Regalarse la desaparición

Hace un tiempo decidí cerrar definitivamente la última red social en la que mantenía un perfil. Años antes había clausurado la cuenta de Facebook y dicho adiós a más de ciento cincuenta contactos que había ido coleccionando a lo largo de seis años en diferentes paises. La experiencia tiene los mismos tintes que hace tres años, una remembranza agónica sobre qué queda después de desaparecer de una red social: ¿dónde van los contactos? ¿Qué pasará con la proyección de la imagen pública, tan esencial para la promoción del perfil de un autor?

La inmanencia de las redes sociales en la vida contemporánea ha sido tan naturalizada que cuesta imaginarse el tiempo en el que no existía la necesidad de abrir un perfil y perseguir las fotografías o comentarios de nuestros conocidos y amigos. La prevalencia está tan extendida que salir de la red social está visto como una subversión o en el mejor caso, una forma de rareza digital. ¿Cómo existir y cómo hace saber a los demás que existe, si uno no lo muestra?

La imaginación del escritor queda condicionada por la propia gramática de la red social.

No se trata de apostar por una tecnofobia calculada o abogar por una retirada ordenada a las cavernas y a la retrotopía de un mundo sin teléfonos móviles ni ordenadores: eso también ya una ficción que hemos aprendido y explotamos acríticamente. La propia retirada, como tan bien saben los artistas, escritores, músicos, que han decidido largarse de la gran ciudad y retirarse a la casa rupestre va acompañada de una teatralidad (documentada en entrevistas, fotografías incluso documentales) que no sería tan resultona si la marcha fuera una ciudad mediana o a un piso en un bloque en las afueras. La imaginación del escritor queda condicionada por la propia gramática de la red social.

Era necesario estar ahí, de cualquier modo, porque aquello era condición para promocionar los libros u obras de teatro que surgieran.

La contrapartida a la presencia del escritor en las redes no es inocente: la exposición constante a la arbitrariedad del algoritmo fabrica un mundo mental en el que no cabe lo espontáneo, lo ridículo, lo sorprendente, que son el sustrato de la creación. He vivido fragmentos de vida de mis amigos y desconocidos, he visto cómo el cuerpo de las mujeres se utiliza como reclamo publicitario, he comprobado como mi capacidad para imaginar historias largas ha mermado hasta lo bobalicón y todo por una prestación que nunca llegaba, un éxito que nunca se tradujo en mejores condiciones o mayores ventas. Era necesario estar ahí, de cualquier modo, porque aquello era condición para promocionar los libros u obras de teatro que surgieran.

Todavía hay algo más importante que la autopromoción neurótica: escribir.

El argumento de la presencia no concluye nada: la lista de autores que venden año tras año más de lo que uno pueda imaginar y que no tienen red social es importante. Las obras de teatro que llegan a una sala lo hacen más por el azar que por el número de seguidores: no estamos aún en ese lugar donde el número de fans decide qué se publica o no. Todavía hay algo más importante que la autopromoción neurótica: escribir.

En la red social he vivido intermitentemente en la vida de seres queridos y me han asomado solo a fragmentos seleccionados de sus éxitos y alegrías; y he sido poco expuesto a sus miserias o partes oscuras. He sentido cientos de veces el aguijón de la envidia y posteriormente, el desprecio por uno mismo tras ver cinco o seis veces al día la repetición de un pequeño éxito literario, una charla pagada, un premio concedido. Han sido horas pasadas frente a la pantalla en las que la propia corporeidad de uno mismo queda suspendida y toma la forma de un cuerpo ajeno, un hogar extranjero, una sangre que no es la nuestra.

Hoy es mi cumpleaños y me quiero regalar la desaparición. Retornar lentamente a la orilla donde lo escrito, lo pensado es producto del tiempo y no del ansia, y donde la imaginación del escritor es la que impone el lenguaje que dominará.