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¿Por qué dejar de trabajar? Parte II


Adoro la película El Club de la Lucha, aunque la verdad, no cuenta nada nuevo. Un joven blanco, de edad media, con un puesto de responsabilidad y un buen salario en una empresa mediana o grande se da cuenta un día de que la razón por la que fue puesto en este mundo es trabajar de 9 a 5 para financiar muebles del IKEA. En un viaje de negocios se encuentra con su opuesto: un joven también blanco, con ideas más cínicas que el protagonista que expele citas que impresionan al protagonista. Entablan una amistad, abandonan sus trabajos y encuentran una solución que transforma la sociedad y el mundo en el que viven. En El Club de la Lucha la solución pasa por montar un club de peleas en los garajes de la ciudad en la que viven. El club se expande hasta convertirse en una sociedad secreta, la cual pretende la destrucción del sistema capitalista por medios terroristas y el establecimiento de una sociedad más libre que surgirá, no se sabe muy bien cómo, de las ruinas. Hablamos de una película anterior al 11 de septiembre entre cuyas secuencias más espectaculares está la demolición de los edificios de oficinas de los bancos más ricos del mundo. La lógica del argumento es: si eliminamos las infraestructuras, el sistema se derrumbará por sí solo. Los ataques a las Torres Gemelas demostraron lo contrario: derribar edificios con bombas o aviones no erosionó el sistema lo más mínimo. Lo pone en evidencia, desde luego, pero también lo justifica. Del terrorismo surgieron dos grandes beneficiados: los medios de comunicación, que pudieron rellenar informativos con otra cosa que no sea deportes y partes meteorológicos, y la industria armamentística.

Hay todo un género de películas y literatura similares a El Club de la Lucha. El Hombre de Los Dados, de Luke Rhinehart, trata de un psicoanalista harto de su existencia acomodada que decide tomar decisiones conforme lo que le vayan dictando los dados. Trainspotting sigue el mismo trayecto pero en dirección opuesta: el éxito o el fracaso de los protagonistas se mide según su capacidad para integrarse en el estilo de vida corporativo. El viaje de Renton termina cuando abandona la heroína para volver a un estado de aceptabilidad social y éste es nada menos que convertirse en comercial inmobiliario, es decir, encontrar un trabajo asalariado. En ambos casos, el núcleo de los problemas gira en torno a un mismo concepto: cómo los protagonistas aceptan o rechazan el trabajo asalariado. En ninguna de estas obras se pone encima de la mesa qué significa para ellos trabajar: se asume de manera tácita que acudir de 9 a 5 a una oficina es algo que hay que hacer. Aquí encuentro una diferencia en el tratamiento en Trainspotting y en El Club de la Lucha. El componente mágico. En El Club de la Lucha, la solución a los problemas del protagonista, la ansiedad por el estatus, la depresión y el aburrimiento se encuentra en el afuera. En Tyler Durden, en una sociedad de luchadores secreta, en la fantasía extremista de que dinamitando edificios corporativos los integrantes de la sociedad se volverán felices al día siguiente. La lógica subyacente es: si el capitalismo en su versión corporativa es el trauma de la sociedad, eliminemos las corporaciones y habremos creado las condiciones para la felicidad.

Se trata de ficción, claro, pero démosle un uso a la imaginación: una sociedad secreta dinamita los cimientos del capitalismo, cumplido su cometido se desintegra y nos deja al resto de seres humanos libres de nuestro yugo. Nos encontramos ante las puertas del ansiado paraíso. ¿Qué sucede?

Nada. No sucede nada. En El Club de la Lucha hacen un interesante guiño a esto, a su manera.

Me sorprende cómo he organizado mi vida en torno al trabajo. Elijo mis horas para comer según los horarios de la oficina para la que trabajo. Elijo una casa según la comunicación y la accesibilidad al lugar de mi puesto, no según la posibilidad de convertir mi casa en un hogar. Cada vez que me junto con amigos o conocidos desenfundo preguntas sobre qué oficios, qué trabajos, qué salarios manejamos. Cuando tengo pareja, muchas de nuestras conversaciones tienen como fondo a las relaciones con los compañeros de trabajo, las condiciones del empleo, las amenazas de recursos humanos, la habilidad o inutilidad de los jefes, las prisas por las entregas, las sospechas de quien se escaqueaba y quien cumplía. Y, por supuesto, me levanto, algunos días, con el estómago al revés, me arrastro hasta la ducha, desayuno cualquier cosa, me enfundo el traje y luego me dejo ir hasta la oficina.

Dos pensamientos han sostenido este ritual durante diez años. Uno, que la causa de que renuncie a la libertad de levantarme a la hora que me venga en gana es totalmente ajena a mí. En este mundo uno necesita dinero, el dinero se consigue trabajando, la manera de conseguir dinero rápido y seguro es trabajando de 9 a 5 en una corporación. No es culpa mía. Dos, algún día, cuando tenga suficiente dinero, no tendré que trabajar, podré hacer un corte de mangas al sistema y seré feliz. Voy a subrayar esto, que está en futuro simple: seré. Repensemos estas dos afirmaciones. La primera excusa arroja la miseria personal a las abstracciones: las empresas, los bancos, en fin, todo lo que no soy yo es causante de mi estrés. La segunda es el pensamiento mágico: algo ocurrirá que me salvará. Esto es como estar en un edificio en llamas y negarme a salir de mi cama porque los bomberos tienen que venir a rescatarme, que para algo pago sus salarios con mis impuestos.

Pues bien, si todo esto acabara, si de repente mañana un grupo terrorista destruyera todas las empresas, y sorprendentemente no quisiera asirse al poder y nos dejara a nuestro libre albedrío, o la crisis se llevara por delante a toda la gente mala que puebla el gobierno, la industria, si solo quedaramos la buena gente de este mundo, como soy yo y todos los sufridos trabajadores de las corporaciones… No pasaría nada. O quizá sí: a mí me invadiría una ansiedad terrible. Mi mundo ha consistido en obedecer esos dos pensamientos: la culpa de mi miseria es ajena y la felicidad vendrá cuando deje de sentir la bota en mi cabeza. La democracia llegará cuando la gente se eche a la calle, las mujeres me querrán cuando dejen de fijarse en los mazados del gimnasio, podré dejar de trabajar cuando las empresas no me exploten. Todo eso no existe ahora. Ya no hay opresiones externas. Ahora me toca a mí. Como el protagonista de El Club de la Lucha estoy solo frente a mi dolor. Y estoy aterrorizado.

¿Por qué dejar de trabajar? Primera parte.

Hoy fue mi último día en mi oficina. Se cumple un mes desde que me senté con mi jefe en uno de los despachos y le comuniqué mi renuncia a mi puesto de trabajo, con carácter irrevocable. No creo que le sorprendiera. En los dos últimos años, el conteo de víctimas de la desidia que se respira la organización ha ido aumentando. Éramos un banco grande y hoy somos una oficina agonizante en Moorgate, en la vieja City de Londres. La ocupación de nuestra planta es de solo un diez por ciento.

Así que comenzamos en ese momento con las formalidades. Que qué era lo que causaba mi despedida. Dicho así, parece que la organización sufre una falta de autoestima preocupante. Son preguntas como las de un novio que ante la inminente ruptura quisiera saber qué ha hecho mal. Mi respuesta parecía aprendida de memoria: no eres tú, soy yo. Y no mentía, porque no tenía necesidad de hacerlo. Pasamos a quién va a ser la siguiente. Vuelve a mi cabeza la imagen del ex-novio despechado: ¿y a quién te vas a tirar ahora?

Le respondí que a nadie. Mi jefe frunció el ceño, insatisfecho con la respuesta. Pensó con toda seguridad que le había estado tomando el pelo. Me siento tentado de ponerme poético, de decirle que quiero descansar, aprender de la vida, pero minutos antes de entrar a este despacho me he prometido ser honesto. No tengo ningún otro trabajo asegurado. No tengo ningún negocio entre manos. No tengo ningún proyecto. ¿Qué vas a hacer? me pregunta, ahora sí, con ironía.

Estoy sentado en el sillón de la peluquería. Nunca volveré a esta peluquería, y no porque no me gusta como cortan el pelo. En primer lugar, es cara, veintiséis libras con las cuales podría apurar otros tres cortes de pelo en cualquier barbero turco en Stoke Newington. El segundo motivo es mucho más siniestro. Aquí no remojan el pelo como en las peluquerías en España o en otros sitios, en las cuales el peluquero te reclina boca arriba, el cuello apoyado con suavidad contra la pileta, de manera que uno puede ver en todo momento qué se trae el peluquero entre manos. Aquí el procedimiento es otro: el cliente hunde la cabeza boca abajo en la pileta, y la peluquera sostiene la nuca mientras lava los cabellos. Nunca pregunta si el agua está demasiado caliente o fría; sin embargo sí pregunta si puede usar la cuchilla para repasar la línea de la barba. La pregunta ya contiene una sospecha: ¿por qué iba yo a dudar de su capacidad para contenerse y no rebanarme la yugular?

Esta peluquera es polaca y deja entrever que aún no está hecha a los usos y modos del silencioso carácter inglés. Por eso me pregunta, en un tono y un acento inaudible. Quiere saber quién soy. Y le digo que hoy era mi último día en mi empresa. Me anticipo a su interrogatorio y aclaro que no tengo intención de trabajar y que mi único proyecto es el de sentarme en un banco, si hace sol, y esperar a que algo ocurra. Sonríe y me pregunta si tengo ahorros. Demoro la respuesta, y ella detiene la cuchilla en un gesto involuntario. Respondo que sí y parece aliviada. Aún tengo dinero para pagar.

Parece obsceno, proverbialmente hablando, dejar un trabajo con la que está cayendo. Ese mismo epíteto me dedicó un conocido al que le confesé mi macerada aversión al trabajo. Es obsceno. Es obsceno que con casi seis millones de parados en tu país decida, de un día para otro, abandonar mi trabajo en la capital financiera de Europa, renunciando a un salario tres veces mayor al de cualquier ingeniero en Madrid y que cualquier licenciado español suspiraría por tener. Le hago ver que dejar un trabajo es ofrecer la oportunidad a algún licenciado a levantarse un buen sueldo. Ahora que no estoy yo, que entren otros. Yo ya cumplí mi parte del pacto. Los seis años de carrera, dos de ellos trabajando, sin una sola beca. Las clases de inglés, autofinanciadas. Los tres meses en Francia, también de mi bolsillo. Como el curso de alemán. O la semana encerrado en un hotel en las afueras de Londres, aprendiendo las tripas de aquella base de datos que nunca utilicé. Más cursos de «actualización de conocimientos», en derivados financieros. Yo lo hice todo, llegué hasta aquí y ahora estoy cansado, y no quiero trabajar.

Declarar así, a corazón abierto, que uno rechaza el trabajo asalariado lo convierte, de alguna manera, en el centro de un espectáculo involuntario. Los tipos de personas que se me acercan se dividen según la agenda que tengan para mí, la semántica que le quieran dar a mi gesto. Los hay que ven en ello una cuestión política, que mis lecturas marxistas de juventud han ido fraguando a lo largo de los años y ahora estoy deglutiendo los frutos. No predico yo que uno deje su trabajo y se una a la sección sindical o al partido comunista más cercano. Además, esto no es un manifiesto. Tal vez vuelva mañana a mi carrera. Tal vez vuelva nunca. Tan solo sé que no quiero trabajar más.

Los hay que indagan y sacan razones antropológicas: que el hombre siempre ha trabajado. Habría que tomar estos razonamientos con precaución. Porque yo no dejo de trabajar (este escrito, por ejemplo, es trabajo: pongo mi energía, mi tiempo, mi ser en él, lo corrijo, contrasto referencias, lo envío a mis correctores). Yo dejo de trabajar como asalariado, es decir, para alguien que me da un sueldo y ha cambio obtiene beneficios. Y la antropología del trabajo asalariado no se remonta más allá de dos siglos. También hay quien dice que sin trabajo no se puede vivir, salvo que a uno le toque la lotería. Entonces llevo razón: lo que se necesita para subsistir en una economía dineraria es dinero, no trabajo asalariado.

Me puede el miedo y es justo que así sea, porque desde que tengo edad legal no he hecho otra cosa más que trabajar. No conozco otra cosa. No conocía los lunes por la mañana o los miércoles a medio día lejos de un complejo de oficinas. De hecho no sabía que existían: para mí, eran territorios propiedad de jubilados y parados, y eso ya dice mucho de mis propios prejuicios. Yo no soy jubilado ni tampoco parado (¿qué validez tendría mi gesto si mitigara el miedo con el paro, con una pensión, con el trabajo de otros?) Ahora habito los mismos tiempos, los mismos lugares que ellos. No puede ser de otra manera. La semana está estructurada conforme a la jornada laboral, de lunes a viernes, así que no puedo llamar a nadie, no puedo quedar con nadie hasta eso de las seis de la tarde. Si es que, claro, alguien quiere quedar conmigo ahora que no trabajo. Después de ocho horas en la oficina quedan ciento y pico cosas que realizar: por ejemplo, hacer la compra. O ver a la novia. O visitar a los padres. La expresión «hacer vida» fuera de la oficina reverbera en mi cabeza: hacer vida tras la oficina, la oficina como negación de la vida.

No hago un manifiesto de la vida sencilla. Nadie te prepara para esta soledad. Sigo.