Aún no tenías ojos cuando empecé a quererte. Apenas podías escuchar el latido de tu madre, y tu rostro se comenzaba a formar, te conocía solo por tu nombre. Y para entonces ya te amaba.
Te empecé a amar desde la imaginación, como se aman a los personajes de los libros, como se aman los seres fantásticos y los superhéroes, como se aman las leyendas y los cuentos, como se aman todos esos nombres con los que secretamente ordenan nuestros días: los espíritus y los dioses pequeños, los fantasmas de nuestros antepasados, las voces que nos susurran para enfrentarnos a tamaña vida.
No existías, o sí, porque la existencia la certifica el tacto, la presencia, la mirada, las palabras y tú aún no podías tocarnos, vernos, abrazarnos.
No eres, no estás aquí y sin embargo te tengo presente cada día, cada momento de mi vida. Me pregunto por tu voz, por los rasgos definitivos de tu rostro, por el color de tus ojos. Me asustan las enfermedades en las que todavía no has caído, los insultos que aún no has recibido, las frustraciones que todavía te quedan por vivir. Me asusta el padre que podría ser.
Cómo serás cuando estés aquí, cómo te amaré, si como eres ahora te quiero tanto.
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