Cada vez que comienzo un nuevo curso de escritura creativa, dicto una serie de reglas de convivencia para que la clase no termine convirtiéndose en un guirigay: puntualidad en la llegada y salida de clase, uso sensato de la tecnología móvil y entregar a tiempo para que la lectura de los textos no se ralentice. Lo cierto es que son compromisos ligeros que los alumnos adquieren sin mayor protesta y aquellos que se resisten son convenientemente castigados: por ejemplo, entregando un soneto sobre su falta en la siguiente clase (un soneto clásico, se entiende, con sus catorce versos y sus rimas consonantes).
A los alumnos también les invito a una tarea no menos crucial en cualquier actividad humana, que es a respetar su curiosidad y la de los demás. Esto de la curiosidad suena a buenos deseos impresos sobre una taza de café cuqui, pero tiene más miga de lo que parece, porque la curiosidad es la que lleva a los alumnos a un taller de escritura y posiblemente sea la única fuerza que los mantenga asistiendo al curso tras recibir el primer sopapo en su primer texto no tan bueno.
Les digo que la curiosidad es lo que ha hecho que unos días atrás decidieran apuntarse al curso, que vaciaran su calendario de compromisos inefables (tener una cita con un extraño, recoger a los niños del colegio, hacerse una liposucción) y que el día del comienzo se presentaran con unos minutos de antelación, dispuestos a sentarse en un aula con diez desconocidos y un tipo que se dice profesor, y que aunque aquello suene a orgía secreta confíen en que no lo sea, y lleguen dispuestos a recibir y dar comentarios sobre textos que han escrito o que escribirán y que muy probablemente le salgan de muy adentro y a la vez consideren ridículos.
La curiosidad vence a la vergüenza, al miedo, a la permanente sensación de fracasar en todo lo que hacemos y, bueno, ya que se ha pagado la matrícula, habrá que ir.
Sigue pareciendo ridículo, y muchos resisten con ironía a la idea de que la curiosidad es una fuerza revolucionaria. No le exijo al alumno que viaje al trópico para descubrir nuevas especies animales, ni que busque la solución al hambre al mundo, ni siquiera en sus textos (principalmente porque este tipo de relatos son una horterada); sino que haga funcionar su imaginación con plena libertad, fuera de las inercias con las que dirigimos nuestras vidas; que haga algo que se supone que no debería hacer (escribir sin más recompensa que el escrito terminado) y que lo atesore como algo de su naturaleza humana, y que esa fuerza no sea utilizada, manipulada o explotada por otros.
Debe ser algo muy poderoso esto de la curiosidad porque agita a tantas personas a buscar en la escritura algo. Qué demonios es ese algo, no lo sé. En la lógica desquiciada de este mundo, tendría más sentido que se arrojaran a las zarpas de una escuela de cine o una academia de actores, porque, seamos honestos, no es como si los libros y las narraciones escritas y sus autores fueran más prestigiosos que la peor actriz de la peor serie de Netflix o la película más masticada de los cines: tu libro de relatos autopublicado Sueños en el espejo nunca podrá competir con La casa de papel, Aquí no hay quien viva o Los Serrano a pesar de que tus relatos tengan más interés que todas estas series juntas.
Respetar la propia curiosidad siempre es respetar la curiosidad de los demás y no sacarse la chorra para ver quien escribe mejor o peor en una clase porque, ya les aviso, incluso antes de estar escritos, los textos serán odiados o amados, despreciados y glorificados, que lo importante es que digan algo que turbe al lector, que lo ponga a pensar, a sentir, a llamar a su ex, a quemar contenedores y cada uno de nosotros somos incitados de maneras distintas. Lo importante es, sobre todo, que el texto no esté repleto de clichés y anacolutos y que quiera transmitir algo verosímil y creíble, pero de esto último ya hablaremos más adelante, en el pacto de ficción.