Durante aquellos años repletos de pensamiento mágico, tótems, supersticiones inventadas y catarsis que conforman la infancia, mi abuela, imbuida por un sentimiento de responsabilidad sobre mi formación espiritual, tuvo a bien alistarme en los salesianos del barrio para que, llegado el día, pudiera comulgar cristianamente. Solo hice un año de catequesis (lo normal son dos, pero si la endogamia vale con lo terrenal, ¡qué decir de los asuntos de Dios!) y luego la comunión.
La catequesis con los salesianos… Cómo decirlo… Moló. Creamos un periódico o algo así y nos íbamos de excursión. Dios y rezar y todas esas cosas eran un mal menor. Los monitores de las convivencias fumaban y contaban chistes verdes, dormíamos tres en la misma cama y hablábamos de enrollarnos y hacernos pajas.
Mi abuela, exultante por los resultados, me regaló un misalito infantil, perfectamente desechable por lo demás, pero que incluía las enseñanzas de un niño llamado Domingo Savio, que según rubricaba el propio libro, era «savio» de nombre y de espíritu. El niño, a decir verdad, daba escalofríos. No solo obedecía a sus padres y profesores, sino que tenía ataques de ira contra sus compañeros cuando estos se peleaban, fumaban o torturaban animales, es decir, todas las cosas que le hacían a uno niño. En una de esas aventuras, el Savio de Domingo encontraba a uno de sus camaradas leyendo un libro que consideró de carácter inapropiado (no especificaba de qué iba la historia que leía), así que el Savio de Domingo le arrebató el libro, lo hizo trizas delante de sus narices y luego levantando un dedo hacia los cielos soltaba algo así como: «los malos libros envenenan el corazón»
Esta historia se ha repetido hasta la saciedad y la imagen de la pira de libros es ya el símbolo supremo de la ignorancia, la mezquindad y la incultura de una sociedad. Nadie, con algunas lecturas a sus espaldas, promocionaría la censura de libros en virtud de nuestra salud literaria.
Excepto si el censor es un escritor. Por raro que parezca, cada vez hay más y más escritores e intelectuales que des-recomiendan la lectura de ciertos libros. Arguyen, eso sí, no que son perjudiciales para el alma humana, que corrompen nuestra sociedad sino que los libros «son malos» o «no son literatura».
Una de las mayores frustraciones que he tenido como persona adulta ha sido el de no poder comportarme, siquiera una sola vez, como el matón que zurra a un empollón por sus maneras pedantes, sus aires de superioridad y su espíritu proselitista y condescendiente sobre cómo debe formarse el criterio (i. e. el espíritu) de sus compañeros lectores, quizá porque ¡ay! durante mi infancia yo formé parte o quise formarla de esa élite intelectual y me preocupaba más llegar intacto a casa que tratar de emplumar al empollón.
Ahora sí: el criterio de un lector o, más en general, de una persona se forma no sólo a través de las buenas lecturas o las buenas acciones, sino también a través de las malas; un criterio guiado solo por las buenas lecturas le convierte a uno en un lector parcial, de visión sesgada y segregacionista, en un lector manco o cojo: nunca se ha puesto de parte del malo. Ser escritor está muy bien, pero en realidad es una tarea muy vaga: uno se sienta con una idea y la escribe, allá el resto. Ser un buen lector conlleva un trabajo muy pesado que es el de tratar de descifrar los códigos que un tipo ha puesto sobre un libro, no aburrirse y tratar de destilar de todo aquello algo positivo. Si finalmente lo que lee le parece bueno, quizá sea bueno; si no, seguramente sea malo.
Por eso los ataques velados a la «mala literatura» me recuerdan mucho las historias de censura que el misalito incluía de boca de Domingo Savio, y las ganas de que uno se vuelva el matón que nunca fue reviven.
Por ejemplo en:
Hay libros malos que están muy bien escritos y éstos a la larga son los peores, pues suelen tener muchos lectores que creen que la lectura fácil es la verdadera literatura. Los editores los llaman «literatura comercial de calidad». Estos libros, más que no acabarlos, lo que se debe hacer es jamás empezarlos.
Santiago Gamboa
En fin, no hay nada especial en esta digamos literatura, y olvídense de que estamos ante un Stephen King o cosa por estilo. Ya puestos, estamos ante un Zafón escandinavo. Aquí el éxito se debe, por si también alguien lo pregunta, a la cantidad de basura que almacena nuestra cabeza y a la ocasión que nos proporciona Larsson de rebozarnos en ella.
Alejandro Gándara