Ayer, después de casi treinta mil palabras, después de seis meses de investigación, di por muerta una novela. No podría llamarse novela acaso, puesto que ni siquiera se había llegado a formar una trama, unos personajes, unas historias. Miento: sí los había: un anciano que contaba en primera persona su vida, una mujer misteriosa que lo acompañaba en la soledad, un padre furioso pero tierno.
Hoy miro el manuscrito y veo un animal muerto al borde de la calzada. Los capítulos revueltos, las palabras agotadas en sus límites. Lo imprimí tantas veces, lo contemplé en el ordenador, en el atril que a veces uso para reescribir y no lograba ver más allá. Contemplaba una voz finalmente apagada.
Podría ponerme cursi y hablar de la ausencia de flujo, de la inspiración: esa misteriosa fuerza mental, el maná de la creatividad de la que hablan los gurús y los horteras y que supone una suerte de éxtasis en el proceso de creación. Hay un psicólogo húngaro que se ha hecho rico con un concepto tan antiguo como cristiano: se llamaba dicha, antes del asalto posmoderno. Mihály Csíkszentmihályi se llama el profesor.
Pero venía a hablar de aquel libro que hubiera sido y ya no será. No será sedimento de otra novela, ni será un aprendizaje: ¿cuándo ha sido la muerte enseñanza de nada? ¿Cuándo ante la tumba de un amigo, de una abuela, de un padre ha extraído una sentencia que no fuera vulgar?
Son el luto por aquellos minutos muertos frente al ordenador, aquellas ilusiones derruidas también parte del proceso de escribir. Olvídense de los rechazos editoriales, de las envidias profesionales, de los desprecios de los lectores.
Al escritor lo hacen las palabras que abandona y que no volverá a visitar.
Deja una respuesta