Acerca de los personajes

Saber qué quiere escribir uno no es siempre una ventaja: la libertad para alejarse de la idea original queda restringida en la medida en que ésta haya calcificado en la mente de uno. «Dejar marchar» o «abandonar» una idea es un proceso mucho más doloroso que elaborarla.

Hice saber esto a mi tutora algunos días atrás. Le hice saber que en el proceso de elaboración del tercer borrador de la obra que he de presentar a final de curso había estado sometido a una gran presión por parte de los dos personajes principales de la obra. Estos dos personajes están basados en personalidades públicas que yo juzgo de dolosa moral, circunstancia que ha terminado por fulminar mi paciencia y mis ganas de dar por bueno el borrador entragada. Incluí esta preocupación en la lista de mis preguntas a mi tutora para nuestra reunión mensual. Mi tutora me aconsejó que realizase dos tareas: la primera, las biografías de cada uno de los personajes. Biografías de diez páginas por personaje. La segunda era que interrogase a mis personajes sobre los motivos, deseos, emociones que sienten el uno hacia el otro.

Pasados los días puedo decir que este, a mi escaso entender, es un acercamiento muy poco recomendable, por cuanto interrumpe la fluidez del proceso creativo. Entre las aserciones más banales que se enuncian en las teorías chuscas de construcción de obras literarias está la de que el escritor debe conocer a sus personajes como si se tratase de sus seres más próximos. Si el escritor puede recitar de memoria el pasado y el presente de un personaje, el manejo del mismo dentro de la obra debería resultar más fácil y el proceso, por tanto, menos angustiante. Lo que nunca se explica en este consejo es «cómo» se conoce a un personaje: cuál es la frontera del personaje, el ethos que le conduce a acciones irreductiblemente deterministas. Como si de un algoritmo se tratase, parece que conociendo las vicisitudes y propiedades morales de nuestros caracteres pudiéramos predecir cómo se van a comportar a lo largo de nuestra pieza. Sin embargo hay un problema que casi nunca se expone: un personaje es una construcción dentro de una ficción, y una persona es real. «Conocer» a un personaje como se «conoce» a un hermano es precisamente lo contrario: no «conocer». Las maneras de acercarse al conocimiento de un personaje y de una persona no pueden ser iguales. Todo esto suena a galimatías de términos pero trataré de aclararlo en la medida en la que me sea posible.

Un personaje no es absoluto: pertenece totalmente a la obra en la que aparece y, más allá, al entorno y a los conflictos que se encuentra en ella. David Mamet es especialmente corrosivo cuando se dirige a los actores que tratan de hacerse con el personaje. Viene a decir que el personaje no existe, que son palabras sobre un papel, que no existe más allá de la del guión y que por tanto no hay manera de hacerse con él, ni imaginándole una vida, ni imitándole, ni nada. Yo añadiría que los personajes forman parte de la ficción que el espectador inventa para ellos, y es responsabilidad exclusiva de los espectadores imaginarla, no a los actores o a los escritores. Un escritor o un actor pinta en el aire unos trazos, el espectador los observa y le da un significado.

Continuemos un poco más, por otro camino. Imaginemos que queremos conocer a una persona ¿cuál es el procedimiento? No es una pregunta retórica. ¿En qué momento pasamos de la ignorancia al conocimiento? Nos podemos sentar frente a ella durante un par de horas o un par de años y esperar que esa persona nos cuente cómo es, sus gustos, sus miedos, sus preferencias sexuales y aún así solo tendríamos una lista más o menos completa, más o menos aleatoria de datos arbitrarios sin orden ni concierto, al que nosotros tendremos que dar un sentido. Una vez concluido ese proceso de organización, llamamos al resultado conocimiento. Yo conozco a esa persona o a este personaje consiste, en realidad, en aplicar un juicio sobre nuestras percepciones, no sobre lo que esa persona o este personaje es. Este es el camino más seguro hacia el desastre. Porque confiamos en nuestro juicio más que en la evidencia de que es imposible conocer a los personajes. ¿Y confiamos en nuestro juicio? ¿Nos conocemos lo suficiente como para poder emitir juicios?

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