Nunca me gustó el deporte. Nunca gané una carrera, ni salvé un penalti, nunca metí un gol en el último minuto, ni fui el alero fundamental en el equipo de baloncesto. Dame integrales y derivadas parciales, matrices, la teoría eidética de Platón: eso sí. Dame un balón y comienza el festival del horror.
Tuvo que ser en Londres donde me diera un día por salir a correr. No una vez, ni dos, sino varias veces en meses (y ahora años). Llevaba una mochila con las zapatillas y cuando salía de la City hacía los cinco kilómetros que me separaban de mi casa. A veces paraba y a veces los hacía del tirón. A veces daba una vuelta. Terminé corriendo diariamente los 14 km. que me separaban de mi siguiente trabajo en Canary Wharf hasta Walthamstow.
Y tenía que ser aquí, en Londres, en mi primera carrera popular, en Finsbury Park en donde quedé tercero. Después vendrían la maratón de Atenas y la de Madrid. Nunca me seleccionaron para la de Londres. Qué alegría me llevé aquel día que quedé tercero en Finsbury Park.
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