No recordaba la Antígona de Sófocles tan cruda, tan letal, tan terrorífica. Tal vez porque me he reencontrado con la traducción inglesa de Penguin (de Robert Fagles), que es fácil de leer y precisa, y porque no hacía mucho que había terminado la versión de Jean Anouilh. Que aún tratándose de un epítome bastante potable del texto griego sufre del vicio estilista de Anouilh. Para descargo del dramaturgo francés, he de decir que leí el texto en una traducción al inglés, así que es más que posible que algunos giros se hayan perdido.
Lo que sí es claro es que, a pesar de Anouilh, la Antígona de Sófocles no es una heroína ni una revolucionaria. No se rebela contra la ley de Creón porque la considere injusta o ilegítima: es la ley de Creón la que apisona la ley divina según la que se guía la vida de Antígona. La ley de Creón es la ley de los hombres: aquella que no se pretende eterna, que puede ajustarse, cambiarse, convenir, en algún momento, a la voluntad de los ciudadanos. La ley de Antígona es la ley de los dioses, la inmutable, la garante de la costumbre y el orden social ajeno a los ciudadanos, y que no tiene contestación posible. Desobedecer la ley divina es desobedecer a los dioses, y Antígona, como hija de Edipo, ya sabe lo que es no contar con el beneplácito del Olimpo. Así, el centro de la obra no son las acciones de Antígona, pues ella cumple con el ritual que ordenan los dioses, segura de que su destino ya está forjado pero con una pulsión de vida muy legítima, muy humana: quizá si obedece a los dioses pueda expurgar el destino fatal que le ha sido asignado. Es entonces el desafío de Creón el centro de la obra, justo cuando promulga una ley que va en contra de la ley divina: aquella que concede al traidor, al loco que pretendía derribar los cimientos de Tebas, los mismos honores que al héroe que salvó la polis.
Lo fácil, lo sencillo es transportar el material de Antígona bajo la lectura previa a cualesquiera situaciones contemporáneas: Antígona puede ser un miembro de la Resistencia Francesa si así nos conmueve o puede ser una integrista dispuesta a la inmolación por llevar a caso su programa político-religioso. Si los dioses están por encima de los mortales, si están más allá del bien y del mal, ¿por qué habríamos de consentir que los hombres pusieran límite, con sus torpes mañas, a leyes que han servido para la convivencia de generaciones?
Como en tantos debates contemporáneos, el origen de esta tragedia es que Antígona y Creón hablan de cosas distintas. Mi amiga Sarah Provencal ponía el ejemplo de las batallas entre pro-abortistas y anti-abortistas. Decía que no se trata de que las pro-abortistas aboguen por el aborto en sí, sino por el derecho al mismo: por una cuestión sanitaria en primer lugar (que el estado garantice un aborto convenientemente atendido llegado al caso), y de derecho (que las mujeres puedan considerar el aborto en un entorno de libertad individual) en el segundo. Los antiabortistas, sin embargo, parten primero de un criterio moral (matar es erróneo) y luego clínico (las consecuencias para la salud mental del entorno han de ser tenidas en cuenta). Los primeros no incitan al aborto, y los segundos no se oponen a un estado con soporte sanitario. Así que el debate está viciado desde el comienzo y eso impide la racionalización de los argumentos.
En el caso de Antígona, ésta nunca niega que Polynices sea un traidor; y Creón no se enfrenta, de manera consciente, a los dioses. De hecho, los dioses no aparecen en esta obra (como si ocurre, por ejemplo, en Filoctetes): ellos solo se ocupan de los muertos y tanto Antígona como Creón son mortales y viven. El ritual marca este paso: los mortales dejan de pertenecer a la tierra para pertenecer a los dioses. Invertir u omitir el ritual es atentar contra la ley divina que se erige como la semilla de la sociedad, y Antígona conoce muy bien que la violación de estas leyes conduce a las más terribles desdichas. El incesto y el parricidio de su padre-hermano Edipo provocó la peste, la guerra y el fratricidio y casi la aniquilación de Tebas.
Solo la aparición de Tiresias, el ciego-visionario, el hombre-mujer hace ver a Creón que la ley que promulgó insulta a los dioses.
You, you have no business with the dead,
nor do the gods above – this is violence
you have forced upon the heavens.
Creón es ahora consciente de la gravedad de su ofensa, pero ya es demasiado tarde y, como en el caso de Edipo, el orgullo arrasa con todo lo que le hace mortal: su hijo, su esposa, su reputación como gobernante. Solo la ciudad parece sobrevivir a la tragedia de su gobernante, como antaño hizo con Edipo.