Volver a leer

I – Vives con una pátina perpleja sobre los ojos: el trabajo escocido, el Atleti de Sabina, los rizomas que te has alisado, las microestructuras de poder a 5€ en el IKEA, Cría Cuervos de Saura para hacer el resto de las infancias más felices, la crisis periódica de la Bolsa.

II – Hace tiempo que piensas que los poetas se vuelven pretenciosos con el paso de los años, Antonio Gamoneda que pasa de un anonimato respetuoso a un protagonismo político feroz, César Antonio Molina ministro a la Semprún, Sabina… Un momento, se me ha traspapelado Sabina

III – Diríjase a una biblioteca. Busque en el catálogo un libro del depósito, a ser posible de teoría aporética, de aquellos que no tienen su contrapartida en los anaqueles de los pasillos. Deje que el bibliotecario se revuelva en su asiento y por fin baje a por el mencionado tomo. Tómelo. Hojéelo. Vaya a la estantería y tome uno más vulgar. Lea sólo la introducción.

Cuando alguien desalentadamente afirma: «todo está dicho en poesía» nos hace ver que tal vez ha entendido mal cuál es la función que ha de esperarse de ella. En poesía más bien «todo está siempre por decir», por cuanto el mundo está siempre cambiando, o «todo está por repetir de nuevo como si aquello se dijese por vez primera». De la misma manera que al hombre, cuando no ha nacido, no le importa saber que como vivo está repitiendo la vida de los muertos. Nada mengua tampoco el dolor que sufre por saber que antes que él otros han agotado esa experiencia, ni siente marchitado un placer, o disminuida su intensidad, porque sepa que antes alguien lo ha gozado, y quizá en un mayor grado. En este sentido, el nombre que de niños nos debiera corresponder a todos es el de Adán.
Francisco Brines

Entonces escribes. Lees. Y cuando llega, no hay manera de contenerlo. Mira a través de los cristales. Entre los andamios y los edificios de tu patria íntima. Allí estaba.

Sobre la valla de una promoción Sacyr Vallehermoso

Con el tesón de un héroe
trágico, he tratado provocar
la más grande de las desolaciones
a quien se aventuró por mi camino,
hasta que el sordo fuego de mis pies
macabros consumiera nuestra carne,
y el gélido aire de la noche
soplara la ceniza hasta los prados
baldíos en los límites de nuestra ciudad.

La misericordiosa lluvia,
los caprichos del sol,
el estiércol dorado de animales
arbitrarios y ciegos se unirán
un día con la tiera emponzoñada
de cemento y cenizas,
y en las raíces de los brotes incrédulos
uniré mi sustancia a la de aquellos
que arrastré hasta mí y en mis huesos vivieron.

Entre las amarillas grúas
y los chalecos reflectantes
se encarnará entonces,
una vez más,
la vida.

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