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Una versión de Antígona

Queda menos de una semana para que comiencen los ensayos de The Last Hour of Antigone, una adaptación contemporánea de las diferentes versiones de Antígona de las que he podido dar cuenta. Es, además, la primera obra que escribo en inglés que va a ser representada en ese idioma, escritura que ha supuesto un reto descomunal en el cual he contado con la ayuda y comprensión de la directora Sarah Provencal.

Escribir en otro idioma es una experiencia extraña, pero ¿no lo es también escribir en la propia lengua? Se escribe en otro idioma como a través de una caja negra, en la que uno introduce las manos sin la certeza de conocer qué habrá dentro y con la necesidad de describir qué es aquello que toca, pero no ve. Uno describe las formas con cuidado, el tacto del objeto interior, su tamaño, pero no le está permitido mirar qué es aquello que palpa. Escribir en castellano es conocer el objeto, desde dentro de la caja, uno lo puede ver, tocar, oler y agitar, pero su única manera de hacerlo conocer al mundo es a través de los agujeros de la caja; los mismos que utilizamos antes para descubrir tan escurridizo objeto. Así que uno utiliza todo aquello a su alcance para dar a conocer, pero sabe que su voz no cruzará el umbral de la caja. Así que asoma las manos, golpea las paredes, entona melodías.

Quería hablar del mensaje o de los mensajes de una obra, que es algo a lo que me enfrento con frecuencia cuando explico los proyectos en los que estoy trabajando. Hace algún tiempo, cuando algún conocido me preguntaba por el «mensaje» o el «tema» de la obra, me irritaba con él (hasta incluso enemistarme) porque era de la opinión que acomodar una obra a un mensaje equivalía a realizar propaganda, que el mensaje era algo más propio de la publicidad o del cine, que del teatro, sin importarme demasiado si el tema o el mensaje tenían un matiz humanitario o generoso o banal. Aún me irrita leer o ver obras que contienen un mensaje explícito: la inmigración, los derechos de la mujer, los niños maltratados, los deshaucios son objetos de interés cotidianos (porqué se convierten en objetos de interés y a qué obedece ese criterio es un objeto aún más suculento) que tienen un lugar en el mundo de los noticiarios, pero no en el teatro: y la instrumentalización del mismo no sirve ni a uno ni a otro: los aniquila.

Pero no se trata de que el teatro deba ser así o asá, que deba carecer de todo mensaje para ser más legítimo o más puro o más teatro: también la ausencia de un mensaje es un mensaje, el intento de ahusentar el debate político de la pieza es en sí mismo escapismo político y por tanto una postura. La diferencia estriba en el momentum del mensaje y quién es el emisor y el receptor de tal mensaje.

Cuando uno se vuelca en la creación de una obra, las más de las veces es muy poco consciente de cómo se produce el «milagro» de la escritura. Puede hacer gala de cierta ingeniería narrativa, esto es, construcción de una trama racional, personajes que conjuguen con la historia, un escenario signficativo; pero no sabe que más allá de lo que conoce, también escribe de lo desconocido. Emociones y miedos, incluso el miedo al fracaso se vierten página tras página en cada obra. Y eso, tanto lector como espectador lo perciben. La escritura es descubrimiento, también del autor, y tratar de construir ese descubrimiento a través de un mensaje aleja al receptor de la obra.

Durante una charla con Jez Butterworth en Londres sugirió que construir una obra de teatro o una película, se parecía mucho a construir una casa: uno comienza con los cimientos, levanta las paredes, instala la cocina, barniza las puertas y acondiciona el jardín. Pero así, decía, un solo consigue una casa, como otras tantas; una historia, como otras tantas. El truco consiste en meter en esa casa un fantasma, y obtener así una casa encantada.

Echadle un ojo a nuestro fantasma: The Last Hour of Antigone

Todas las Ismenas del mundo

En un artículo anterior hablaba de que uno de los núcleos de Antígona era el conflicto entre la ley divina (o de la costumbre) que Antígona se niega a violar, y la ley de los hombres, sancionada por Creón, para la supervivencia de lo político.

Sin embargo, lo que hace Antígona una obra imperecedera no es el enfrentamiento de dos obstinaciones opuestas pero enraizadas en la misma hybris. Es el reflejo de lo público en la obra lo que la hace perenne, y esto sucede a través de los personajes secundarios que circulan por la misma.

Nosotros, los mortales, admiramos a Antígona o a Creón porque son héroe y antihéroe. Su condición heroica es lo que los convierte en admirables y también en ideas en movimiento. Poseen aquello que hace vibrar el alma humana, ya sea la canción de la dicha o el lamento de la muerte. Como espectadores vemos voluntades, ideas en colisión, no personajes. Y si bien tanto Antígona como Creón muestran debilidades a lo largo de la obra, son éstas dispositivos dramáticos para el transcurso de las acciones, no para la construcción de los personajes. Creón, por ejemplo, solo atiende a razones cuando el mensajero de los dioses, Tiresias, le advierte que está jugando a un juego que nunca ganará. Ni el hecho de que su hijo le reniegue, ni que vaya a mandar a la muerte a un familiar parece que conmuevan a Tiresias: nada humano le empuja a sus acciones, solo aquello que está ajeno a su poder absoluto, lo divino, le hace cambiar de parecer. De igual manera, Antígona está presa de su propio proyecto: ni su hermana Ismena, ni su futuro marido Hemón, ni tan siquiera la certeza de su muerte la desvían un tanto de su propósito. Como digo, en la tragedia estos personajes-voluntades en los extremos de la acción permiten su desarrollo y que se produzca el debate dramático que una buena obra debe contener.

Son los personajes humanos, los que están infectados con la duda y el cambio de pareceres, lo que hace de la obra un pieza digerible, y no un toma y daca de opiniones. Y por cierto que en Antígona solo hay un personaje secundario que se ajuste a este criterio: Ismena. Hemón es una herramienta para Creón, una pieza de engranaje que eleva la infamia del dirigente a un grado superlativo. Tiresias solo aparece para dar voz a la conciencia manchada de Creón y Eurídice resalta el resultado de la tragedia.

Ismena es el único personaje con el que el público no insigne puede establecer una relación personal: cargada de buenas intenciones pero incapaz de actuar, y cuando lo hace es demasiado tarde o ya no es necesitada. Su periplo en la obra es el más complejo de todos puesto que nunca sabe dónde estar: por supuesto ama a su hermana y respeta a los dioses, pero teme a la vida tanto como teme a su destino. Es ella la que trata de rebajar el conflicto al plano de la cordura.

Debemos ser sensatas. Recuerda que somos mujeres,
no hemos nacido para combatir con los hombres. p.73

Cuando  Ismene se refiere a los «hombres» y a las «mujeres» no se aleja del universo del texto. Todos los hombres que aparecen en la obra se mueven por pulsiones mortíferas, por el instinto de guerra, sangre, patria y muerte. Creón como gobernador injusto, Eteocles y Polinices como guerreros fratricidas. Ismene no dice que las mujeres no estén preparadas como los hombres para combatir, sino que el objeto de su nacimiento, el porqué han sido puestas en este mundo por los dioses no es el mismo que el de los hombres: ellas no nacen para morir, sino para vivir. Antígona decide cambiar su destino como mujer para enfrentarse a una injusticia, ajustándose al de los hombres se entrega a la muerte.

Antígona: Tú elegiste vivir. Yo elegí morir. p.626
Antígona: ¡Valor! Vive tu vida. Me entregué a la muerte hace tiempo, así que serviré a los muertos. P.630

Parece que Ismene es un reflejo del ciudadano moderno: atrapado entre la lucha contra la injusticia y la muerte; y la sumisión, y la prolongación de una vida fundada en la injusticia. Por qué Ismene elige primero la obediencia y después la rebelión, aunque a destiempo, aun nos intriga como espectadores y como ciudadanos.