No beber alcohol. No escuchar el lenguaje de saldo de mercachifles. No conceder peso de más a lo que debe ser liviano.
Gastar en aquellos libros que siempre estuvieron ahí, a la espera de ser rescatados.
Sospechar menos, afirmarse más: no tener una opinión sino construir convicciones que uno esté dispuesto a defender.
Creer en lo que dicen los libros, porque unos corrigen a otros y entre todos crean una razón universal, común, fluida.
Mejorar la caligrafía, porque la letra antigua ha de anunciar la futura. Cuidar el cuerpo como quien cuida la inocencia de sus hijos, de sus lenguas.
Ignorar los debates que son pura fantasía, interrogar a la fantasía mismo, constatarlo por escrito.
Preguntar a los personajes de ficción qué hacer con lo palpable, nuestra vida, el trabajo, el tedio.
Escribir lento, porque invita a la reflexión lenta, a la lectura lenta, a la vida lenta.
No exigir al tiempo o al mundo aquello que no era para ti, que nunca pediste, que nunca será, porque de ese modo solo llegará lo que sencillamente es.
Aprender que las imágenes, sonidos, personas que pasan por la cabeza, lo que llamas pensamientos, ‘es’, y que toda adjetivación o interpretación es divertimiento e invitación al desespero.
Vivir, sin apenas saber que vives.
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