No fue fácil vivir solo durante todo un año. A la deuda que tendría que pagar se sumaban unas cañerías que me martirizaban noche y día pero que se quedaban mudas cada vez que venía el fontanero. Una landlady española que me demostró que de nada importa que vengamos de la misma tierra o que uno posea un doctorado y un puesto de responsabilidad para intentar estrujarte cien o doscientas libras más por el alquiler. Unos vecinos que escuchaban East Enders a todo trapo. Y esos versos de Claudio Rodríguez que de vez en cuando me venían a la cabeza:
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.
Pero no todo fue una desgracia. Vivir solo con las neurosis propias es en realidad un alivio – pues eran propias y no las de compañeros de piso. Podía beber tirado en el sofá sin recibir un sermón y dejar los platos en remojo. Las ruptura eran eso, rupturas, y no una larga travesía por el desierto sin agua y sin comida de la que había que dar parte cada tarde. Y la intimidad, cuando se daba, era verdaderamente intimidad y no un susurro que se corría con una toalla al baño al cuello y una sonrisa de medio lado entre las miradas de desconocidos.
Y podías invitar a gente a casa y ver el fútbol y podían venir amigos y dormir en el sofá, y nadie hacía preguntas, y a nadie le molestaba. Y por las tardes podía salir a fumar a la terraza y escuchar a los zorros peleándose entre la basura.
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