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Viaje a Brasil: Gestione su pobreza con inteligencia empresarial.

Soy uno de los viajeros más torpes del mundo. Cada vez que organizo una visita a un lugar nuevo, empiezo a diseñar mentalmente cómo va a ser mi viaje y sé cómo va a transcurrir: hablaré con gente nueva como si fueran viejos amigos, me moveré con fluidez en el idioma local, castigaré al paladar con las exquisiteces autóctonas y dejaré el país en un reguero de nostalgias y adioses que, como la soga de esos barcos pequeños que cruzan islas cercanas, siempre tendrán una parte de mi corazón en su tierra.

Lo que pasa luego es que me doy cuenta de que soy un turista y como buen turista espero que todas esas aventuras sucedan, de otro modo me llevo una decepción tremenda y acuso al país de no proporcionarme la experiencia adecuada a mis expectativas, levanto el puño al cielo y juro por mi sangre que nunca más volveré a pisar el suelo de esa nación. Además, jamás me preparo como es debido para la experiencia turista: en Bruselas me presenté con poca idea de francés, sin mapa y sin cámara de fotos en la estación de metro Gare du Midi, que en mi cabeza quería decir: Puerta del Centro (Midi – Medio como buen cognado), es decir, centro, es decir, atracciones turísticas sin peligro de ir a caer en un barrio con gente que destripa gallinas y turistas de manera indistinta. Infelizmente Gare Midi en flamenco es Zuidstation, que ya se parece más a Estación del Sur y Sur, en cualquier lenguaje civilizado quiere decir pobres, muerte y enfermedad. Y así fue: caí en el barrio de los inmigrantes, donde la gente en la calle no lleva cámaras de vídeo sino carros de la compra y en vez de FNACs hay fruterías. Me gustó más Bruselas así que en su versión carta postal, con alemanes chupeteando mejillones y americanos admirando la Grand Place. Me hizo pensar que Bruselas era una ciudad habitable después de todo y que tenía vida detrás de su historia de pasquín informativo.

Si no has hecho algo así, es que nunca has salido de tu país
Si no has hecho algo así, es que nunca has salido de tu país.

Esta forma boba de viajar tiene sus ventajas: con el paso de los años y de los billetes de Ryanair uno ya no espera nada de sus viajes y es entonces cuando le ocurre de todo, y termina reflexionando sobre elementos del viaje en los que uno no repararía si se tratase de un turista con guía en mano o de un aventurero con machete y zurrón. En enero de este año, Alice me propuso visitar su país, Brasil, durante un mes y yo acepté encantado, aunque mi interés por visitar Sudamérica era nulo hasta entonces. En agosto tomamos un avión desde Londres hasta Salvador con escala en Río de Janeiro.

A los cinco minutos de aterrizar en Río, ya sabía todo lo que tenía que saber sobre los brasileños, su cultura, sus costumbres, sus pecados y su encanto y de alguna manera ya me estaba despidiendo de ellos.  Digo esto porque encuentro muy práctico formarse una idea preconcebida sobre un país una vez que uno pone un pie en el país y no antes. Si yo, por ejemplo, anuncio que los cariocas son presuntuosos sin haber salido de España mi credibilidad como viajero es muchísimo menor que si afirmo que los cariocas son presuntuosos y yo lo sé porque estuve allí dos semanas. Así que yo siempre aconsejo a mis amigos que se formen todos los prejuicios posibles justo cuando lleguen a los países de destino y luego esperar a que lo azaroso del viaje los vaya deshaciendo, poco a poco, como un cuentagotas sobre una terrón de azúcar, hasta que al fin el prejuicio no tenga asideros y uno tenga que aceptar que el mundo es peligro, misterio y alegría y que no sabemos cuáles son las proporciones exactas y que tal vez por eso nos dediquemos a viajar.

Lo primero que anoté en mi cuaderno sobre mi viaje a Brasil fue tomado en el aeropuerto de Río de Janeiro, mientras esperábamos la conexión con el vuelo a Salvador, fue que uno de los signos inequívocos de la explosión del desarrollo económico de un país es la inundación de las librerías del aeropuerto con libros sobre gestión empresarial, management, liderazgo y demás argot postindustrial. Pensé: en Brasil aún no han llegado las noticias de la caída de Occidente, donde tipos con MBAs y cursos de resolución de conflictos se suicidan desde los edificios más lujosos cuando ven acercarse la muerte de la ideología yuppie. Todo aquello que nos creímos acerca de cómo influir a gente importante, cómo construir tu carrera con racionalidad, cómo invertir en bolsa como un broker de Wall Street tuvo su graduación con honores el día que los empleados de Lehmann Brothers llevaban sus pertenencias, sus esperanzas y su ideología yuppie en cajas de cartón minutos después de ser despedidos.

Está lección no estaba incluída en las clases del MBA
Está lección no estaba incluída en las clases del MBA

Si en Brasil va a ocurrir lo mismo o no, ahora que está en el sendero del crecimiento económico (y por tanto ideológico), tendrá mucho que ver con cuánto de esa ideología queda en el fondo del armario de sus políticos. De momento, los estantes de las librerías de los aeropuertos añaden un elemento peculiar a esta palabrería sobre management, gestión de fondos y cómo hablar en público: Dios. Una gran parte de los libros editados bajo la materia «negocios» incluían la religión como parte consustancial al buen hacer financiero. Títulos de libros tales como: Dios, Mi Jefe de Negocios, Citas de la Biblia para manejar a sus empleados, Qué haría Jesús en su reunión, Dios está en cada despacho de márketing añaden a Dios al ya confuso lingo de los negocios. Ahora tener un negocio próspero o liderar una organización con habilidad no es tan solo una cuestión de conocimiento, capacidad y azar, sino también de gracia divina. Si Dios está de nuestro lado, los beneficios de las empresas florecerán y el país se beneficiará… Pienso todo esto mientras miro a través de los ventanales del aeropuerto y imagino las favelas cubriendo las colinas de Río: si Dios está con los que hacen dinero, ¿qué hará con los que no lo tienen? Terminé por no comprar ningún libro, ya que nos entró la sed y no habíamos dormido bien durante el vuelo desde Londres.

Diario de Londres VIII – Amados monstruos inmobiliarios (viva el Líbano e Irán)

Hay un lecho, detrás de un sofá, apenas un colchón en el suelo que, sin embargo, es el lugar más genial donde hemos dormido. Allí uno mastica los pequeños triunfos, las esperanzas, los problemas con el idioma y las aberrantes condiciones de otros sitios. La parte de detrás del sofá de casa de Bárbara y Sergio es el lugar más romántico de Londres.

Sin embargo, más de una vez nos hemos visto tentados por las aventuras peligrosas. Un señor anuncia una habitación: cara, en Angel, un solo habitante. Hasta ahí todo normal. El texto incluía, no obstante, unos párrafos dedicados a la tolerancia entre religiones como condición innegable para habitar el sitio (era una habitación a corto plazo). Así que, entusiasmado, le escribo un correo personalizado y lo envío en lugar de las cuatro líneas de presentación que nos han dado buen resultado para concertar entrevistas. Le cuento que soy escritor, que soy católico no practicante, que la religión o, al menos el pensamiento mágico, ha fundado civilizaciones, en fin, cuatro o cinco obviedades que no delataran la desesperación por encontrar un piso. Tras haber sido sometidos a un juicio sumario en una de las casa (cinco habitantes examinaron nuestros gustos musicales, teatrales, cinematográficos, etcétera para luego deliberar si debíamos vivir con ellos o no), mencionar el pensamiento mágico y la religión en la misma frase no me produjo sonrojo. A fin de cuentas el que se dejaría los talegos soy yo.

En fin, el caballero me manda varios mensajes y finalmente llama, y me pregunta por mi historia, por mis traducciones (le dije Sarah Kane, Michael Hartnett, ni idea) y me confiesa que él había trabajado en la City durante mucho tiempo pero que ahora se dedicaba a la escritura y a la traducción. «Escucha: venid a mi casa a cenar. Echadle un ojo a la habitación y tanto si os gusta como si no, habréis cenado gratis». No sonaba mal. Salvo por un par de anécdotas que merece la pena contar.

La primera prueba a la que nos sometió fue la de comprar dos lechugas. Salvo que lechugas, en inglés, se escribe lettuce y, según el acento se pronuncia lettez, que a su vez se parece a leper, que significa leproso. Añadir un leproso a la ensalada, un leproso que se compra en el Caprabo de aquí, un leproso que además era rumano, era… extraño. Yo había entendido leper y como tal pedía lepers a los asombrados trabajadores del Caprabo londinense, lepers rumanos para la ensalada, de toda la vida. No los encontramos. En su lugar llevamos unas lechugas romanas, y contuvimos el aliento, no fuera que en efecto, nuestro anfitrión deseara un bocado tan exótico para su ensalada.

En ningún momento nuestro landlord nos proporcionó la dirección, con lo cual teníamos que seguir sus indicaciones, que por otra parte, no conducían a ningún sitio. Gira a la izquierda quiere decir algo si, en efecto, hay un lugar donde girar a la izquierda y no cuatro. Por fin llegamos a la casa. Nos abrió un señor obeso, que vestía una camiseta raída y tenía las patillas canosas. No parecía el escritor que decía ser…

Diario de Londres VII – Amados monstruos inmobiliarios (2)

Una de las grandes cualidades que se exigen tanto a los humoristas como a los timadores, jugadores o, en general, artistas del engaño es la contención: mantener un semblante recto, seco y sobre todo no forzado, mientras se narra un chiste o se despluma a un inocente, es una cualidad que por sí misma delata un oficio.

Esta mañana, mientras recorríamos el mundo a través de los ojos de Londres (las ruidosos mercadillos de Elephant&Castle, las sórdidas Docklands bengalíes u la estúpida Oxford Street, conocida como la M30 londinense por las taladradoras que la percuten todo el día) un individuo nos ha enseñado lo que sería, previo pago, nuestra habitación. El caso es que no era una habitación: era el salón. Ante la posibilidad de que un lapsus hubiera asaltado a mi futuro compañero – pues en el living tan solo había un sofá desvencijado, forrado con mugre- le pregunté si aquella iba a ser nuestra habitación, y me quedé a mitad de frase, porque descorrió una sábana que parecía cubrir un armario y mostró la cama doble. No sonrió un instante y a mí me sorprendió este detalle, porque afeaba el número: si hubiera dicho ¡tachán! justo después de correr la improvisada cortina, me caigo redondo al suelo.

Hace un par de días nos abrió una rusa: ella misma había alquilado el piso, de tres habitaciones, cada habitación (estrechas como un barquito dentro de una botella) venía a salir por 800 libras. Pero lo más curioso del asunto no era que se tratara de mantener con nuestro caudal a la estudiante rusa, sino cómo recibía a los inquilinos: debían ser en su mayoría hombres, de ahí el vestido ceñido, recortado por encima de las rodillas, escote ligerito, dejando al aire unas lolas de las que, humanamente, era imposible despegar la nariz. En el momento de recibirnos «estaba estudiando estadística» de esta guisa, fresca, satinada, muy eslava. La habitación grande ya había sido reservada de inmediato por un soltero que la había visitado minutos antes que nosotros.

Lo mejor de Londres y de la estomagante contención de sus modos, es que uno no sabe si visita una habitación o una obra de arte. No faltan críticos que adviertan de la gran farsa de la que vive el arte moderno, que el chito se va a acabar de un momento a otro y que van a acabar todos en el paro. Al superávit de críticos más corrosivos podrían inventarles nuevas profesiones: críticos inmobiliarios. Un tipo nos ofrece una habitación en Oxford Street. En el anuncio son 200 libras a la semana, de repente se han convertido en 250 libras. La culpa la tiene la nueva arquitectura minimalista: lo chic, en Londres, es que la habitación no sea habitación. Aquí no había cama-sorpresa detrás de una cortina, ni sugerentes rusas que bailan la lengua tras los carrillos: no había nada, bueno sí, había un tipo encima de una mesa. En concreto había cuatro: tres serraban, claveteaban y lijaban listones y un tercero descansaba encima de un mueble del mismo material. Los cuatro me miraban como animales nocturnos deslumbrados por los faros de un automóvil, los cuatro formaban parte de una performance a 250 libras la sesión semanal, con baños ocupados, camas deshechas y ventanas tapiadas. Y este tipo no se reía.

Un tipo duerme encima de mi mesa. Si lo meto en formol, me hago de oro.

Diario de Londres VI – Amados monstruos inmobiliarios

Uno querría hablar de las torres preñadas de Old Street, de los baños públicos en el underground, de los murales de Shoreditch, de la comunidad bengali en Bricklane, la niebla que nos recibe y trufarlo todo con epítetos y versos de John Keats, pero nuestra misión es mucho más mundana: encontrar una habitación.

Nada menos que cinco personas me ofrecen, a precio de ganga – y precio de ganga es 500 libras/mes – habitaciones en el mismísimo Bloomsbury, Camden, Kensington. La única pega es que las habitaciones, a pesar de estar a varios kilómetros de distancia entre sí, están decoradas de igual manera, con idénticos parqués y chimeneas tapiadas, motivos de decoración en las paredes. Y los propietarios, todos ellos son importantes consultores de negocios, contratistas, etcétera y casualmente se encuentran fuera del país, con lo cual ver el magnífico piso es imposible, además de un incordio, pues mucha gente quiere ver el piso y pocos lo aceptan, para irritación y sulfuro del propietario. Así que si transfiriéramos 700 libras a través de MoneyGram … Sería nuestro. Tal como el disgusto por dar de comer a estafadores.

Hay negocios que, sin embargo, despiertan sospechas. Como los alquileres sin contrato. Alguien, apelando a los orígenes, a la lengua -me fío más de los españoles-, alquila su piso entero a precio de habitación (digamos 200 libras a la semana). El tipo, como los importantes consultores de arriba, estará fuera del país durante un tiempo y necesita que alguien se encargue de la casa. Por supuesto, nos intercambiaremos nuestras referencias y todo lo demás pero nunca sabremos si a los dos días de vivir allí, el auténtico dueño habría aparecido y habría preguntado: ¿qué hacéis aquí, cómo habéis entrado, quién os ha abierto la puerta?

Al lado de nuestra casa temporal nos ofrecían un habitación: aquí no había timo. Había necesidad. Los inquilinos (dos hermanos y la madre) necesitaban alquilar la planta baja, bien decorada, sombría, húmeda, para afrontar los gastos. De la necesidad a la caridad hay una peligrosa corta distancia y el sentido de negocio (dos partes conformes) se pierde con la caridad.

En Holloway nos atendió un propietario que era actor. Era un actor que hacía de italiano trajeado, arrogante, muy satisfecho de sí mismo: un chiste de italiano, un cliché, una broma. Nada perturbó su magnanimidad: ni la expresión de asco que nos invadió a los cinco que competíamos por una habitación doble mugrienta en una casa sin salón donde ya vivían otros cuatro inquilinos (fantasmas), el desorbitado precio para tratarse de una zona empobrecida. Si en algo cree esta gente es en la perseverancia: al final llegará alguien desesperado y pagará la fianza y el alquiler de una cama en un piso encima de un kebab.

Habrá más.

Diario de Londres V

¿Qué libro debería llevarme a Londres?

La primera vez que fui a Dublín eché cinco libros en la maleta: dos de ellos eran libros de texto de segundo de filosofía (aún estudiaba por la UNED), otro era el primer volumen de El Capital, del que andábamos tomando notas por aquellos días gracias a uno de los primeros ensayos de Marzoa, La filosofía de El Capital. De los otros no me acuerdo. Iba para seis semanas y las pasé entre la desgana de los ejercicios de gramática y el júbilo de la Guinness en la más barata de las habitaciones del Browns, un hostal que se hundía en el suelo de Lower Gardiner Street y donde me recitaron por primera vez a Cesare Pavese en italiano (Verrà la morte e avrà i tuoi occhi). La segunda vez no recuerdo cuántos libros llevé, en total más de diez o veinte entre idas y venidas, en un vano intento por traerme lo mejor de mi biblioteca y por tanto de eliminar el rastro de la raíz que todo conjunto de libros es para su propietario, inútilmente. En venganza, An Post perdió la mayoría, incluído El Capital, con todas mis anotaciones. Pero rescató Las ínsulas extrañas, que para mí ya es un manual de honestidad poética y del que muchas veces he hablado en este blog. Después fui y volví a Lyon con un libro de Gabriel Ferrater, Las mujeres y los días. No fue difícil escoger entre otros:

Fin del mundo

Puedo repetir la frase que se llevó
tu recuerdo. Nada más sé de ti.
Esta insistente agua de palabras,
siempre creciente, va desmoronando los márgenes
de la vida que se creía real.
La tierra pedregosa y fatigosa
de andar, y los árboles que me herían
los ojos con una rama delicada,
tan vivamente maligna, convincente
con la mejor prueba, la de las lágrimas,
parece que no son nada. Se van rindiendo
a la anchira gris, jaspeada
de esperma pálido, empalagoso. Todo cae
con un ruido lento y blando, y flota
sin figura, o se hunde para siempre.
Todo da sentido, solo sentido, todo es
tal como he dicho. No sé nada de ti.

Partir con un libro titulado El libro del desasosiego de Pessoa no parece un buen agüero – y eso que me costó costó años volver a encontrarlo en las librerías -, y La riqueza de las naciones, de Adam Smith, parece una concesión demasiado temprana e ingenua al país del que es originario el volumen y el autor, además de una ironía imperdonable. Podría llevarme oculto Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente y obligar a Franco Chiaravalloti a firmármelo junto a alguna obra de Damien Hirsch.

O podría no llevarme ningún libro: que en la luminosa biblioteca donde ahora se acumulan, esperen a mi vuelta y que aguarden las lecturas que no terminé, que reclamen desde aquí el compromiso ineludible con el retorno, como un pacto silencioso suspendido en el tiempo.