Desde el pasado 22 de octubre hasta el 20 de noviembre se representa en el Lyric Hammersmith de Londres la primera obra de Sarah Kane, Blasted. La obra, que cumple ahora quince años, fue tildada en su momento como un “nauseabundo festín de porquería” (disgusting feast of filth) debido a la crudeza de algunas escenas: la violación de uno de los protagonistas con el cañón de una pistola, el despiece de un bebé a mordiscos, todo ello entre diálogos francamente horrísonos sobre torturas, guerra, asesinatos y barbarie. Sin embargo, el público británico está acostumbrado a que de forma cíclica surjan propuestas de este calado que provoquen estas reacciones espontáneas (casi actos reflejos) en los columnistas de la prensa amarilla británica, de tal manera que casi se ha convertido en una tradición, en un ritual de paso para cualquier nuevo dramaturgo sufrir estas afrentas: ocurrió con John Osborne y su obra Look Back In Anger, Edward Bond con Saved, Joe Orton con Entertaining Mr. Sloane y en el año 1995 con Sarah Kane y Blasted.
A la dramaturga le acompaña su propia leyenda negra, que ha sido envés y revés de su consagración más allá de Gran Bretaña. Su suicidio a los 28 años la convirtió automáticamente en el prototipo de artista atormentada tan caro a actores, directores, promotores y agentes, muy a pesar de los reconocimientos que obtuvo en vida (algunos de dramaturgos como Harold Pinter); por otro lado la franca crudeza de sus textos es un elemento disuasorio a tener en cuenta, en vista de la escasa representación que sus textos han tenido en España. Son pocos los estudiantes de arte dramático que no conozcan, aunque sea de oídas, la obra de la escritora de Essex, sin embargo en los últimos años han tenido pocas oportunidades de ver alguna puesta en escena. La última que conozco, Fedrina Ijubav (El amor de Fedra), en el festival de Otoño de Madrid, en una incómoda y sobretitulada versión de Iva Milosevic; y, anteriormente, 4.48 Psicosis, interpretada con una contención espeluznante por Leonor Mansó, en una producción argentina que quizá mereció más atención. No sé de ninguna otra representación de Kane en la península en los últimos años, así que invito a aquellos que conozcan alguna a que dejen sus impresiones en los comentarios.
Lo de que Sarah Kane sea una autora para el análisis textual y no para la interpretación no es una cuestión de estética o buen gusto, de lo que es apropiado o no para la escena española. La escena de Madrid por ejemplo tiene una gran tradición en la obscenidad chiripitiflaútica y los monólogos epilépticos sobre el pene, la vagina o el mondongo, en los que no se duda en traer a escena, sin pudor alguno, revisiones esperpénticas de la liberación sexual, pasando por el incesto o la zoofilia si es necesario; en pocos periódicos (amarillos o no) se mesarán los cabellos por estas propuestas. La diferencia radica en que en los monólogos de risas, la obscenidad y la violencia es un fin en sí mismo (y por eso parece hilarante tanto un menage-à-trois como una violación), mientras que en Sarah Kane la violencia es una manera de reflexionar, que conduce a objetivos dramáticos infinitamente más lejanos. Blasted es una obra primeriza y como a tal se le pueden achacar defectos de desarrollo y de construcción: las diálogos son demasiado lentos y pastosos o se aceleran hasta la ininteligibilidad, la transición entre escenas carece de lógica en muchas ocasiones y es difícil explicar de qué va la obra: un periodista y una joven entran en un habitación de hotel, el periodista viola a la joven, la joven huye, un soldado entra en la habitación y una bomba estalla al lado del hotel, convirtiendo el lugar en algo parecido a una trinchera. Kane afirmó que la guerra en los Balcanes fue el gatillo que disparó la nerviosa escritura de la obra y el texto no deja lugar a la duda, pues su propia disposición parece la consecuencia de un atentado: la frivolización de la guerra de un periodismo que confunde el derecho a la información con la transmisión de datos, la impasibilidad ante la barbarie y, en las últimas escenas, la barbarie misma, desnuda y cruda, siguiendo una tradición más férrea y más griega que la que cabría esperar de un autor moderno, son algunos de los puntos de resistencia que permiten la vigencia de una obra como ésta. ¿Es posible, desde el teatro español, hoy, abordar la guerra sin concesiones, es decir, la guerra sin la mitología española casi medular, es decir, sin lo que toca por nuestra parte, a la manera que lo hizo Kane?
El reparto en el Lyric Hammersmith incluye a Danny Webb en el papel de Ian, sobre el que recae la mayor parte del peso dramático de la pieza y que cumple con elegancia y alguna nota de humor. La dirección de Sean Holmes se ajusta milimétricamente al texto y no inventa nada, no siendo esto último una nota negativa sino un respiro de agradecimiento. Por último aplaudir sin concesiones el megalómano diseño del escenario, imposible si se piensa en el poco tiempo que se tiene para convertir una habitación de hotel de cuatro estrellas en un hoyo de mortero.
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