Autor: Raúl Quirós Molina

  • Teatro por la Identidad en Londres

    Quizá la más refinada de las torturas practicadas por los regímenes totalitarios del último siglo sea aquella alimentada por la pulsión fatal de persistir en la memoria colectiva, incluso décadas después de la caída del poder. Dada la fecha de caducidad moderna de los regímenes totalitarios cuando el mundo democrático mira con conmiseración las restricciones de libertades, las nuevas formas de represión se han especializado, por encima de otras barbaridades, en la talla de profundas cicatrices en el tejido social.

    La dictadura militar en Argentina (1976-1983) fue terriblemente eficaz en la guerra contra la memoria. El régimen recibió el nihil obstat de Estados Unidos en apenas dos días tras el golpe y con ello la advertencia de su escasa fiabilidad. La dictadura fue muy consciente de lo efímero de su condición tras semejante hoja de ruta: no en vano el siglo argentino había dado para seis golpes de estado, con Perón de por medio. Videla y los demás militares, convencidos de que esta peculiaridad de la Argentina no se inscribía en la lucha de un país complejo apenas recién nacido por encontrar su identidad, sino en una enfermedad que solo algunos argentinos sufrían y que era la causante de la inestabilidad nacional, decidieron que la lógica mandaba amputar cualquier disidencia futura, milicos al mando o no. Se hizo desaparecer a 30000 personas consideradas peligrosas para el destino del país. Toda una generación. Se cuidó muy bien la dictadura de difuminar cualquier traza de un genocidio organizado políticamente: sin cadáveres, sin testigos, sin testimonios. No existía el crimen ni, por tanto, el criminal.

    Vagamente familiar

    La búsqueda de los desaparecidos durante el Proceso de Reorganización Nacional ha tenido desde los años 80 dos organizaciones especialmente activas. La más visible y con un gran calado internacional es Madres de Plaza de Mayo, entre cuyos propósitos fundacionales se encuentra el de dilucidar el paradero de los desaparecidos durante la dictadura y llevar ante los tribunales a los responsables de aquellas desapariciones. La otra organización, vinculada a la anterior, es Abuelas de la Plaza de Mayo cuya finalidad es localizar a los hijos de estos desaparecidos y restituir su identidad. Se estima que al menos medio millar de bebés de padres subversivos fueron adoptados por otras familias, normalmente afines al régimen, probablemente con el objetivo de que su sangre subversiva no se propagara y llevara a la nación al caos, del que la Junta Militar se había erigido organizadora. Estamos hablando de personas argentinas nacidas entre finales de los 70 y principios de los 80 y que han vivido hasta su madurez bajo el manto de una familia y de una identidad que no es la suya. A día de hoy, Abuelas de Plaza de Mayo ha recuperado la identidad de 107 de aquellos bebés y continúa trabajando en ello, casi cuarenta años después.

    Entre las múltiples acciones que Abuelas de Plaza de Mayo organiza para promover sus actividades de recuperación de la memoria, se encuentra un movimiento teatral llamado Teatro Por La Identidad, un ciclo de obras destinadas a dar la voz a esta búsqueda. No existe un conjunto de obras canónico a representar, ni un modelo a seguir; de hecho, la propia asociación organiza concursos anuales y selecciona las obras más apropiadas para su distribución o bien encarga las mismas a autores argentinos de renombre, entre los que destacan Griselda Gambaro, Susana Torres Molina o Carlos Balmaceda. Teatro Por la Identidad quizá sea la más internacional de las herramientas de difusión de Abuelas de Plaza de Mayo, ya que sus obras han sido programadas en Argentina, Venezuela, Italia, Francia y España.

    La foto
    La foto

    Durante el otoño de 2011 fui invitado en calidad de ayudante de dirección a los ensayos y estreno del primer ciclo de Teatro por la Identidad en Londres, organizado por los propietarios de la Calder Bookshop and Theatre. El programa consistía en cuatro obras cortas escritas por autores argentinos, que los dueños del teatro-librería tradujeron al inglés, dirigieron y financiaron con su propio dinero, y en el que contaron con la ayuda desinteresada de varios actores y técnicos británicos y no británicos de diverso perfil. A pesar de disponer de los recursos logísticos para el montaje de las piezas, pronto descubrimos que para la construcción de los personajes y la acción se requería una aproximación metodológica muy distinta a la que hasta ese momento habíamos utilizado en obras anteriores.

    De entrada, se trata de obras que participan de una búsqueda que no se limita a un tiempo dramático sobre las tablas, a una narración enclaustrada entre el telón de apertura y el de fin, sino que aspira a extenderse más allá del recinto teatral y generar conciencia en el espectador. Cada espectáculo fue prologado por un pequeño discurso en el que se resumía el propósito del movimiento teatral y se pedía al público su colaboración para encontrar las identidades de los bebes desaparecidos durante el genocidio. Además no todas las obras poseen un referente real, es decir, no hay textos acerca de personas concretas o casos particulares, con lo cual la construcción del personaje caía en la zona tenebrosa de lo real y lo ficticio, con lo cual la acción es la búsqueda identitaria de los personajes. Sin un presente ni un pasado, ¿qué podían decir los personajes de sí mismos? Nuestro trabajo se convirtió pronto en invocar a los vivos usando los oraciones que hasta entonces se habían usado para los muertos. Como los personajes de Godot en Esperando a Godot de Beckett o el cerillero de Pinter en Un ligero malestar, los personajes que protagonizaban las obras estaban a un mismo tiempo vivos y muertos, presentes y ausentes, hablaban en el silencio; a diferencia de Godot o del cerillero estos personajes sí poseían una acción clara y se debatían por llevarla adelante. El espectador al que nos dirigíamos era además otro tipo de espectador. Se le pedía transportar un mensaje más allá del teatro: se le solicitaba compromiso. Y el espectador también se carga entonces con una responsabilidad: buscar nombres. Pero ¿cómo llamar por su nombre al que ni siquiera lo recuerda?

    Las coincidencias traen consigo un presagio de fatalidad, pero quiso que en aquellos meses un tragedia revivida sirviera de inspiración para todos los que formábamos el equipo de Teatro por la Identidad. <span class=»pullquote»>Ocurrió que al tiempo que preparábamos la obra, diversos medios de comunicación españoles comenzaron a dar voz a varios casos de robos de bebés en distintas provincias de España, muy similares a los de Argentina.</span> La discreta repercusión que ha tenido el asunto en los medios generales me llevó a pensar que se trataría de algo anecdótico en comparación con el caso argentino. La hemeroteca fue despiadada en este caso. Lo que en Argentina se había realizado durante una dictadura de siete años, en España se había practicado durante no menos de 30 años, concretamente desde 1960 hasta 1990, cuando el país ya había abrazado casi lisérgicamente el Estado de Derecho. Según Periodismo Humano (1), en ese periodo de treinta años se produjeron hasta dos millones de adopciones anónimas, de las cuales se estima que un 15% podrían ser niños robados a sus padres. Más de un cuarto de millón de personas en mi país podrían vivir en la misma situación que los hijos de los represaliados por el régimen de Videla y compañía. No ha sido hasta la semana pasada (21 de noviembre de 2012) cuando una comunidad autónoma española ha reconocido el derecho a las familias afectadas a ser reconocidas como víctimas de este crimen; en abril, el Ministerio de Justicia prometió hacer un censo de posibles casos de niños robados. Esto ocurre a los cincuenta y dos años de la desaparición del primer bebé.

    La identidad: ¿qué es? ¿Qué es lo que buscamos con estas obras? Tal vez no es sino el amalgama de recuerdos más o menos dispersos acerca de nuestra vida y el relato que hacemos de ellos. No es siquiera necesaria la fiabilidad del recuento, si la narración nos parece lo suficientemente verosímil. ¿Qué pasa entonces cuando esas experiencias son impostadas por las personas más cercana? ¿Constituían los veinte o treinta años de nuestra infancia y juventud una identidad, aunque no fuera la que estábamos destinados a conocer? Como español nacido en los ochenta, cabía la posibilidad de que por un azar desagradecido, todo aquello que yo creía que me constituía como individuo fuera la narración de otra voz. ¿Quién dirigía la obra, yo, o el proyecto que alguien había hecho de mí?

    La lavandería de Chu
    La lavandería de Chu

    La selección de textos para este primer ciclo de Teatro por la Identidad no obedecía a criterios azarosos: Vaguely Familiar o Vagamente familiar de Carlos Balmaceda presenta una inquietante escena de corte pinteresco, donde un hombre y una mujer intercambian recuerdos acerca de un pasado de colaboracionismo y tortura que ni ellos mismos aciertan a aclarar. Se transfieren las identidades y el que se presentaba como torturador se transforma en torturado y viceversa. La traición del recuerdo o The betrayal of the memory, de Beatriz Matar presenta al fantasma de una represaliada por el régimen que vuelve de entre las cenizas para encontrar a su hijo nacido durante el cautiverio y entregarle un regalo que le desvele quién es realmente. La lavandería de Chu y La foto, de corte más realista, no abandonan ese objeto teatral: el desaparecido; en un caso a través de una fotografía que revela a una torturada, en otro un bebé que está a punto de nacer en el seno de una familia militar.

    The Betrayal of the Memory


    Gracias al trabajo de Sergio Amigo y Luis Gayol, Teatro por la Identidad en Londres abre este año su segundo ciclo con una obra de larga duración: That strange kind of passion, de Susana Torres Molina, y está consiguiendo una repercusión más amplia que la del primer ciclo. Tuve la suerte de asistir a su estreno y comprobar que el interés despertado había llamado la atención de varios medios de difusión latinos en Londres. De esto se trataba. Tal vez en los próximos años se puedan expandir las fronteras de Teatro por la Identidad y se trate de descubrir la identidad de los 250000 españoles perdidos en las catacumbas del franquismo y postfranquismo.

    La foto
    La foto

    Enlaces:

    (1) http://periodismohumano.com/sociedad/libertad-y-justicia/espana-supermercado-de-bebes.html

    Abuelas Plaza de Mayo

    http://www.teatroxlaidentidad.net/

    http://calderbookshop.com/pageidentity1.html

  • Dejar marchar

    Hace quince días que no leo ningún tipo de diario. No se trata de una toma de postura intencionalmente política, ni de una promesa de Año Nuevo. Lo que ocurrió fue lo siguiente: yo estaba leyendo la enésima encíclica papal oculta bajo el formato de artículo periodístico en un diario de tirada internacional, y me pregunté que qué pasaría si nunca más acudiera a los periódicos, a la televisión o a Internet para enterarme de lo que pasa en el mundo. Lo que en el fondo quería preguntar es qué pedazo de mundo me quedaba una vez eliminada la prensa de mi circuito epistemológico. El Papa me daba igual.

    No pretendo hacer un homenaje a las pequeñas cosas. Me disgusta -y no debería ser así- el cotidianismo, el afán desmedido por encontrar la belleza en las palomas cagonas, en los viejecitos achacosos, en los gamberros imberbes. Palomas son palomas, viejos son viejos y gamberros, gamberros. El mero propósito ya es venenoso y traicionero: encontrar la belleza como quien sale a buscar trufas al bosque. Qué pasaría entonces si uno no buscara la belleza y se rindiera ante su inútil propósito. Qué pasaría si uno saliese al bosque porque salir al bosque es de por sí suficiente motivo para salir al bosque. ¿Qué encontraría?

    Ya lo sospechaba cuando mantuve las distancias con el televisor hace algunos años y con la maraña de blogs que perseguía a resuello por la Internet: a veces hay que dejar marchar. No es fácil dejar marchar la televisión, por ejemplo, si se la enciende durante tres horas al día. Uno crea un vínculo con ella, se vuelve parte de la familia e incluso preside la mesa, eso sí, sin probar bocado. Dícese de instrumento de paladar demasiado exquisito.

    Los blogs son más adictivos: yo sufría una parafilia con aquellos que hablaban -mal- de literatura. Alguien tomaba un libro y no solo se molestaba en navegar por su prosa desagradable, sino que hacía acopio de fuerzas tras la horrible experiencia -porque se le queda a uno como una película blancuzca en la mente tras leer un mal libro-, y pergeñaba cuatro o cinco párrafos en los que, si el libro así lo justificaba, se daba cera al autor, al editor, al corrector, al traductor y a la suegra de todos y cada uno de ellos. ¡Si el libro lo justificaba! Que era la mayor parte de las veces. Luego estaban los blogs que chamuscaban a los primeros: los críticos de los críticos. Yo gozaba de mi Schadenfreude, esto es, el gusto por el latigazo en el lomo ajeno, pero me ocurrió lo que viene siendo ya un tic de oficio. Cuantos más años pasan, cuanto más uno va pensando en personajes, en mundo, en contar, más se mete uno en la piel de otros. Y pasó que empecé a meterme en la piel de los escritores sañosos. Y claro.

    Así que dejé marchar a los blogs, también. No del todo, porque al final siempre lees uno o dos; siempre hay algún amigo que menciona alguna noticia. Digamos que dejé la puerta abierta. Y sienta bien. No solo por los blogs. La puerta abierta para la salida es también la de entrada.

    Este verano viajé a Mallorca. Fue uno de esos viajes raros, sin motivos reales para hacerlo. Uno de esos viajes que se hacen a desgana y casi por obligación, casi un tránsito de negocio, una formalidad, una despedida cuando hacía meses que no quedaba nada de lo que despedirse. A mí estos viajes me agotan, y bien lo sabe mi hermano, que tuvo la gentileza de acompañarme durante los días que empleamos allí. Solo él sabe que el trayecto por Mallorca fue mucho más impactante para mí de lo que inicialmente había previsto, solo él sabe de las conversaciones que tuvimos y mantuvimos durante horas, y me sorprende ahora que la mayoría de ellas no tenían que ver siquiera con lo que allí me había llevado. Fue él el que me dio la pista de la puerta abierta: en ocasiones, hay que dejar marchar. Aunque la casa se quede hecha una pocilga. Siempre será más cómodo no tener a los incómodos huéspedes dejando huellas allí donde acabábamos de frotar con lejía. Y como siempre, la ayuda es más pronta si la casa está abierta. Creo que fue algo así. Solo recuerdo estar solo, y con mi hermano. He sido feliz desde entonces.

  • Você

    Usted me quiere y no se atreve a decirlo,

    está bien no lo diga,

    no hace falta

    me sobrará con tan solo verla

    usted me quiere

    y aunque sea navidad

    aunque venga el apocalispsis

    se negará una y otra vez

    a creer que ha quedado prendada

    a estas alturas de la vida

    a estas alturas del frío

    de alguien tan

    casanova

    alguien blandito

    como una esponja de mar

    y que, vaya,

    sí usted

    está completamente enamorada de mí

    usted está tan enamorada que dinamitaría su casa

    con sus fotografías y sus recuerdos de barro dentro

    y se arrojaría desde un barco de mercancías

    conmigo para ir a una isla cocotero

    usted está tan enamorada que le parece insoportable

    que me lo tome con paciencia de roble

    y le fastidia

    tener que andar de puntillas todo el día y parte de la noche

    y revolotear como si le faltaran cinco minutos para salir a escena

    usted está tan enamorada que piensa que no se puede

    estar tan enamorada sin provocar recelo entre los vecinos

    que golpean las paredes agitados

    por el ruido que hace su corazón cuando llega a casa

    sin aliento por ese jefe canalla

    que le roba horas a su pensamiento enamorado

    usted está tan enamorada

    que ha cambiado de lengua y de piel

    y se ha puesto la mía de traje

    y ahora va pretendiendo ser yo

    se atusa el bigote y dice sí

    a marchantes y botarates

    pero por dentro se muere de risa

    se muere de risa aunque vista de traje

    y se muere de risa

    aun a pesar

    aún

    aún

    y gracias

    a estar tan enamorada.

    Gracias gracias gracias

  • La cena

    Escena I

    FABRA

    Cuando tenía alrededor de diez años, se me antojó una pelota de fútbol. Yo por aquel entonces era un mal jugador, nunca conseguía que me sacaran en el equipo del pueblo, y pensaba que si entrenaba por mi cuenta conseguiría ser titular en algún partido que jugáramos contra el pueblo de al lado. Pero mi familia apenas tenía dinero siquiera para pan, y pedirle a mi padre que me comprara una pelota para entrenar suponía arriesgarme a que me diera una tunda y me dejara sin cenar ese día. Por aquella época había apenas tres tiendas en el pueblo en el que vivíamos, entre ellas había un ultramarinos que regentaba el abuelo de un amigo. En realidad la tienda era propiedad de la familia y aunque no generaba mucho dinero, vendía lo suficiente para que comiera mi amigo Manolo, que no jugaba al fútbol porque era cojo. Mi amiguito Manolo odiaba a su abuelo, era, según decía, un hombre tiránico que había maltratado a toda la familia hasta que un accidente de motocarro lo había dejado inválido. Era el único ultramarinos que había en el pueblo y era, además, la única tienda que dispensaba chuches a los niños del lugar. No había manera de que un chaval de diez años consiguiera un trabajo en aquella época: no había talleres donde le pudieran coger a uno de aprendiz, y si los había, yo era demasiado perezoso o demasiado joven como para pasarme quince horas al día cosiendo zapatos. Así que, junto a mi amigo Manolo, ideamos un plan. Cada domingo, a la hora de misa, nos escaquearíamos del servicio e iríamos a la tienda de su familia y robaríamos chuches que luego venderíamos a la salida la Iglesia al resto de chavales. Mi amigo Manolo distraería a su abuelo y mientras, yo introduciría una o dos chucherías de cada tipo en una bolsa de tela que llevaba preparada debajo de la camisa. El plan funcionaba de la siguiente manera: mi amigo entraba en la tienda y el abuelo, enfurecido, le preguntaba que porqué no había ido a misa. Manolo le diría que se aburría con los sermones y mientras su abuelo le abroncaba por esto yo aprovechaba para llenar la bolsa de tela. El plan funcionaba a la perfección. Mi amigo Manolo temía al principio que su abuelo se encabronara tanto que le persiguiera por la tienda y le abroncara, pero el abuelo permanecía fijo detrás del mostrador, con las gafas de sol puestas, sin mover un músculo, mientras echaba espuma por la boca contra Manolín. Durante varios meses el negocio prosperó: vendíamos las chucherías a un precio mucho menor que en la tienda, así los chicos sabían perfectamente a quien acudir si querían comprar chicles o piruletas. Cada domingo repetíamos la misma operación pero, a mí, en cierto momento me extrañó que el abuelo nunca saliera detrás de Manolín para darle una tunda. Manolín le provocaba constantemente, diciendo que a la Iglesia solo iban los catetos y que él prefería ir derecho al infierno antes que aguantar otro sermón del cura. Y sin embargo, el abuelo nunca se movía de su asiento detrás del mostrador. No giraba la cabeza, no levantaba los brazos y jamás jamás dio un paso para castigar a su nieto. Con el tiempo le pregunté a Manolín que cómo era que su abuelo nunca le daba una tunda cuando aparecía en la tienda. Y Manolín confesó que el accidente de motocarro había dejado a su abuelo ciego y que por tanto era inútil que le persiguiera.
    Silencio.
    Eso me dio qué pensar. Seguí haciendo lo mismo los domingos con Manolín y una vez vendidas todas las chucherías repartimos los beneficios. Creo que Manolín terminó marchándose a la capital y montando un negocio él mismo. No le va mal. Yo, sin embargo, descubrí que no le necesitaba. Así que empecé a estudiar cuándo el abuelo se quedaba solo en la tienda, y cuando esto ocurría, entraba y robaba chucherías sin decirle nada a Manolín. El abuelo a veces preguntaba que quién andaba ahí, estoy seguro que escuchaba cómo abría la bolsa de tela e introducía puñados de chicles en ella, pero el miedo a no ver de quién se trataba o peor aún, a levantarse y a perseguir a quién lo estuviera haciendo permitió que yo consiguiera mercancía gratuita durante varios meses, en los cuales se me olvidó el asunto de la pelota y del equipo de fútbol. Tiene gracia la cosa. Manolín tiene una tienda en la capital y yo tengo un equipo de fútbol. Se puede decir que soy un tipo afortunado.

  • Resumen

    Todo podría haber ido peor.
    El lento cese del tiempo.
    El cansado merodeco por las barriadas
    llenas de azul y maleficios.

    Podría haberse levantado un día
    dentro de cuarenta años
    y darme cuenta
    de que se había derrumbado Babilonia.
    Solo que hacía de aquello mil años
    y ya no quedaba remedio.

    En cambio: hubo estrellas,
    Y hubo amor. De eso sí.
    Hubo dioses
    cogiéndonos de las manos.

    Hasta ahí.

    Al final siempre hay una guerra.

    Y como toda guerra,
    está hecha para perder.

Raúl Quirós Molina
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