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La autocensura

Mucho se ha hablado en los últimos años de la posibilidad de publicar hoy obras como Lolita, Huckleberry Finn o cualquier novela de Norman Mailer. Hay, quién dice, que vivimos en una dictadura de la corrección política, que ya no se puede hablar claro sobre inmigrantes, mujeres o trans y hay incluso, quien se gana el aguinaldo escribiendo columnas, opinando en la tele y publicando libros en los que se desmenuza la coacción permanente e insoportable que sufren.

La tostada se huele desde lejos porque quien normalmente protesta sobre los problemas de libertad de expresión y la restricción de derechos suele tener la autopista de la opinión abierta solo para él. ¿A qué se debería, sino a magia negra, que uno no pueda abrir un periódico y sin ser ametrallado por los lamentos sobre el gran humor que se ha perdido con la cancelación de los chistes sobre negros, gangosos y mariquitas? Cancelación es el sustantivo (yanqui, por otro lado, para seguir la costumbre de reutilizar ideas WASP y desecar un poco más el castellano) y libertad de expresión, el heraldo de los irredentos de la libertad de expresión.

Adivinen: los libros realmente cuestionados en EE UU hablan de negros, transexuales, Islam y gays. Sorprendente coincidencia ideológica que nunca indigna al columnista que ve cancelación en que cuatro monigotes le llamen la atención desde una red social. Oirán hablar más del acoso que ha sufrido un librepensador antisemita como Dieudonné que de la posibilidad de que un país haya creado listas negras de libros.

La gigantesca farsa de la cultura de la cancelación ha tenido, efectivamente, sus víctimas: los autores, que se han creído que crear personajes misóginos, tránsfobos o racistas lo convierte a uno misógino, tránsfobo o racista y, casi sin quererlo, incorporan la mentira de que una horda de gentuza bienpensante está dispuesta a ahorcarte por no encajar en su modelo ético.

Y del miedo inyectado brotan ficciones que cumplen la profecía. Anunciada, no lo olvidemos, por los mismos que se forran alertando de un peligro de censura inexistente. Los columnistas anti-woke son lo que es Securitas Direct a las okupaciones: generan un pánico del cual solo se forran ellos.

Parecerá mentira, pero con este tipo de cosas tenemos que trabajar en los talleres de escritura. Porque de un tiempo a esta parte no hay en los ejercicios mujeres perversas, homosexuales trabajando para la extrema derecha, antiabortistas que se forran con su negociete de abortos clandestinos. La literatura se parece, demasiado pronto, demasiado rápida, a una taza de Mr. Wonderful.

Y es un asco trabajar como profesor en tiempos como estos.

De lo que no se habla, no existe; y hablar ha sido la primera arma para cometer y también para luchar contra las injusticias: si nadie, en ningún momento, hubiera hablado sobre la necesidad de una sistema de salud público, el voto femenino o el matrimonio homosexual hubiera prevalecido el discurso más injusto: que la seguridad social es un despilfarro que impide ganarse la vida a las humildes corporaciones de la salud; que eso de votar las mujeres, jaja y lo último, bueno, no hablemos de tonterías.

Cuesta hacerles creer a los alumnos que su oficio, por discreto que sea, es fundamental: sus ideas, su arrojo y su valentía son importantes porque tienen un medio (los libros) que aún posee un aura de respeto y seriedad. Que no tiene, por ejemplo, alguien en YouTube. Podríamos discutir sobre lo útil que es informarse en un medio sin ningún tipo de edición, manejado por una corporación a la que preocupa más que se vea un pecho a que se exploten menores o se debata que la Tierra es plana. La libertad de expresión era eso: que el catedrático tuviera que ponerse a la altura de tu prima Maricarmen.

Cuesta hacerles creer a los alumnos que la corrección política no existe y que no deben escribir pensando a quién van a ofender, sino a quién van a hacer reflexionar. Y que si hay una corrección, es bienvenida como elemento al debate, pero no como límite a la propia escritura. Si existe la corrección política, existe como legítimo disentir. Un antisemita como Dieudonné puede ganarse la vida e incluso defraudar a Hacienda sin dejar de ser antisemita. Los políticos pueden publicar largas tiradas sobre eugenesia y genética débil y nadie acaba en la cárcel ni deja de cobrar: se le hace presidente de alguna comunidad autónoma. No suena a que vivamos precisamente en una cultura de la cancelación, sino en el bufé libre de las opiniones de mierda y como autores, noveles o expertos, se ha de reclamar un lugar de disenso, calmo pero tozudo, contra esas inercias que han convertido la opinión pública en una manufactura importada y sin imaginación.

Cuesta hacerles creer que nunca sabrán quién está al otro lado de la página, ni que puede hacer con aquello que lee.