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Un blanco corre por las favelas de Salvador

Un par de días después de aterrizar en Salvador de Bahía decidí salir a correr por la ciudad. Los poco entusiastas del atletismo nunca entenderán por qué un corredor amateur necesita salir a regarse los pies con kilómetros cada poco tiempo: lo comparan con una droga y a nosotros con drogadictos. Yo creo que la comparación peca de injusta. El drogadicto es la víctima de una superestructuras criminales que terminan por aplastarlo. Es el triste final de una cadena que incluye agricultores explotados, mulas detenidas en aeropuertos, camellos enganchados a su producto y poblaciones al borde de la destrucción. El corredor solo corre y si no puede correr se queda en casa comiéndose unas galletas y la cabeza. Con todo, nuestro anfitrión, Mark intentó convencerme de que no todas las rutas en Salvador eran seguras. Por supuesto, no le hice caso. ¿Cómo no iba a ser segura una ciudad cuya geografía esta compuesta de un setenta por ciento de favelas y un treinta por ciento de viviendas amuralladas, con guardas armados, alambre de espino electrificado y perros de presa?

No trato de ser sarcástico, y esta es la lógica por la que se guíaba mi reflexión. Usted tiene una ciudad maltratada por todos los costados; acuda donde acuda para documentarse, el viajero novato encuentra una y otra vez las mismas ideas, convenientemente entretejidas, sobre el carácter peculiar de Salvador de Bahía. Primero, que es la ciudad más africana fuera de África, por la cantidad de negros descendientes de esclavos que viven. Segunda, que el 70% de las viviendas son infravivienda. Y tercero, que es una ciudad tremendamente insegura. Estos hechos combinados con los polvos mágicos de los prejuicios, producen cadenas causa y efecto muy interesantes para estudiar el nacimiento del discurso racista: Salvador es una ciudad pobre, de negros y peligrosa. Pero la verdad es que si una ciudad pobre, de negros y peligrosa ha sabido mantenerse viva durante tantos siglos de tráfico de esclavos, si ha sido la ciudad que fermentó la creación de la capoeira, un arte, danza y lucha incluyentes; si ha logrado mantener su carácter a través de su religión, de la música, si ha sabido ser un verdadero hogar multicultural (puesto que alberga a los descendientes de un continente entero, África, y no de una sola nación colonizadora) uno no entiende cómo ha encontrado un camino en el que la ciudad no sea una zona de guerra constante.
Y sin embargo lo es: una zona de guerra. Pelourinho, el barrio de los turistas, es constantemente patrullado por la policía militar, que portan el elemento disuasorio más efectivo para los mendigos: una metralleta. Los apartamentos de las clases más pudientes están rodeados de pantallas de polimetilmetacrilato, custodiados por seguridad privada armada hasta los dientes, en las cualquier visitante es registrado y estudiado como si fuera un terrorista suicida. Se pide no correr por dentro del recinto y seguir las normas de seguridad, de otra manera, ¿qué podría pasar? Las vallas electrificadas vienen de serie. Es peculiar que los polvos mágicos de los que hablaba antes hagamos que nos de más miedo lo que puede ocurrir si corremos por una ciudad desconocida,  a un tipo de dos metros con una rifle cargado y vistiendo un chaleco antibalas.

ladeiras

Así que salí a correr. No sabía muy bien dónde quería ir, o por dónde quería correr, o peor aún, cómo iba a volver si me perdía. No es extraño ver a corredores en Salvador de Bahía. Desde el faro de Barra hasta las playas de Flamingo se pueden contar por cientos, la playa a un lado, la ciudad al otro. Sin embargo, no era una opción para mí, ya que el apartamento donde nos alojábamos quedaba muy lejos de la playa. Así que terminé donde tenía que terminar: corriendo por las ladeiras que, por cierto, hacen honor geográfico a su nombre. Que pregunten a mis piernas. Yo me imagino a mi potencial asesino afilando el cuchillo en el interior húmedo y caliente de su favela, esperando que pase por su calle para asaltarme y rebanarme el pescuezo y después hacer macumba sobre mis entrañas y lo que me encontré fue… Nada. Oh, sí. Salvador de Bahía. Una ciudad en la que la policía militar detiene a gente por la calle y los tumba en el suelo como si fueran terroristas suicida. Un tráfico que amenaza con comerse la ciudad. Miradas extrañas hacia el blanquito que con zapatillas de deporte suda una camiseta que cuesta lo que un salario medio en la ciudad. Mercadillos donde venden carajés de un aspecto más que insalubre junto a copias perfectas de bañadores Adidas. Y un calor que me perdió en mitad de la ruta.

Sobre la escritura y sobre correr

Me encanta correr. Tanto, que no hay semana que no haga al menos cuarenta kilómetros. En un año, he participado en cinco carreras (incluida la San Silvestre Vallecana, en la que pude correr de milagro), me he llevado un par de sustos en el fisioterapeuta y tengo planeado correr la maratón clásica de Atenas este año. No obstante, no me puse a correr por salud sino por tacañería: ¿para qué pagar cuarenta libras mensuales de gimnasio si puedo correr alrededor del gimnasio por casi nada? Echarme a la carretera también me ha ahorrado un buen pico en psicoterapia, y es que parece ser que torturar tus rodillas durante una hora cada día cura la melancolía y la desazón.

Así que a correr se ha dicho. Salgo disparado del trabajo para vestirme con el traje folclórico del corredor amateur: zapatillas, camiseta transpirable, pantalones cortos, reloj cuentakilómetros y muñequera con dinero y llaves, y ahí que voy al elegante trote por parques, calles y avenidas. La excitación cuando voy a correr es tal que me falta tiempo para deshacerme de la ropa de trabajo una vez llego a casa y tirarme a la calle a zapatear en el pavimento. Esta urgencia por emular a Zatopek o Forrest Gump, según el día y la hora, le hace uno olvidadizo y acarrea anécdotas muy apropiadas para reuniones de amigos, especialmente aquellas en las que la mayoría de los presentes se agita ante la mención de la práctica de actividades físicas más allá de la carrera hasta el autobús. Como aquella vez que me dio un tirón en un enero siberiano a cinco kilómetros de casa, sin abono transporte ni dinero con el que tomar el autobús. O el espasmo asmático que me atacó en primavera mientras mi ventolín reposaba plácidamente en el fondo del cajón de los teléfonos móviles retirados y condones con fecha de caducidad cercana.

Ayer me olvidé las llaves de casa. No se lleve nadie a engaño, que no fue una desgracia: vivo con otras dos personas, que estaban trabajando en ese momento, así que acudir al drama no era razonable. Aún. Fueran una, dos o tres horas, mis compañeros de piso volverían y podrían abrirme la puerta, y me fundiría en un abrazo con ellos. Y ellos, perplejos, deducirían que aquella era otra muestra más de la necesidad que Raúl tenía de un par de sesiones más de psicoanálisis.

No había comenzado a correr y ya sabía que no tenía las llaves y no podía volver a casa. Así con todo decidí correr. Mis quince primeros minutos al trote los ocupo pensando en las cosas que me han tocado los cojones ese día. Por ejemplo: que tengo que soltar cincuenta libras a Vodafone por no molestarme en conectar Skype con más frecuencia. O que ese mismo día le dije a mi jefe que dejaba mi puesto de trabajo, y que no tenía intención de buscar trabajo o montar negocio alguno. Ningún plan. Bueno, sí, quiero escribir, pero eso no evita la sorna y cierta vergüenza ante lo regurgitado de la opción. Escribir no da dinero. Pienso, además, que me he dejado las llaves en casa, sin saber si mis compañeros decidirán trabajar hasta tarde o solazarse en las casas de sus parejas hasta la mañana siguiente.

A los quince minutos del comienzo de la carrera, la respiración, el ritmo de la carrera y la mente se calman. Encuentro un equilibrio y así el esfuerzo se hace más agradable. No obstante, no se vuelve más fácil: mantenerse en este estado de neutralidad emocional requiere una concentración formidable. Yo soy de la opinión de que cualquiera con una forma física normal puede correr una maratón en cinco o seis horas si tiene la cabeza donde tiene que estar. En mí, cualquier interferencia desata una pequeña crisis interna y la primera reacción de mi cabeza es siempre “para”. Un ciclista te adelanta: “para”. Un chucho te ladra: “para”. Otro corredor se pone a tu estela: “para”. Y así todo. Trato de observar las reacciones internas y a la tercera vez, ea, paro. No quiero desatar una crisis de ansiedad y convertir mis ejercicios de introspección en una tortura. Ea, venga, paro. Llegué al portal de casa, y mis compañeros no habían llegado. No sabía qué hacer, o cuánto esperar, así que me dediqué a caminar. En un cibercafé mandé un correo a los dos, con la esperanza de que lo leyeran y se apiadaran de mi despiste lo antes posible. Sin teléfonos móviles ni otra manera de contacto cabía la posibilidad de que pasara la noche fuera de mi casa.

No estaba dispuesto a dejarme llevar por el pánico, no aún, así que me senté en la parada de autobús en frente de mi casa y tomé el 38 hasta Angel. Pero no tomé el autobús 38 de toda la vida, no, no, yo quería subir a uno de los nuevos, el nuevo RouteMaster que lleva poco tiempo operando y en el cual uno puede montarse y bajar al vuelo, en una intersección, en un cruce, ale-hop y uno ya está dentro, como en los antiguos RouteMaster. Mirad qué preciosidad.

De ahí bajé a Angel y me di un paseo por mi antiguo barrio, donde viví un año en un piso de una habitación que, para que negarlo, era un lujazo, está situado a una conveniente distancia entre King’s Cross, Angel y la City pero cuyo alquiler y facturas se comieron los ahorros que traía de España en cinco meses y me acarrearon una deuda de igual cantidad, que solo he terminado de pagar este mismo año. Esto es: quince meses después de haberme mudado a una habitación en un piso compartido en la poco accesible zona 2. Donde vive la gente normal. Aun con todo, la deuda no era lo peor – el banco Papá y Mamá no carga intereses por demora – sino la recurrencia de ciertos pensamientos cuando vivía solo en ese piso. ¿Y qué pasaría si una noche me da un infarto y me muero? ¿Y si me caigo en la ducha y me desnuco? Quedará mi cadáver expuesto al ridículo y la voracidad de los insectos carroñeros, sí pero ¿cuánto tiempo? ¿Una semana, dos semanas? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que alguien me eche de menos?

En esto entretenía mis noches cuando vivía en ese piso, así como en organizar en mi imaginación orgías y encuentros fugaces con prostitutas de alto standing  que nunca llevaría a cabo. La ética católica es firme en este aspecto, y es imposible librarse de la misma así como así. Lo primero era pagar las deudas, luego la diversión. Donde quiero llegar con todo esto es que ayer estuve durante dos o tres horas mucho más desprotegido que cuando lo estaba en ese piso en el que viví durante un año en Angel. Ayer estaba en la calle: no tenía dinero, no tenía casa, hacía frío y el sudor seco no me hacía el acompañante más ideal. Caminaba en pantalones cortos y observaba a la gente cenando en restaurantes, abrazados a sus novias o celebrando el final del día en algún pub. Yo llevaba una libra en el bolsillo con la que me pagué un Gatorade, y el abono transportes u Oyster card.

Cuando siento que no quiero continuar corriendo o me descubro poniéndome límites en distancia o tiempo, y la mente empieza con la cantinela “para aquí”, “para allí” o “para, cojones” ensayo el siguiente ejercicio: ¿y si el fin no estuviera aquí, o a cien metros, o a doscientos, o a diez kilómetros? ¿Y si tras cruzar la meta tuviera que seguir corriendo hasta que las rodillas reventaran? ¿Cómo lo iba a hacer? ¿Y si mis compañeros de piso no hubieran vuelto, como finalmente hicieron, porque se habían desnucado en la ducha, o habían organizado una orgía y en ese caos no había dios que escuchara el timbre?

¿Qué habría pasado entonces?

Lo peor de las expectativas no es que se cumplan, es que si uno no las domestica terminan por acaparar el espacio de todas las posibilidades. No puedo correr una maratón porque me asfixio a los diez kilómetros, no puedo dedicarme a escribir porque necesito un salario, voy a morir solo y abandonado en la calle porque me he olvidado de las llaves del piso. La expectativa, fatídica o sublime, ocupa toda la imaginación y la estrangula.

Reviso las mías: quiero una casa para mi novia y mis futuros hijos, pero no quiero morir pensando que he renunciado a mi vida para pagar una hipoteca. Quiero escribir, pero no quiero enfrentarme a las especies que pululan el ambiente: críticos, agentes, productores. Sobre todo, no quiero enfrentarme al peor de todos: yo mismo, que acudo a la escritura con los dientes apretados y una visión repleta de prejuicios y ideas preconcebidas que poco o nada ayudan al oficio.

Y sin embargo, ocurre. Uno se sienta a escribir y escribe, o se mete en una hipoteca, o deja su trabajo, o sigue corriendo, no para cumplir la expectativa sino por esa fascinante cualidad que tiene el hombre de ir en contra de la lógica que uno mismo ha creado. Uno abandona las expectativas y, como si un muro de contención se hubiera derrumbado, entra la vida. Tu novia te dice que te ofrece casa y comida, y hasta lecho caliente, si te portas bien. Que los niños, si vienen, no necesitan vivir en una mansión con cinco habitaciones: necesitan un padre atento, cariñoso y sobre todo, honesto consigo mismo. Revisas la lista de amigos a los que podrías acudir para tomar una ducha y que te dejen algo de dinero hasta el día siguiente sin que te pusieran demasiadas pegas y resulta que son más que un puñado. Tengo a Bárbara y Sergio. A Verónica y a Edu. Efrem, Carlos, Chris… Descubres que después de diez kilómetros aún podrías correr otros diez. Que podrías correr una maratón.

Descubres que estás semidesnudo en la calle y solo, sin casa y sin dinero, y empieza a hacer frío en un verano que nunca se parecerá a los veranos en España y que no es que no tengas un lugar al que ir, sino que puedes ir a cientos. Al abandonar la expectativa de volver a casa, a tu cama, a la comodidad del fuego conocido se abre la posibilidad de hacer de cualquier sitio desconocido tu hogar.

Descubro que la casa está dentro de uno mismo. Y solo uno mismo la puede habitar.