Un día fui a montar en bicicleta y no volví
Uno de los recuerdos que más gracia me hace contar es paradójicamente el de una de las experiencias más duras que he sufrido en mi vida. Cuando tenía trece años adoraba montar en bicicleta. Había heredado de mi tío una mountain bike que pesaba un quintal y que se estropeaba con frecuencia. Este contratiempo, lejos de convertirse en un incordio, añadía entretenimiento a la afición. Hay algo profundamente sencillo y humano en reparar objetos con las manos y la bicicleta se ofrecía cada semana a una nueva revisión. Con esa bicicleta aprendí a ajustar cambios, calibrar ruedas y tensar frenos. Ya lo he olvidado casi todo lo referente a mecánica ciclista – hace casi veinte años que no monto – pero el recuerdo cálido de darle la vuelta al cachivache y hacer girar el pedal para comprobar con placer que la rueda no se desviaba ni un milímetro en su rotación aún permanece en mi memoria.
Una expedición desafortunada
Una mañana, un grupo de amigos del barrio decidimos hacer una excursión al Parque Natural de Alcalá de Henares, que es un terreno perfecto para hacer expediciones emocionantes y de bajo riesgo. Es también lo bastante amplio como para perderse pero no tan vasto como para que uno necesite llamar a la Guardia Civil si se sale de las rutas conocidas.
Después de una noche de tormenta veraniega, siete u ocho chicos nos encontramos a la entrada del parque. Las trillas estaban embarradas a causa de la lluvia y tras cinco minutos de pedaleo en el lodo, paramos y debatimos si era apropiado continuar. Tres o cuatro consideraron que la ruta era demasiado difícil para que el paseo fuese agradable, pero el otro grupo, en el que yo me encontraba, hallamos en ese obstáculo la posibilidad del reto: una aventura. Nos separamos, quedamos en volvernos a ver por la tarde y los más ambiciosos nos arrojamos con nuestras bicis al mayor barrizal que he conocido hasta ahora.
Recuerdo que en los primeros momentos de la expedición se mezclaban la emoción por tener el parque para nosotros solos y la inconveniencia de tener que parar cada cinco minutos a quitar el barro de las ruedas de nuestras bicicletas. Nos ayudábamos unos a otros en la dificultad, nos gastábamos bromas, había inocencia en todo el asunto. Después, avanzar por el barro fue imposible y decidimos que sería mejor alcanzar la carretera con la bicicleta a cuestas. Las energías se evaporaron y la camaradería dio paso a la ayuda silenciosa a los miembros del grupo más rezagados. Cuando esto falló, al reproche velado, a las bocas torcidas y en los últimos momentos, a negar la ayuda. En una de estas, yo me quedé atrás. Muy atrás.
La soledad
Mi bicicleta era, con diferencia, la que más pesaba de todas y yo el más enclenque del grupo. Durante gran parte de la travesía había empleado muchas energías en ayudar a otros sin hacer cuentas de que lo que yo venía arrastrando desde mi casa era un monstruo que pesaba dos veces más que las bicicletas de fibra de carbono de mis colegas. Las piernas empezaron a temblar y varias veces caí de rodillas al barro, así, con cierto patetismo de héroe derrotado en la batalla. Al menos a mí me gusta imaginarlo así. Con seguridad la imagen era mucho más inocente, ya que solo tenía 13 años y poco tiempo me había concedido los dioses para convertirme en héroe. Mis compañeros abandonaron toda esperanza de terminar la aventura en grupo y cada uno hizo lo que pudo para salir del entuerto por su cuenta. Yo me quedé atrás, y no volvieron. ¿Quién les puede culpar? En ese momento les desee la muerte, y cuando hace un par de años supe que uno de ellos había muerto en un accidente de tráfico, me invadió una gran culpa, como si mi deseo preadolescente hubiese tenido algo de premonitorio. Ni que decir que ya no le deseo la muerte a nadie.
La escapada de sí mismo
Con todo, logré salir con vida de la trilla, después de llorar, gritar, insultar y resignarme a que, lo quisiera o no, tenía que escapar de aquella tortura por mi cuenta. La verdad, y creo que esta es la primera vez que lo descubro y lo pongo así, en blanco sobre negro, en ese momento sentí mucho miedo. No tenía miedo a morirme allí, porque a pesar de tener trece años era más espabilado de lo que se pueda seguir de esta confesión que estoy escribiendo. En cualquier momento podía dejar la bicicleta allí tirada, dar la vuelta y llegar a mi casa andando. Luego, sería cuestión de explicar lo acontecido, recibir la regañina parental, ser perdonado y con la resiliencia que le es natural a mi padre, ir juntos al día siguiente a encontrar los restos de la bici y de mi dignidad.
A lo que tenía pánico es a la vergüenza a la que me expondría al pensar qué dirían de mí mis amigos, mis padres, la Guardia Civil, Dios (sí, él mismo) de todo el asunto. A lo que tenía miedo es a no parecer un Aquiles, sino un Filoctetes. A lo que tenía miedo es a descubrir que tenía miedo, cansancio; a que en este mundo, a pesar de mis amigos huidizos, mi padre, mi madre, los picoletos y el Señor estaba solo y era lo más lejano a un héroe.
La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa.
Pascal
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