El suicidio de Áyax (Wikipedia)
Timberlake Wertenbraker escribió hace unos años Our Ajax, una versión del clásico de Sófocles basasdo en los testimonios de soldados y ex-soldados que participaron en la invasión de Iraq. El mismo año en que se escribió, tuve la oportunidad de hablar con un miembro del personal sanitario de un hospital militar de Madrid que por aquel entonces trataba a los veteranos de guerra españoles que volvían de Iraq y Afganistán.
Es extraño saber que en España también hay veteranos de guerra, acostumbrados como estamos a las epopeyas norteamericanas retratadas en el cine. Tal vez este silencio o ignorancia se deba al descrédito general que tuvo la maniobra militar entre los españoles, que salieron a la calle en masa para protestar contra una invasión ilegal y sangrienta.
Mi confidente me revelaba los tremendos casos de estrés postraumático con los que tenía que trabajar día tras día. Delirios, pesadillas, intentos de suicidio, hombres que ya no estaban en esta tierra y otros casos de espanto que no hallaban paz ni siquiera en el reconocimiento de alguna asociación conocida o de, al menos, un peso mediático parecido al de las víctimas del terrorismo. Ignorados en el mejor de los casos, o vilipendiados por una fortuna de anti-militarismo poco simpático con el soldado.
Áyax es el soldado que, tras haber cumplido fieramente con el propósito para el que se le había educado, descubre que el honor de su gesta vale tanto como la vida de los enemigos que segó por miles. El más valiente entre los griegos después de Aquiles, que nunca aceptó la ayuda de los dioses, es desprovisto de reconocimiento y galones cuando la armadura del general muerto es entregada al favorito de los dioses, al astuto Ulises. Desprovisto de razón, decide traicionar a su propio ejército y hacer pagar este desengaño con sangre. Solo la intervención de Atenea, aquella diosa de la justicia que da la razón a matricidas y asesinos, permite que el claustro militar se libre de la siega, y confunde a Áyax para que degolle al ganado que les acompaña.
Motortown, de Simon Stephens, no adapta tan frontalmente el clásico griego pero habla del soldado que vuelve de Iraq a una Inglaterra anodina e indiferente al trauma que el protagonista ha sufrido. Nunca llegamos a saber qué atrocidades ha cometido en nombre de la democracia, pero sí sabemos que se ha convertido en un extranjero, en un extraño que ya no responde a su propio nombre ni conciencia.
Cuando Áyax recobra el sentido, la vergüenza le corroe el alma honorable y se da muerte a escondidas, mediante engaños y artificio impropios del soldado valiente que había sido. Ni los suplicios de su mujer, esclava y botín de guerra, ni de sus amigos curarán la humillación que le supone saberse vivo después de haber tratado de asesinar a sus camaradas. Fue la constatación de esa pena, esa escasa solidez que tiene la amistad que se fragua en la guerra, la que le llevará al Hades.
El último fragmento de la obra, acaso la más lacerante, es aquella en la que sus antiguos camaradas discuten como mancillar, más si cabe, el cuerpo del soldado Áyax. Ignorando la costumbre divina y los ruegos de una viuda desprovista no solo de su amo y señor, sino de la honra, Agamenón se regodea en el castigo al cadáver y fantasea con dejarlo a merced de los animales de carroña a la orilla de la playa. Agamenón, qué sacrificó a su hija para ganar Troya, solo será detenido por Ulises, que restaurará el antiguo orden para dar al soldado digna sepultura. Un héroe mortal al que los dioses condenaron a la locura por no acudir a ellos.
Estoy siguiendo esta versión de las obras completas de Sófocles.