Escena I
FABRA
Cuando tenía alrededor de diez años, se me antojó una pelota de fútbol. Yo por aquel entonces era un mal jugador, nunca conseguía que me sacaran en el equipo del pueblo, y pensaba que si entrenaba por mi cuenta conseguiría ser titular en algún partido que jugáramos contra el pueblo de al lado. Pero mi familia apenas tenía dinero siquiera para pan, y pedirle a mi padre que me comprara una pelota para entrenar suponía arriesgarme a que me diera una tunda y me dejara sin cenar ese día. Por aquella época había apenas tres tiendas en el pueblo en el que vivíamos, entre ellas había un ultramarinos que regentaba el abuelo de un amigo. En realidad la tienda era propiedad de la familia y aunque no generaba mucho dinero, vendía lo suficiente para que comiera mi amigo Manolo, que no jugaba al fútbol porque era cojo. Mi amiguito Manolo odiaba a su abuelo, era, según decía, un hombre tiránico que había maltratado a toda la familia hasta que un accidente de motocarro lo había dejado inválido. Era el único ultramarinos que había en el pueblo y era, además, la única tienda que dispensaba chuches a los niños del lugar. No había manera de que un chaval de diez años consiguiera un trabajo en aquella época: no había talleres donde le pudieran coger a uno de aprendiz, y si los había, yo era demasiado perezoso o demasiado joven como para pasarme quince horas al día cosiendo zapatos. Así que, junto a mi amigo Manolo, ideamos un plan. Cada domingo, a la hora de misa, nos escaquearíamos del servicio e iríamos a la tienda de su familia y robaríamos chuches que luego venderíamos a la salida la Iglesia al resto de chavales. Mi amigo Manolo distraería a su abuelo y mientras, yo introduciría una o dos chucherías de cada tipo en una bolsa de tela que llevaba preparada debajo de la camisa. El plan funcionaba de la siguiente manera: mi amigo entraba en la tienda y el abuelo, enfurecido, le preguntaba que porqué no había ido a misa. Manolo le diría que se aburría con los sermones y mientras su abuelo le abroncaba por esto yo aprovechaba para llenar la bolsa de tela. El plan funcionaba a la perfección. Mi amigo Manolo temía al principio que su abuelo se encabronara tanto que le persiguiera por la tienda y le abroncara, pero el abuelo permanecía fijo detrás del mostrador, con las gafas de sol puestas, sin mover un músculo, mientras echaba espuma por la boca contra Manolín. Durante varios meses el negocio prosperó: vendíamos las chucherías a un precio mucho menor que en la tienda, así los chicos sabían perfectamente a quien acudir si querían comprar chicles o piruletas. Cada domingo repetíamos la misma operación pero, a mí, en cierto momento me extrañó que el abuelo nunca saliera detrás de Manolín para darle una tunda. Manolín le provocaba constantemente, diciendo que a la Iglesia solo iban los catetos y que él prefería ir derecho al infierno antes que aguantar otro sermón del cura. Y sin embargo, el abuelo nunca se movía de su asiento detrás del mostrador. No giraba la cabeza, no levantaba los brazos y jamás jamás dio un paso para castigar a su nieto. Con el tiempo le pregunté a Manolín que cómo era que su abuelo nunca le daba una tunda cuando aparecía en la tienda. Y Manolín confesó que el accidente de motocarro había dejado a su abuelo ciego y que por tanto era inútil que le persiguiera.
Silencio.
Eso me dio qué pensar. Seguí haciendo lo mismo los domingos con Manolín y una vez vendidas todas las chucherías repartimos los beneficios. Creo que Manolín terminó marchándose a la capital y montando un negocio él mismo. No le va mal. Yo, sin embargo, descubrí que no le necesitaba. Así que empecé a estudiar cuándo el abuelo se quedaba solo en la tienda, y cuando esto ocurría, entraba y robaba chucherías sin decirle nada a Manolín. El abuelo a veces preguntaba que quién andaba ahí, estoy seguro que escuchaba cómo abría la bolsa de tela e introducía puñados de chicles en ella, pero el miedo a no ver de quién se trataba o peor aún, a levantarse y a perseguir a quién lo estuviera haciendo permitió que yo consiguiera mercancía gratuita durante varios meses, en los cuales se me olvidó el asunto de la pelota y del equipo de fútbol. Tiene gracia la cosa. Manolín tiene una tienda en la capital y yo tengo un equipo de fútbol. Se puede decir que soy un tipo afortunado.
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