El protagonista me cuenta la historia

Elegir un narrador no debería ser un dolor de cabeza para el escritor: es más, ni siquiera uno debería plantearse tal elección antes de ponerse a escribir un relato. Una de las preguntas de más fácil respuesta en un taller literario es: ¿qué tipo de narrador debo utilizar? El que quieras, bro. Si el narrador va a ser el elemento que determine la calidad de tu relato ya te puedo anticipar que es un mal relato.

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No es esta una afirmación al tuntún. Cada narrador (o mejor, «voz narrativa») supone unas restricciones estilísticas que el escritor debe conocer. Por ejemplo, que alguien que cuenta la historia desde su participación no puede saber qué sienten o qué piensan de él los demás personajes, salvo que estos se lo digan o sea telépata o médium. Una historia con telépatas y médiums siempre es interesante, pero no siempre es indispensable

Hablemos entonces de los narradores en primera persona, que son aquellos que cuentan la historia a la vez que participan de la misma. A veces se les identifica como narradores protagonista, narradores testigo, etc. En resumen, narrador y personaje son uno y binario.

O tal vez no.

En esa época yo trabajaba de recepcionista en el Castro’s Park Hotel, el que tiene quince pisos y dos piscinas de azulejo. Me gustaba ese trabajo. En la época del accidente se hospedaban en el hotel los equipos internacionales del Grand Prix, que por primera vez se hacía en la ciudad. Uno de los pilotos me contó que circulaba el rumor de que algo grave estaba pasando en Goiânia y que en cualquier momento podía suspenderse la carrera. Era un hombre muy guapo que llevaba el pelo engominado y hacia atrás y una cadenita con una cruz de oro en el cuello. Antes de irse me pidió el número de teléfono y me regaló un paquete de cigarrillos mentolados que mi prima me robó de la mesita de noche, porque yo no fumo.

Ustedes brillan en lo oscuro, Liliana Colanzi

Mañana sin falta me compro el espejo de aumento, me veré las arrugas, sí, pero dejaré de ponerme el maquillaje como la Moños. ​¡Ay, cuánta razón tenía Merche! La de veces que me acuerdo de lo que me dijo hace ya unos cuantos añitos:

​- Isabel, cuando entres en un sitio con mucha gente y seas invisible, habrá llegado la hora de aceptar que te has hecho mayor.

​Ella andaría por los 40 y yo por los 25. ¡Y voy a cumplir 60!, ¡qué pena haberle perdido el rastro!. ¿Habrá vuelto a Cadaqués?, supongo que se habrá jubilado, no creo que siga con su arteterapia en el Psiquiátrico de Interlaken.

Autor desconocido

En los dos fragmentos que presento, las autoras se deciden por un narrador en primera persona: quien cuenta la historia participa en ella. Como protagonista, como secundario, como observador o como alguien a quien le han contado la historia sin que lo haya vivido (un historiador o alguien aficionado al chismorreo). Lo que piensa, lo que hace, lo que dice sobre lo que ha vivido o le han contado es uno de los pilares de la agilidad de este narrador: la subjetividad. Otros narradores disponen de otra autoridad, por ejemplo, la omnisciencia o la omnisapiencia; el narrador en primera persona tiene su forma de ver las cosas. En el segundo fragmento el personaje-narrador dice: «me veré las arrugas» y esa oración sencillita es muy distinta a «se vio las arrugas«. En el primero hay un juicio del personaje (su vejez es importante para ella, por eso elige contarlas) y en «se vio las arrugas» hay una distancia del personaje: no sabemos si le importa más al personaje o al narrador. Ninguna es mejor, pero el efecto es distinto: en la primera se nos da una información acerca de lo que el personaje piensa de sí mismo, nos cuenta un secreto; en la segunda, «se vio las arrugas«, el personaje puede contradecir al narrador despreocupándose de la importancia de la vejez a lo largo del relato.

En minucias como estas se va el tono de las narraciones y su potencia: si tras la primera declaración del narrador «se vio las arrugas» no sigue una preocupación por el paso del tiempo, la vejez, etc. le damos una información al lector a la que no se le saca ningún provecho. Estamos rellenando el relato.

Ahora viene la gran pregunta de todos los talleres de todas las ciudades de todo el planeta: ¿cómo explicar el mundo, si nuestro narrador es en primera persona? ¿Cómo hablo de todo aquello que no pase por su cabeza? Y la respuesta es: haciendo trampa. Trampa literaria. Mirad como lo hace Colanzi.

Me gustaba ese trabajo. En la época del accidente se hospedaban en el hotel los equipos internacionales del Grand Prix, que por primera vez se hacía en la ciudad.

La primera oración es sencilla. Me gustaba ese trabajo. Narrador y personaje coinciden: cuento algo, expreso mi visión. Sin embargo, en la segunda oración, la que está en negrita, narrador se separa del personaje: cuenta algo abstracto, algo sobre los equipos internacionales del Gran Prix y lo cuenta como si lo hubiese leído en un periódico o alguien se lo hubiera contado: narra. En la primera frase, el narrador hace de personaje, en la segunda, de narrador. Alternar este modo hace que una narración en primera persona no se convierta en uno de esos videojuegos en los que uno se mete en la piel del soldado que dispara a bichos feísimos y que son tan angustiosos porque nunca sabes qué pasa fuera de tu rango de visión. Es lo que termina ocurriendo en el fragmento de la autora desconocida: me compro, dejaré de ponerme, no creo, me acuerdo, en la que toda la acción, todo el drama, toda la narración pasa por el protagonista, como en el Counter Strike.

Esto ralentiza la narración y agota al lector porque todo lo que sabe del mundo es a través de verbos en primera persona y no conoce el límite entre el personaje y el mundo: no puede respirar dentro de la cabeza del protagonista. Y al final de la partida, ya no sabe ni por dónde le vienen los tiros.