Como protesta contra la dificultad para encontrar un alojamiento decente y propio, me propuse ir a la estación de King Cross / St. Pancras. En frente de un par de restaurantes italianos y bajo un cajero automático hay un rincón resguardado del viento y la lluvia pero suficientemente visible como para que un indigente o un activista – como yo pensaba ser – no pase desapercibido a las narices de los transeúntes y viajeros de autobús. Recogería unos cartones sobrantes de algún comercio adlátere y me agenciaría un conjunto de abrigo de estopa, gorro de lana con lamparones y barbas postizas y piojosas para dormir durante unas noches allí mismo. Un par de vasos de papel mordisqueados en los bordes y quizá un chucho sarnoso que me diera algo de calor formarían mi nueva habitación. El problema es que el sitio ya estaba ocupado: así me lo hizo saber el jefe de la estación, un negro redondo que escribía los horarios de las primeras y últimas salidas de trenes con letra torcida. Le habían concedido el hueco a otro indigente y ya se había instalado con un chucho más sarnoso, un gorro de lana más raído y unas barbas más piojosas y más reales que las mías.
Dormir en cualquier otra estación hubiera sido mucho menos glamouroso, porque hasta la pobreza tiene sus cotas de elegancia. El español, cuando se pone a parecer miserable, debe ser el más miserable de todos, una suerte de trepa engominado pero cuesta abajo, hacia los sumideros de droga de su ciudad natal, sus penosos derroteros vitales, etcétera. Puestos a ser pobre hay que ser el más pobre y que todo el mundo lo sepa.
Así que saltamos de habitación en habitación, a la espera de que la casa de Edu quedara libre y fuimos a caer en una habitación de la que colgaban pósteres de carga homosexual moderada o alta y que olía a raro y uno ya se preguntaba si oler raro era una cosa previa o si eran los prejuicios los que nos hacían oler. Y luego fuimos hasta Morden, a una casa aburrida, sin barniz en la madera, sin tráfico ni ruido ni muerte por ningún lado, con una correcta elegancia en los habitantes que paseaban de manera aislada y organizada en una red de calles perfectamente cuadriculada y luego fuimos a la casa de Edu y el compañero de Edu dijo que ya estaba todo arreglado, arreglado para otro, que no éramos nosotros, y nos quedamos en la puerta de la casa con la maleta, con mis trajes escurriendo la lluvia fina que nos llevó de nuevo a casa de Bárbara y Sergio, y ahora a una habitación triple de hotel donde, según se dice hay ratones y fantasmas, o fantasmas de ratones. Y luego ya no sabemos.
[…]
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.Claudio Rodríguez
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