Para acabar de una vez por todas con la teoría de los narradores (omnisciente, omnipresente, testigo, primera persona), volveremos a lo básico: una buena historia es aquella en que el lector se sumerge en lo que le sucede a los personajes como si estuviera en una ensoñación y ningún elemento del cuento o la novela lo despierta súbitamente.
El narrador es un elemento más que debe participar en la construcción de esa ensoñación. Repito: uno más. Y, con toda honestidad, no entiendo por qué en la mayoría de los libros de escritura creativa en español se le da tanto peso al omnisciente y el testigo y el cámara y se deja sin mencionar, por ejemplo, la rimbombancia. Una escritura rimbombante mata más novelas que un mal narrador y este es un hecho sobre el que todo el mundo debería reflexionar.
El narrador es la voz, el instrumento, dispositivo, espíritu o el susurro psicótico que presenta la historia, muestra a los personajes, coloca los eventos en el lugar adecuado y sobre todo intenta no sacar de esa ensoñación al lector. Así que la función del narrador es contar la historia y viceversa y esto es muy traumático para algunos escritores, porque, ¡ay!, piensan que quienes cuentan la historia son ellos.
El narrador no es el autor y cuando lo es, se trata de una autobiografía, y de esto apenas hablamos en las clases de escritura creativa y por eso algunos alumnos salen huyendo a las primeras de cambio. Un narrador, además, puede ser o no un personaje, puede dar su opinión o no, puede saberlo todo o no, y sobre todo, puede cambiar a lo largo la narración.
El narrador es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual que los otros, aquellos a los que él «cuenta», pero más importante que ellos, pues de la manera como actúa —mostrándose u ocultándose, demorándose o precipitándose, siendo explícito o elusivo, gárrulo o sobrio, juguetón o serio— depende que éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de ella y nos parezcan títeres o caricaturas.
Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa
No seré yo quien corrija a un premio Nobel, al menos no en todas las ocasiones, pero este tipo de sentencias suele confundir al escritor que comienza. Una historia la puede contar, efectivamente, un personaje como la mujer de Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes; o la puede contar nadie, como en Dune. En Dune el narrador no tiene corporeidad, no es un personaje que pulula por la novela, no tiene objetivos, no tiene que huir de los Harkkonen ni unirse a los Atreides: el narrador es una voz omnisciente que refleja qué hacen, piensan, aman, odian los Harkkonen, los Atreides y hasta el soldado más inútil de los Fremen. Pero no aparece en la novela como personaje ni saluda ni sonriendo ni posa en fotografías con cara de acelga.
Como decía, el narrador es una voz que organiza los eventos, describe a los personajes, les pone retos, oculta y muestra información al lector y todo ello sin necesidad de tener un nombre.
No hay un narrador mejor que otro para contar una historia, así que a la pregunta ¿qué narrador utilizar? no tiene respuesta (y es además muy irritante para el profesor, que debe dedicarse a otras cosas). No es que no tenga una respuesta sencilla o compleja, es que no tiene contestación. Cada narrador cambia el tono, la emoción, cómo se presentan los personajes, cómo deben darse los golpes de efectos y cómo se presenta la historia, y ninguna es mejor ni peor: es el escritor el que debe decidir cuál encaja mejor con su forma de escribir; las emociones que él, como artista, experimenta mientras escriba y qué confianza tiene en poder mantener la ensoñación a lo largo del escrito. No es lo mismo que un chiste lo cuente tu madre, tu padre o tu perro, alguno de ellos te hará reir, otro te hará llorar y tu padre nunca ha tenido gracia para los chistes.