Mes: octubre 2010

Diario de Londres – Terror en el parqué

Como protesta contra la dificultad para encontrar un alojamiento decente y propio, me propuse ir a la estación de King Cross / St. Pancras. En frente de un par de restaurantes italianos y bajo un cajero automático hay un rincón resguardado del viento y la lluvia pero suficientemente visible como para que un indigente o un activista – como yo pensaba ser – no pase desapercibido a las narices de los transeúntes y viajeros de autobús. Recogería unos cartones sobrantes de algún comercio adlátere y me agenciaría un conjunto de abrigo de estopa, gorro de lana con lamparones y barbas postizas y piojosas para dormir durante unas noches allí mismo. Un par de vasos de papel mordisqueados en los bordes y quizá un chucho sarnoso que me diera algo de calor formarían mi nueva habitación. El problema es que el sitio ya estaba ocupado: así me lo hizo saber el jefe de la estación, un negro redondo que escribía los horarios de las primeras y últimas salidas de trenes con letra torcida. Le habían concedido el hueco a otro indigente y ya se había instalado con un chucho más sarnoso, un gorro de lana más raído y unas barbas más piojosas y más reales que las mías.
Dormir en cualquier otra estación hubiera sido mucho menos glamouroso, porque hasta la pobreza tiene sus cotas de elegancia. El español, cuando se pone a parecer miserable, debe ser el más miserable de todos, una suerte de trepa engominado pero cuesta abajo, hacia los sumideros de droga de su ciudad natal, sus penosos derroteros vitales, etcétera. Puestos a ser pobre hay que ser el más pobre y que todo el mundo lo sepa.
Así que saltamos de habitación en habitación, a la espera de que la casa de Edu quedara libre y fuimos a caer en una habitación de la que colgaban pósteres de carga homosexual moderada o alta y que olía a raro y uno ya se preguntaba si oler raro era una cosa previa o si eran los prejuicios los que nos hacían oler. Y luego fuimos hasta Morden, a una casa aburrida, sin barniz en la madera, sin tráfico ni ruido ni muerte por ningún lado, con una correcta elegancia en los habitantes que paseaban de manera aislada y organizada en una red de calles perfectamente cuadriculada y luego fuimos a la casa de Edu y el compañero de Edu dijo que ya estaba todo arreglado, arreglado para otro, que no éramos nosotros, y nos quedamos en la puerta de la casa con la maleta, con mis trajes escurriendo la lluvia fina que nos llevó de nuevo a casa de Bárbara y Sergio, y ahora a una habitación triple de hotel donde, según se dice hay ratones y fantasmas, o fantasmas de ratones. Y luego ya no sabemos.

[…]
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.

Claudio Rodríguez

Diario de Londres IX – El piso, al fin

No un piso, sino una habitación grande, con derecho a proyector de cine y clases particulares de inglés es lo que finalmente hemos conseguido. Edu Fuentes, ilustrador y bon vivant, se marcha durante unos meses à la recherche de l’inspiration, allí en Las Águilas, Murcia. Nadie dijo nunca que París fuera el alfa y el omega de los artistas.

No hay gran cosa que rescatar de nuestras andanzas inmobiliarias mientras pasábamos nuestras últimas semanas en casa de Sergio y Bárbara. Dejamos en su calendario la fecha de nuestra llegada y el poema Lecho, como pequeño homenaje al colchón de detrás del sofá y a la cama matrimonial, ahora nos alojamos en la casa de Jason, un amistoso inglés que hemos conocido a través de www.crashpadder.com Es una buena opción para alojarse en la casa de un particular por más o menos el mismo precio de un hotel.

Acudimos, eso sí, casi por aburrimiento y con cierto escepticismo a varias agencias inmobiliarias, y el descontento fue el mismo que cuando acudíamos a los agujeros de ratos, aka, habitaciones en piso compartido. Un piso es un piso, sin más, hasta que entra en juego la inventiva. Un taller puede hacer las veces de salón si se atornillan al suelo cuatro tablones y con arte y birlibirloque de Photoshop se metamorfosea en un amplio estudio de corte victoriano. Tal cual lo relataba Illy, el comercial de nariz aguileña que para ablandarnos el lomo nos invitaba a cigarrillos entre aspavientos descaradamente aprendidos en algún cursillo de lenguaje corporal. Yo también he acudido a esos cursos, así que el engaño no nos vale. Tampoco el hedor a temple y pintura mohosa ayuda a aflojar la gallina.

Entre tanto, aprovechamos las tardes para compartir un postre con otros españoles recién llegados o con algunos añitos de experiencia en el extranjero. Alberto, informático, nos presentó a su esposa rusa y su interesante proyecto IT Londres, y nos contó que resulta más fácil encontrar trabajo que piso en esta ciudad. No me cabe ninguna duda: «gracias» al servicio de corrección de CVs que ofrece he tenido más de quince llamadas de recruiters y concertado dos entrevistas. Gracias, Alberto, por ayudarme a conseguir trabajo, justo lo que no quería. Es lo peor de buscar trabajo, por más que se intente, al final uno acaba encontrándolo.

Espero que sepan disculpar la promoción descarada, pero ¡qué menos que agradecer la ayuda de nuestros amigos!

Diario de Londres VIII – Amados monstruos inmobiliarios (viva el Líbano e Irán II)

El libro es de Nikos Kazantzakis, sí, claro que lo conozco. Cuando terminé de ver la película pensé: «Scorsese es un imbécil. ¿Cómo se le ocurre presentar una película tan infame, tan inmoral, tan falta de respeto al cristianismo? ¿A quién se le ocurre retratar a Jesucristo con … María Magdalena? ¡Qué desperdicio!»

Mi anfitrión, el de los leprosos rumanos, respondía así a mis preguntas acerca de su carrera de escritor de libros sobre cine religioso. Salvó a El Evangelio de Pasolini y La Pasión de Juana de Arco, de Dreyer. ¡Qué facilón me parecía! Nadie discutiría sobre la calidad de ambas películas, tan sobrias, tan cortitas, tan suaves. Mi anfitrión resultó ser un libanes rechoncho y de modales ansiosos que no paraba de hablar con acento británico. A cada paso introducía en su interminable discurso acerca del buen y mal cine algún tecnicismo en francés que yo consideraba de mal gusto. Después me aclaró que el francés lo había aprendido en el Líbano, bajo la ocupación. Llevaba 20 años en Londres y el piso era suyo.

Tampoco merece la pena hablar mucho del estado ruinoso de la casa. El salón, que había decorado con motivos cristianos y alguna alfombra de corte persa, estaba invadido por pilas de revistas de temática internacional y cajas de DVDs. Los ceniceros desbordaban colillas de cigarrillos, aún humeantes y el televisor, de la época catódica, reponía una película en blanco y negro a la que no presté atención. Un hombrecillo con aspecto de santurrón revisaba unas hojas que contenían precios de propiedades en los alrededores de Londres.

Pasamos a la cocina y tras explicarnos en qué consistiría la cena (ensalada con zanahoria rallada y coles de bruselas con bechamel), se puso a explicarnos las condiciones bajo las cuales podríamos quedarnos a dormir en aquel lugar. Primero, e inexcusables, las 900 libras de la barba que costaba la habitación (un estudio cuesta 800). Después el depósito que sería reembolsable en el futuro, siempre y cuando el gasto de la luz no fuera excesivo, para lo cual nos animaba a no estar en casa durante las horas que comprendían la tarifa diurna. Es decir, sugería que, por el bien de la casa, alquiláramos la habitación sin estar en la habitación. La ducha no existía: en su lugar una bañera «con un caudal impresionante» nos serviría para asearnos antes de acudir al trabajo. Él, con su tamaño, era capaz de lavarse en 10 minutos. ¿Quién necesita ducha?

La comida: era compartida. Un hogar bohemio como aquél no entendía de la propiedad privada y el buen rollo, así como las disquisiciones acerca de porqué Almodóvar era un mal director de cine, impedían, de manera natural, cualquier etiqueta de distinción en los productos básicos. Un huevo es un huevo, no tiene otro nombre más que el que se le da, y por eso es «nuestro» huevo. Si alguien ha compartido alguna vez un litro de bebida con un punky sabe a lo que me refiero.
Dicho esto, se puso manos a la obra con la cena, y nunca mejor dicho, porque sus manos de dedos bestiales terminaban en unas uñas largas y duras fueron las que cortaron la lechuga-leproso y las que rallaron la zanahoria. Es sencillo saber cuándo dejar de rallar una zanahoria: cuando la uña raspa el rallador. Así lo hizo.

Una vez a la mesa, nos contó la historia del hombre pequeño que hasta el momento no había dicho nada. Era un refugiado ideológico iraní, un suní pacifista que por algún motivo había caído en doble desgracia: la primera por huir de Ahmadineyad, la segunda por caer en casa de un estrambótico personaje que le obligaba a limpiar los platos, quien le robaba el tabaco y quien le daba un lecho hasta encontrar un mejor escondite. El hombre habló poco y lento, como si tuviera vergüenza de expresarse en inglés, y mencionó a Kiarostami y a Makhmalbaf con una vocecilla fina, como de hilo. Supongo que con alegría. Tal vez.

No tomamos postre y dejamos al libanés y al refugiado de expresión triste hablando de Almodóvar. Habíamos tenido suficiente por el momento y nada nos llamaba a esa casa. Volvimos a nuestro colchón detrás del sofá.

Diario de Londres VIII – Amados monstruos inmobiliarios (viva el Líbano e Irán)

Hay un lecho, detrás de un sofá, apenas un colchón en el suelo que, sin embargo, es el lugar más genial donde hemos dormido. Allí uno mastica los pequeños triunfos, las esperanzas, los problemas con el idioma y las aberrantes condiciones de otros sitios. La parte de detrás del sofá de casa de Bárbara y Sergio es el lugar más romántico de Londres.

Sin embargo, más de una vez nos hemos visto tentados por las aventuras peligrosas. Un señor anuncia una habitación: cara, en Angel, un solo habitante. Hasta ahí todo normal. El texto incluía, no obstante, unos párrafos dedicados a la tolerancia entre religiones como condición innegable para habitar el sitio (era una habitación a corto plazo). Así que, entusiasmado, le escribo un correo personalizado y lo envío en lugar de las cuatro líneas de presentación que nos han dado buen resultado para concertar entrevistas. Le cuento que soy escritor, que soy católico no practicante, que la religión o, al menos el pensamiento mágico, ha fundado civilizaciones, en fin, cuatro o cinco obviedades que no delataran la desesperación por encontrar un piso. Tras haber sido sometidos a un juicio sumario en una de las casa (cinco habitantes examinaron nuestros gustos musicales, teatrales, cinematográficos, etcétera para luego deliberar si debíamos vivir con ellos o no), mencionar el pensamiento mágico y la religión en la misma frase no me produjo sonrojo. A fin de cuentas el que se dejaría los talegos soy yo.

En fin, el caballero me manda varios mensajes y finalmente llama, y me pregunta por mi historia, por mis traducciones (le dije Sarah Kane, Michael Hartnett, ni idea) y me confiesa que él había trabajado en la City durante mucho tiempo pero que ahora se dedicaba a la escritura y a la traducción. «Escucha: venid a mi casa a cenar. Echadle un ojo a la habitación y tanto si os gusta como si no, habréis cenado gratis». No sonaba mal. Salvo por un par de anécdotas que merece la pena contar.

La primera prueba a la que nos sometió fue la de comprar dos lechugas. Salvo que lechugas, en inglés, se escribe lettuce y, según el acento se pronuncia lettez, que a su vez se parece a leper, que significa leproso. Añadir un leproso a la ensalada, un leproso que se compra en el Caprabo de aquí, un leproso que además era rumano, era… extraño. Yo había entendido leper y como tal pedía lepers a los asombrados trabajadores del Caprabo londinense, lepers rumanos para la ensalada, de toda la vida. No los encontramos. En su lugar llevamos unas lechugas romanas, y contuvimos el aliento, no fuera que en efecto, nuestro anfitrión deseara un bocado tan exótico para su ensalada.

En ningún momento nuestro landlord nos proporcionó la dirección, con lo cual teníamos que seguir sus indicaciones, que por otra parte, no conducían a ningún sitio. Gira a la izquierda quiere decir algo si, en efecto, hay un lugar donde girar a la izquierda y no cuatro. Por fin llegamos a la casa. Nos abrió un señor obeso, que vestía una camiseta raída y tenía las patillas canosas. No parecía el escritor que decía ser…

Diario de Londres VII – Amados monstruos inmobiliarios (2)

Una de las grandes cualidades que se exigen tanto a los humoristas como a los timadores, jugadores o, en general, artistas del engaño es la contención: mantener un semblante recto, seco y sobre todo no forzado, mientras se narra un chiste o se despluma a un inocente, es una cualidad que por sí misma delata un oficio.

Esta mañana, mientras recorríamos el mundo a través de los ojos de Londres (las ruidosos mercadillos de Elephant&Castle, las sórdidas Docklands bengalíes u la estúpida Oxford Street, conocida como la M30 londinense por las taladradoras que la percuten todo el día) un individuo nos ha enseñado lo que sería, previo pago, nuestra habitación. El caso es que no era una habitación: era el salón. Ante la posibilidad de que un lapsus hubiera asaltado a mi futuro compañero – pues en el living tan solo había un sofá desvencijado, forrado con mugre- le pregunté si aquella iba a ser nuestra habitación, y me quedé a mitad de frase, porque descorrió una sábana que parecía cubrir un armario y mostró la cama doble. No sonrió un instante y a mí me sorprendió este detalle, porque afeaba el número: si hubiera dicho ¡tachán! justo después de correr la improvisada cortina, me caigo redondo al suelo.

Hace un par de días nos abrió una rusa: ella misma había alquilado el piso, de tres habitaciones, cada habitación (estrechas como un barquito dentro de una botella) venía a salir por 800 libras. Pero lo más curioso del asunto no era que se tratara de mantener con nuestro caudal a la estudiante rusa, sino cómo recibía a los inquilinos: debían ser en su mayoría hombres, de ahí el vestido ceñido, recortado por encima de las rodillas, escote ligerito, dejando al aire unas lolas de las que, humanamente, era imposible despegar la nariz. En el momento de recibirnos «estaba estudiando estadística» de esta guisa, fresca, satinada, muy eslava. La habitación grande ya había sido reservada de inmediato por un soltero que la había visitado minutos antes que nosotros.

Lo mejor de Londres y de la estomagante contención de sus modos, es que uno no sabe si visita una habitación o una obra de arte. No faltan críticos que adviertan de la gran farsa de la que vive el arte moderno, que el chito se va a acabar de un momento a otro y que van a acabar todos en el paro. Al superávit de críticos más corrosivos podrían inventarles nuevas profesiones: críticos inmobiliarios. Un tipo nos ofrece una habitación en Oxford Street. En el anuncio son 200 libras a la semana, de repente se han convertido en 250 libras. La culpa la tiene la nueva arquitectura minimalista: lo chic, en Londres, es que la habitación no sea habitación. Aquí no había cama-sorpresa detrás de una cortina, ni sugerentes rusas que bailan la lengua tras los carrillos: no había nada, bueno sí, había un tipo encima de una mesa. En concreto había cuatro: tres serraban, claveteaban y lijaban listones y un tercero descansaba encima de un mueble del mismo material. Los cuatro me miraban como animales nocturnos deslumbrados por los faros de un automóvil, los cuatro formaban parte de una performance a 250 libras la sesión semanal, con baños ocupados, camas deshechas y ventanas tapiadas. Y este tipo no se reía.

Un tipo duerme encima de mi mesa. Si lo meto en formol, me hago de oro.