Todo escritor que se tenga por tal habrá experimentado en algún momento de su buen oficio el conjunto de síntomas comúnmente llamado el bloqueo del escritor o, más poéticamente, el miedo a la página en blanco. Un paseo por los manuales de escritura creativa dará buena cuenta de las peculiaridades de este trastorno psicológico que tiene como síntoma prominente la incapacitación temporal o permanente del escritor para la realización de su tarea: escribir. Un síntoma tan común que se describe con cierta condescendencia y un romanticismo atribulado, como si el bloqueo mental fuese un purgatorio en el que todo escritor debe pasar una temporadita si quiere ser llamado a la gloria literaria.
Como todo impenitente que ha garabateado de forma más o menos ordenada algunas palabras y las ha llevado imprimir, y tal acción le ha conmovido e insuflado cierta seguridad en sí mismo, también he pasado por la tensión metálica de estar sentado frente al PC o al cuaderno tratando de encontrar la manera de aumentar el conto de palabras, o la fórmula para que esta escena cierre o aquel poema termine. Sin embargo, a lo largo de los años he concluido que eso no proporciona distinción ni mérito. Más bien todo lo contrario, me pone los pies en el suelo y me iguala a cualquier otro ser humano que haya padecido la enfermedad más extendida del siglo XX: la ansiedad. Nada de heroico en ello.
Hay un vicio heredado de la normalización de la psicología: convertir a todos y cada uno de los lectores de manuales de psicología moderna en un psicólogo en potencia. Por eso cuando uno escucha o lee los consejos para superar el bloqueo del escritor, allí en el blog de creación literaria de la novelista tal, o las recomendaciones en forma de cita del nobel cual, que en cualquier caso terminó suicidándose, uno no sabe si detenerse a llorar o a recopilar las ocurrencias de unos y otros, y capitalizar esos recursos para no tener que preocuparse nunca más de bloqueos de escritor o de Carl Gustav Jung en lata.
Convengamos que el bloqueo del escritor es ansiedad. Una ansiedad muy moderna además, pues los casos de bloqueo empiezan a documentarse a partir del Renacimiento, justo cuando se empieza a posicionar al hombre como centro del universo y no, como había sido hasta la época, Dios. El escritor baja al Señor de su pedestal y se pone en el trono de la creación: él, con su genio, y no Dios, o las musas, es quien dicta sus propias obras. El escritor ya no es un escriba de dioses, un mengano sin voz ni voto en esto de escribir. El escritor, para nuestra desgracia, empieza a formar parte de su obra.
¡Por honrar a los hombres, te atrajiste!
Injusto fue tu afán. Y por castigo
Este peñasco sostendrás enorme,
Estando en pie, sin que tus ojos cierre
El sueño, sin que doble tus rodillas
Larga fatiga, con lamento mucho
E inútil llanto; que de Zeus la cólera
Es dura de aplacar, y siempre recia
Es de nuevo señor la tiranía.Prometeo Encadenado
Lo que los escritores no sabían es que este movimiento de lo divino a lo humano traía consigo el oro, el incienso y la mirra de una narración no incluido en el pack antropocéntrico. Ahora el escritor tiene que explicarse a sí mismo. Cualquier idiota podía garabatear cuatro versos y achacar su valor o la falta del mismo al mensaje divino: sin Dios, el escritor ha de dar cuenta de porque esto y no lo otro.
El bloqueo literario se produce cuando esta narración, la del escritor en tanto que entidad, toma lugar en el proceso de trabajo y no permite la creación. Sucede cuando la historia que imaginamos para el destino de nuestra pieza o para nuestra biografía, mismos toma a la fuerza nuestro el lugar de nuestra obra y no nos deja continuar. ¿Gustarán estos personajes? ¿Debería reescribir esta parte? ¿Ganará este premio? ¿Habrá algún editor interesado? Todas estas preguntas refieren al escritor como sujeto y desplazan la creación de su punto central: lo que uno está haciendo en esos momentos es escribir su propio cuento como escritor y no el cuento, poema o novela en sí.
El desbloqueo es fácilmente enunciable, pero difícil de ejecutar. La prominencia del Sujeto, del Yo, del Escritor, masticada y regurgitada desde el Modernismo hasta el frenesí twittero son una incómoda addenda al ya de por sí penoso trabajo de escritor. Bastaría con olvidarse de uno mismo y continuar escribiendo, que ya vendrán las correcciones, los sinsabores o los triunfos. O mejor: bastaría con que no viniese nada. Que la acción de escribir se hace por el trasunto mismo de la escritura. Asumiremos la escritura como un fin en sí mismo, y no como el principio sobre el cual se cimienten nuestras expectativas. Porque una escritura que espera algo no es escritura: es propaganda, y es ahí donde la escritura se desdibuja y comienza la triste hegemonía del Autor.
La escritura, tal y como yo la concibo, es el olvido, la disolución del autor en su propia creación. En un mundo en el que la presencia y la personalidad del escritor han sustituido el contenido de su obra, la única resistencia legítima para una literatura honesta es el borrado del autor de la narración externa a una obra. Como lectores, nunca hemos necesitado conocer a nuestros escritores para comprender sus obras: que Cervantes fuera manco u Homero ciego nada nos dijo nunca de sus creaciones. Y el poso de su permanencia es relativo, como lo son los dinosaurios o el origen del universo. No hablo aquí de la muerte. Hablo del olvido. Solo empezamos a ser cuando más nos olvidamos de quiénes creemos ser.