Escribir a ciegas, buscar justicia a ciegas

Siempre que he escrito teatro, lo he hecho a ciegas. Quiero decir que, sentado frente al ordenador, no sabía quién habría al otro lado de la obra: si alcanzaría a un productor, a un director, a un público. A otro dramaturgo. A un actor.

Siempre a ciegas: sin saber si aquellas palabras se pondrían en otra boca que no fuera la mía, en otra habitación que no fuera la que habitaba en Bromley-by-Bow o en Dalston o en Vallcarca. Escribir a ciegas me ha supuesto un gran desasosiego, porque escribir a ciegas significa escribir sin dinero, sin contactos en la industria, en un completo silencio artístico y administrativo. Nunca ha llegado a mi buzón una subvención, una beca, un encargo; nunca un premio, una ayuda, un reconocimiento pecunario. El único dinero que recibí por adelantado para una obra fue una ayuda que mi propio hermano me dio cuando me despidieron del trabajo el verano pasado. En aquel momento me preguntaba cómo sería escribir con doce, veinte mil euros en la cuenta corriente de un premio de dramaturgia. Escribir con doce mil euros en la cuenta bancaria, con la garantía personal de algún gestor cultural que se aseguraría de que tu obra fuese a México, a un festival en Francia, al Instituto Cervantes de Varsovia y con ello los derechos de autor a final de año debe ser una experiencia fabulosa, debe proporcionar una calma de espíritu que siempre he envidiado. Es escribir en la claridad. Es escribir con la certeza de que la luz se va a pagar, de que no faltará el pan en la mesa, de que te puedes permitir tomarte una caña un miércoles. Es escribir pensando: «sí, soy escritor de teatro».

Escribir a ciegas ha supuesto escribir con el teléfono móvil en el regazo, porque esperas que suene con una oferta de trabajo remunerada. Escribir a ciegas supone transcribir los testimonios de las víctimas de la Guerra Civil con el correo abierto, por si te citan para una entrevista para un empleo que se hace cada semana más indispensable. Escribir a ciegas es escribir los fines de semana, porque el lunes entras en la nueva oficina y no tendrás tiempo de acudir a la biblioteca antes de que cierre para documentarte. Es escribir sospechando que no vales para esta mierda, y que ya no merece la pena, y que, al menos, esta obra se debe terminar. Así se escribieron, por ejemplo, El Pan y La Sal y Flores de España.

Estos días releo el texto de El Pan y la Sal y la acusación que más se formula contra las asociaciones que allí se personan como defensa es cuánto dinero reciben del Estado. El abogado de la acusación insiste una y otra vez: cuánto dinero recibieron por buscar justicia, por dar un entierro digno a sus muertos, cuánto dinero recibieron por tratar de recuperar a sus hermanos perdidos. Como si el dinero deslegitimara la causa; como si querer buscar la verdad, la justicia, la memoria de sus seres queridos, de sus pueblos, de sus barrios, hubiera de hacerse gratuitamente, a ciegas, sin saber a ciencia cierta si al otro lado de la historia habría un político, un juez, un senador dispuestos a escuchar. Y la respuesta es más que elocuente: poco, tan poco que es como decir ninguno.

Y pienso. Cómo debe ser buscar a un ser querido en medio del silencio administrativo, sin una ayuda, sin un reconocimiento, sin una garantía personal. Cómo debe ser querer buscar la justicia y la memoria de tu abuelo, de tu hermano, de tu marido mientras tus hijos crecen, te despiden del trabajo, te separas y te divorcias, te deshaucian, te reclama dinero Hacienda. Cómo debe ser sentarse en el banquillo como acusado por querer traer a la luz aquello por lo que has caminado a ciegas durante tanto tiempo y que te miren desde un atril y te pregunten por el dinero que no has recibido. Cómo debe ser escuchar a políticos y escritores que nada de eso merece la pena, y que es indigno. Como ha debido ser la vida de Pino, de Josefina, de Ángel, de María, de Emilio durante tantos años.

Releo mi texto y siento una mezcla de desolación y culpa y ligereza.

Aquellas niñas que reconocimos en fotos

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Después de dos años cuidando de su madre enferma, Adela ha de enfrentarse a la tarea de rehacer su vida. Para ello se abre un perfil en una página de citas en la que conoce a Honduras, el único hombre que la trata con respeto y cortesía. Al mismo tiempo, conoce a David, novio de Teresa, dueño de varios gimnasios y maltratador, con quien comienza una relación tóxica. Conforme avanza la relación, Adela trata de librarse de David mientras le confiesa todo a Honduras a través de Internet. Pero la persistencia de David va en aumento… Años más tarde, la cantante latina más importante del momento, que superó a las grandes estrellas de principios del siglo XXI como Rihanna o Lady Gaga cuenta su vida antes de morir de cáncer. A lo largo de una historia en primera persona, narra un infierno de maltratos, prostitución y pederastia en su ciudad natal, pero también de complicidad con las mujeres que le rodeaban, compañerismo y el amor, el suave y el terrible. Y cómo llegó a conocer a Adela, la persona que le pudo cambiar la vida… Aquellas niñas que reconocimos en fotos es la primera novela de Raúl Quirós Molina, escritor y director de teatro conocido por sus obras Flores de España y El pan y la sal. Ha trabajado en varios proyectos por los derechos reproductivos, la erradicación de la violencia contra las mujeres y maternidades diversas. Esta novela fue finalista del Premio Nadal 2018.

 

Haciendo la cena (El Sopar en el Teatro del Barrio) parte 3

Ensayar de nuevo una obra supone crear un mundo nuevo para ese texto. El Sopar, que se escribió originalmente en inglés y después se tradujo al catalán, llega ahora a un teatro en la que viene a ser mi lengua materna. Trabajamos con un texto que ha sufrido dos traducciones hasta llegar a aquellas palabras y estructuras con las que yo crecí y aprendí a pensar y a escribir.

Es además, un nuevo mundo, una nueva dirección, unos nuevos actores: la obra de teatro se ha convertido ahora, en una pieza de arqueología que empieza en el año 2012 y a lo largo de seis años ha ido enterrando sus huesos, su artificios y artefactos en lo más profundo de la tierra para ser excavado y expuesto nuevamente hoy. Al contrario que los jarrones y los colmillos de mamut, una obra no se expone indefinidamente tras un cristal, no se suspende en el tiempo de las paredes del teatro: en cualquier caso, esas urnas estarán en el relato común que los espectadores se hagan de ellas.

 

 

Haciendo la cena (El Sopar, en el Teatro del Barrio) parte 2

 

Circula por internet una carta que Peter Brook le manda a un tal Howe sobre qué debe hacer uno para convertirse en director de escena. Y le responde cosas como:

Uno se convierte en director de teatro llamándose a sí mismo director y después persuadiendo a los demás de que eso es cierto. Por lo tanto, en cierta forma, encontrar trabajo es un problema que hay que resolver con la misma habilidad y los mismo medios que los que uno necesita en un ensayo.
Yo no conozco otra manera si no es la de convencer a la gente de trabajar con uno y de ponerse a ello -incluso sin estar pagado- y presentar ese trabajo ante cualquier público, en un sótano, en la parte de atrás de un café, en el pabellón de un hospital, en una prisión.

Las citas de Peter Brook para la gente de teatro (o las de cualquier otro prócer del teatro, tanto me da) son como las citas de Paulo Coelho para la gente de a pie: si quieres ser feliz, haz como yo. Peter Brook, que ha viajado por el mundo a gastos pagados, que ha tenido los favores de una industria cultural tan poderosa como la británica, te sugiere, a ti, que vas a los Goya con un vestido que vale más de que lo que ganas en un año, que trabajes incluso sin estar pagado. Cuando un brasileño que tiene 500 millones en Suiza te dice que el dinero no es lo más importante, te invita a caer en la trampa del hombre que se hace a sí mismo: eres lo que haces por ti mismo, y si no lo consigues, es que no has hecho lo suficiente. Habéis vivido por encima de vuestras posibilidades. Y Brook es de los de izquierdas, imaginad lo que diría Mamet.

La condición que convierte algo en un trabajo  es el salario, luego el 90% de la gente que pululamos por teatros y cafés y pabellones de hospitales somos parias que hacemos lo que hacemos por pura masonería. ¿Por qué la gente se une a una obra, a un director, a otros actores que no llegan a final de mes? Hay, al menos en el teatro, la sensación de llegada del fin del mundo, de hartazgo de lo cotidiano: mejor caminar y reventar que detenerse y extinguirse. Nos unimos siempre a pesar de que hay mejores cosas que hacer, injusticias más fáciles de solventar, trabajos mejor pagados. Hacemos teatro por juego, por compromiso político, por desesperación, por ensueño.

 

Haciendo la cena (El Sopar, en el Teatro del Barrio). Parte I


By User:Bectrigger – Cropped from File:Sheldon_Adelson_21_June_2010.jpg, CC BY-SA 3.0, Link

Montar una obra de teatro en España

Montar una obra de teatro profesional se asemeja a preparar un atraco a la sucursal de Bankia del barrio. Casi siempre es una mala idea: se planifica al vuelo, no tienes armas, ni el dinero para comprarlas; tus cómplices son tan ingenuos y leales como tú, y el resultado es siempre un desastre. En la actualidad además puedes efectivamente acabar en la cárcel.

Para montar una obra profesional sin un duro ni el empujoncito del concejal de turno, uno debe ir mendigando favores como el que mendiga unas monedas en el metro, solo que al contrario que el adicto real, la merca que se obtiene no te lleva más allá de las puertas del placer, sino a un rincón en el blog de algún caradura que quiere entradas gratis para el teatro.

Ya no entramos en el juego del teatro para remover los cimientos de la conciencia, ni traer al siglo de la posverdad el Verfremdungseffekt ni provocar las iras de los buenos ciudadanos cristianos, a lo Synge:  (¡cuántos sueños húmedos en los que algún requeté, más o menos espontáneo, irrumpe en la obra con alaridos de «¡Viva Cristo Rey!»). Aquí estamos para competir con el Rey León y cualquier obra que incluya a un actor de Siete Vidas. Es la diferencia entre el atraco navaja en mano contra la venta de preferentes a pensionistas. Escoge la liga.

Génesis de El Sopar

El sopar (o La cena, en su versión patriótica) se escribió cuando Sheldon Adelson quiso montar un megacasino en Madrid, y los políticos de Madrid aplaudieron la ocurrencia: sabe San Milton Friedmann que un país en crisis lo que más necesita no son puestos de trabajo, sino máquinas tragaperras que facturen en los Estados Unidos. Parece que un quítame allá esas tierras y esos impuestos hizo que el magnate abandonara el proyecto, y el casino Adelson pasó de largo por nuestra España querida como aquel convoy norteamericano en la escena final de Bienvenido Mr. Marshall. Quizá nunca sabremos las razones, pero siempre nos quedará la profundidad filosófica de aquel mafioso ruso de Lloret de Mar,  que acusaba la corrupción de nuestro país como una de las más nefastas incluso para el negocio criminal.

El proyecto del casino fracasó en esta materialización, pero las réplicas no se hicieron esperar, como en cualquier terremoto: Benidorm necesitaba un casino, y Madrid y Granada, y Murcia.

¿Por qué entonces montar una obra de teatro sobre casinos y políticos corruptos destinada al fracaso? Porque el teatro en nuestra España se ha convertido precisamente en eso: en un gran juego de ruleta fracasado al que acudimos con un capital tan minúsculo como nuestras esperanzas. Juego en el que además esperamos ganar y convertirnos en los empresarios que lo manejan y en el que a lo sumo conseguiremos recuperar el dinero para el autobús.