Categoría: teatro

Electra, de Sófocles

Electra y Sófocles

Electra y Sófocles

Mientras leo la obra, tengo la impresión de que está hecha de retazos de otras piezas. Las discusiones entre Electra y Crisóstemis me recuerdan a los debates iniciales de Antígona e Ismene; el deseo y cuidado enajenado de los hombres de la familia se asemeja a la obsesión de la heroína por Polinices y Eteocles; ese desencanto por la condición de saberse mujer.

Electra, Antígona, Ismene, Denayira. Todas lamentan ser mujeres en un mundo donde prima la guerra y la testosterona, la astucia masculina, la infidelidad. La obra trata sobre el complot que elaboran Electra y Orestes para aniquilar a una madre infiel y asesina, Clitemnestra; nuevamente el topos de la mujer serpiente que arrebata la inocencia o la vida de los hombres. La muerte del infanticida, héroe de guerra y también infiel Agamnenón conmueve a todo el mundo a pesar de las barbaridades genocidas que llevó a cabo. Pero a diferencia de AntígonaElectra nunca muestra un asomo de piedad por su progenitora. Antígona lamenta la muerte de sus dos hermanos por igual, no menciona la guerra, ese baile cíclico que perpetran las civilizaciones. Sabe que la maldición que recae sobre su linaje y lo poco que puede hacer por eludirla; así que entona el canto pacifista que requiere que amigo y enemigo sean iguales y compartan sepulcro el día de su muerte.

Electra solo lamenta que sea ella la que deba llevar a cabo la ejecución de su madre. Luego de descubrir que Orestes contempla el mismo plan, la alegría es doble para la hija ya que cargará a su hermano con la muerte y se lavará las manos mientras se cumple su venganza.

Estoy siguiendo esta versión de las obras completas de Sófocles.

Trilogía Tebana (Edipo Rey, Edipo en Colono, Antígona), de Sófocles

Edipo en Colono

Al contrario que la otra gran trilogía griega, la Orestiada, en la tebana los destinos de los personajes  son completamente arbitrarios. Nada responde a una venganza planeada, a parricidios premeditados, a victorias debidas al asesinato de la progenie. Ni siquiera en la que podría ser la más discutible de las obras que se conservan de Sófocles, Antígona, hay personajes moralmente reprobables. Creonte y Antígona defienden posiciones igualmente radicales e injustas para con el otro. Creonte hereda la arrogancia dictatorial de Edipo (pero Edipo había solucionado el enigma de la esfinge y había salvado a la ciudad de su maldición) y Antígona es una integrista religiosa: la ley debe obedecer a la tradición. Solo Tiresias adopta papeles ambiguos en Edipo Rey y Antígona. Pareciera que el Coro se fundiera en este confuso personaje y ofreciera al espectador los motivos de la obra sobre los que pensar.

En otras lecturas de la obra, me confundía el conflicto de Edipo en Colono: ¿debe decidir Edipo a quién otorgar el beneficio de su muerte y bendición? ¿Reclama justicia a sus hijos, en especial a Polínices, que lo expulsó de su tierra? Ahora pienso que la obra es un testamento, una exculpación sobre la injusticia que se comete contra su estirpe. No hay un solo momento, desde el inicio de la historia, en la que Edipo pueda hacer absolutamente nada por evitar su destino.

Estoy siguiendo esta versión de las obras completas de Sófocles.

 

Las Traquinias, de Sófocles

Deyanira

La historia de Las Traquinias es la historia de un amor que nunca existió. Porque si el amor no es recíproco entre los amantes, lo que se da es deriva, locura, el enamoramiento en el sentido fatal de la palabra.

Deyanira no soporta conocer que la mujer que Heracles ha enviado a palacio antes de su llegada, es su amante. Como un presagio cruel, lo que era dicha para Deyanira y su hijo Hilo se transforma en una burla ostentosa de Heracles, quien hace valer el dicho «en la guerra y en el amor, todo vale». Yuxtaponiendo amor y guerra en el mismo orden sintáctico. El impulso sexual de Heracles surge del mismo lugar oscuro que su impulso homicida.

LICAS […] A Heracles le entraron un día enormes deseos de poseer a esta mujer, y por lograrla su lanza destruyó su ciudad paterna, Ecalia, arrasada hasta los cimientos.

Arrasar Ecalia, arrasar a Yole, su amante, reducirla a los escombros que su mezquindad dicta, bajo la excusa de una pasión que se apodera del macho y le hace perder los estribos por unas caderas. Yole debe ser conquistada y por tanto destruída.

Lo que Deyanira desea no es a Heracles, sino su amor. El amor. Apela a su ternura, a su cariño, ignorante de que no existe y acaso no existió jamás. Como Yole, ella también fue esclava de los deseos de otro hombre, de un río; Heracles la salvó de un apellido para someterla bajo otro, prometiendo una crueldad menor. Ella ya sabe de las infidelidades de su marido y de sus pulsiones, pero aún guarda esperanzas de un brote de bondad. La muerte agónica de Heracles nunca estuvo en la cabeza de Deyanira. Cuando se sabe responsable, se da fin rápido y cubierta de vergüenza. El martirio de Heracles le sirve para encontrarse con su propia historia de terror y morir enterrado en su furia, sin llegar a reconocerse nunca, sin llegar a saberse vulnerable, tanto como sus semejantes.

Estoy siguiendo esta versión de las obras completas de Sófocles.

Áyax, de Sófocles

El suicidio de Áyax (Wikipedia)

Timberlake Wertenbraker escribió hace unos años Our Ajax, una versión del clásico de Sófocles basasdo en los testimonios de soldados y ex-soldados que participaron en la invasión de Iraq. El mismo año en que se escribió, tuve la oportunidad de hablar con un miembro del personal sanitario de un hospital militar de Madrid que por aquel entonces trataba a los veteranos de guerra españoles que volvían de Iraq y Afganistán.

Es extraño saber que en España también hay veteranos de guerra, acostumbrados como estamos a las epopeyas norteamericanas retratadas en el cine. Tal vez este silencio o ignorancia se deba al descrédito general que tuvo la maniobra militar entre los españoles, que salieron a la calle en masa para protestar contra una invasión ilegal y sangrienta.

Mi confidente me revelaba los tremendos casos de estrés postraumático con los que tenía que trabajar día tras día. Delirios, pesadillas, intentos de suicidio, hombres que ya no estaban en esta tierra y otros casos de espanto que no hallaban paz ni siquiera en el reconocimiento de alguna asociación conocida o de, al menos, un peso mediático parecido al de  las víctimas del terrorismo. Ignorados en el mejor de los casos, o vilipendiados por una fortuna de anti-militarismo poco simpático con el soldado.

Áyax es el soldado que, tras haber cumplido fieramente con el propósito para el que se le había educado, descubre que el honor de su gesta vale tanto como la vida de los enemigos que segó por miles. El más valiente entre los griegos después de Aquiles, que nunca aceptó la ayuda de los dioses, es desprovisto de reconocimiento y galones cuando la armadura del general muerto es entregada al favorito de los dioses, al astuto Ulises. Desprovisto de razón, decide traicionar a su propio ejército y hacer pagar este desengaño con sangre. Solo la intervención de Atenea, aquella diosa de la justicia que da la razón a matricidas y asesinos, permite que el claustro militar se libre de la siega, y confunde a Áyax para que degolle al ganado que les acompaña.

Motortown, de Simon Stephens, no adapta tan frontalmente el clásico griego pero habla del soldado que vuelve de Iraq a una Inglaterra anodina e indiferente al trauma que el protagonista ha sufrido. Nunca llegamos a saber qué atrocidades ha cometido en nombre de la democracia, pero sí sabemos que se ha convertido en un extranjero, en un extraño que ya no responde a su propio nombre ni conciencia.

Cuando Áyax recobra el sentido, la vergüenza le corroe el alma honorable y se da muerte a escondidas, mediante engaños y artificio impropios del soldado valiente que había sido. Ni los suplicios de su mujer, esclava y botín de guerra, ni de sus amigos curarán la humillación que le supone saberse vivo después de haber tratado de asesinar a sus camaradas. Fue la constatación de esa pena, esa escasa solidez que tiene la amistad que se fragua en la guerra, la que le llevará al Hades.

El último fragmento de la obra, acaso la más lacerante, es aquella en la que sus antiguos camaradas discuten como mancillar, más si cabe, el cuerpo del soldado Áyax. Ignorando la costumbre divina y los ruegos de una viuda desprovista no solo de su amo y señor, sino de la honra, Agamenón se regodea en el castigo al cadáver y fantasea con dejarlo a merced de los animales de carroña a la orilla de la playa. Agamenón, qué sacrificó a su hija para ganar Troya, solo será detenido por Ulises, que restaurará el antiguo orden para dar al soldado digna sepultura. Un héroe mortal al que los dioses condenaron a la locura por no acudir a ellos.

Estoy siguiendo esta versión de las obras completas de Sófocles.

Prometeo encadenado, de Esquilo

http://www.greekmythology.com/

Se pone en duda que Esquilo escribiera esta pieza dramática, por estilo o por temática, pero eso no nos atañe a nosotros. Prometeo es la historia de una predicción. Heiner Müller, que hizo una versión fidedigna del clásico, hablaba de la obra como una confrontación entre el carácter y el destino del personaje. Un titán vanidoso, que no se dejará ayudar por los sucesivos personajes que prometen rescatarle, y que practica un estoicismo casi místico a sabiendas de que el futuro le depara la carta ganadora.

El resto de las obras de Esquilo siguen caminos muy similares, casi como una obsesión. La guerra, la patria y los dioses; la gloria por encima de la vida; todos los personajes en las restantes obras vuelven o acuden a la batalla, viven en una constante amenaza de invasión, genocidio, violación en masa, de muerte física y moral. En Prometeo, sin embargo, el peligro no cae sobre los humanos, sino sobre los dioses, a los que se ha arrebatado el fuego, la inteligencia, la belleza para cedérsela, a cambio de nada, a los hombres.

PROMETEO […] En un principio, aunque tenían visión, nada veían, y, a pesar de que oían, no oían nada, sino que, al igual que fantasmas de un sueño, durante su vida dilatada, todo lo iban amasando al azar.

No conocían las casas de adobes cocidos al sol, ni tampoco el trabajo de la madera, sino que habitaban bajo la tierra, como las ágiles hormigas, en el fondo de grutas sin sol.

No tenían ninguna señal para saber que era el invierno, ni de la florida primavera, ni para poner en seguro los frutos del fértil estío. Todo lo hacían sin conocimiento, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de las estrellas, cosa difícil de conocer.

(Estoy siguiendo la versión de Gredos.)

Otras obras de Esquilo comentadas aquí:
La Orestiada (Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides)
Las Suplicantes.
Los Persas.
Los Siete contra Tebas.