajes en las restantes obras vuelven o acuden a la batalla, viven en una constante amenaza de invasión, genocidio, violación en masa, de muerte física y moral. En Prometeo, sin embargo, el peligro no cae sobre los humanos, sino sobre los dioses, a los que se ha arrebatado el fuego, la inteligencia, la belleza para cedérsela, a cambio de nada, a los hombres.

PROMETEO […] En un principio, aunque tenían visión, nada veían, y, a pesar de que oían, no oían nada, sino que, al igual que fantasmas de un sueño, durante su vida dilatada, todo lo iban amasando al azar.

No conocían las casas de adobes cocidos al sol, ni tampoco el trabajo de la madera, sino que habitaban bajo la tierra, como las ágiles hormigas, en el fondo de grutas sin sol.

No tenían ninguna señal para saber que era el invierno, ni de la florida primavera, ni para poner en seguro los frutos del fértil estío. Todo lo hacían sin conocimiento, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de las estrellas, cosa difícil de conocer.

(Estoy siguiendo la versión de Gredos.)

Otras obras de Esquilo comentadas aquí:
La Orestiada (Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides)
Las Suplicantes.
Los Persas.
Los Siete contra Tebas.

Orestiada (Agamenón, Coéforas, Euménides), de Esquilo

El remordimiento de Orestes, de William Adolphe Bouguereau.

(Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides)

La Orestiada es el retrato de los vértices de una justicia parcial y cuya principal víctima es Clitemnestra. Durante la primera parte, un Agamenón victorioso y arrogante vuelve a palacio tras una década de guerra en Troya. La ciudad ha caído y Agamenón es el gran soldado que guía a la patria. Trae como botín de guerra a Casandra, extranjera y concubina, y condenada a predecir el negro futuro que acecha la casa de Orestes. Clitemnestra guarda la semilla de la venganza y durante años la ha ido cultivando; impelida ahora por Egisto, ahoga a Agamenón en una bañera con una red de pescador. Descastada muerte para el batallador que redujo Troya a cenizas. Pero más allá del engaño de Clitemnestra con Egisto, el porqué del homicidio se revela en apenas unas líneas de la obra.  Ifigenia, hija de Agamenón, fue sacrificada por éste a petición de los dioses a cambio de ganar la guerra.

Este acto fatal le debería arrebatar todos los honores. Un rey que mata a su prole por ganar la guerra. Las dos siguientes piezas, Coéforas y Euménides, son la justificación, juicio y salvación de Orestes. Cuando éste vuelve a palacio, jura ante la tumba de Agamenón pagar el oprobio de la mujer homicida, mujer, además, adúltera. Así le azuza Apolo, y a espada morirá la reina. De poco le serviría conocer los motivos, ya que todo motivo (vengar a su hija Ifigenia) queda ensombrecido por la causa que defendía su padre, la gran causa que exigió el sacrificio de una niña, la victoria en una guerra que ya duraba demasiados años. Nunca veremos la tumba de Ifigenia, ni su fantasma, ni la voz que entona su canto funerario. No hablarán de ella el hermano matricida, o las Eniris que buscan la condena de Orestes.

Matar sale barato cuando la guerra así lo exige, cuando es la emoción de una mujer a la que le han arrebatado sus hijos que carga contra su marido. El mundo se puso del lado de la mujer infame y dio la razón a Agamenón, el genocida.

Será Atenea, la diosa de la justicia pero también de la guerra, la que dirá ‘sí’ a la inocencia de Orestes. El primero que le dijo ‘no’ a una madre tan cruel y despiadada como su propio marido.

(Estoy siguiendo la versión de Gredos.)

Otras obras de Esquilo comentadas aquí:

Las Suplicantes.
Los Persas.
Los Siete contra Tebas.
Prometeo Encadenado.

Las suplicantes, de Esquilo

Danaide, de Rodin.


Las cincuenta hijas de Dánao y sus cincuenta sirvientas huyen de una patria que las obliga a contraer matrimonio por la fuerza. Y su padre, débil, no puede defenderlas sino acompañándolas al exilio para evitar un estupro impune.

Las suplicantes son objetos inertes mientras están al alcance físico de los egipcios, sus autoerigidos propietarios. Pero cuando las danaides hacen valer su conciencia, se convierten en sujeto que debe ser dominado por medio de la violencia. La normalidad egipcia es la sumisión de estas mujeres y las suspensión de esta realidad es casus belli. La guerra. Guerra que no amenaza a Pelasgo, rey de Argos, por dar asilo a las mujeres, sino por arrebatar el objeto del poder a los egipcios. No se trata de un hurto de esclavas, es el impedimento de su usufructo. Esta es la terrible realidad de la que huyen.

El rey Pelasgo sabe bien a qué atenerse cuando las danaides atracan en su costa, huyendo de su patria sin haber cometido delito de sangre. Si las acepta, los egipcios declararán la guerra; si no les proporciona asilo, serán devueltas a sus pretendientes y violadas. Lo que se establece con violencia, con violencia se pierde y con violencia se reconquista.

El Rey es convencido de lo virtuoso de su gesto, pero aún debe ganarse el favor de su reino, pues a la masa no le gusta estar en contra de sus líderes. Un rey que aboga por la justicia y que sabe que un concepto tan frágil no puede dejarse, sin más, en manos de una vulgar votación popular, que no tenga en cuenta más allá que sus propios intereses. Es por ello que encomienda a las suplicantes que arrojen los ramos de flores con los que rinden culto a los dioses a los templos interiores de la ciudad, para que el súbdito argivo se emocione con su causa.

Finalmente el Heraldo egipcio llega con la soberbia como estandarte del imperio. Esas mujeres son suyas y en tanto propiedad, cualquier código ético queda suspendido mientras estén fuera de su dominio. Así como uno no considera qué piensa la silla de que nos sentemos en ella, estas mujeres son esposas, amantes, concubinas de sus hombres. Y la amenaza es grave: la violación, extirpar de ellas aquello que las concede alguna categoría en un mundo de hombres.

Pelasgo duda si empapar la tierra con sangre de hombres por unas mujeres extranjeras pero a sabiendas del peligro que corre el débil que suplica en su tierra, expulsa al Heraldo, resguarda a las suplicantes y asume la inevitabilidad de la guerra. Tristes hombres, tristes guerras.

(Estoy siguiendo la versión de Gredos.)

Otras obras de Esquilo comentadas aquí:
La Orestiada (Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides).
Los Persas.
Los Siete contra Tebas.
Prometeo Encadenado.