Un niño con cáncer acaba en Auschwitz. Allí se hace amigo de un perro cojo, que le acompaña durante toda su aventura. Un oficial nazi muy gritón mata a patadas al perro y el niño con cáncer se queda muy triste, porque el perro era su único amigo en una situación tan delicada como la suya. El niño muere antes de que los americanos liberadores lo rescaten.
Una historia inventada, probable novela futura
El chantaje emocional es una técnica narrativa tan extendida, incluso en los ámbitos profesionales, que uno ya no sabe si siempre estuvo allí, como el dinosaurio. Niños con cáncer, inmigrantes perseguidos, mujeres maltratadas, abuelitos que están solos: cualquier colectivo victimizado corre el peligro de ser utilizado para dar pena al espectador y que le concedan algún premio a la productora. ¡Huyamos!
Dar pena nunca es un buen motor para una obra de ficción. Es una escapatoria creativa del autor para no confrontar la complejidad de una historia.
El chantaje emocional consiste en arrinconar al lector a través de las emociones, plantarle un protagonista y una trama que solo merezca piedad, pena o solidaridad, y que la historia lo trate rematadamente mal, muy mal, sin esperanza ni solución para el pobre tipo. Es hacer de tu protagonista una víctima incapaz de actuar sobre su destino, y que sea, en definitiva, un títere de la trama. Los abuelitos que trabajaron duramente bajo el sol y ahora tienen sabios consejos que dar a sus nietos. Los niños bondadosos que disfrutan sus juegos con sus amiguitos. El cáncer, el Holocausto, la Guerra Civil o los futbolistas perseguidos por Hacienda son terrenos fértiles para el chantaje emocional del lector.
Es muy difícil no sentirse mal por el niño con enfermedades terminales, los abuelitos al sol, la gente con funcionalidad diversa a la que maltratan, el inmigrante ilegal a quien explotan despiadadamente. Hay que ser un desgraciado y los desgraciados ni ven películas, ni leen libros: se dedican a la política. Una historia bien contada es dinámica y no una lista de agravios ni de cosas cuquis, y cuando la gente se maneja por el mundo, cuando ama, trabaja, trata de curarse de su enfermedades o de sobrevivir a las SS se topa con encrucijadas y dilemas morales: ¿debo contarle a mi ex mujer que voy a morir en tres meses? ¿Debo robarle la comida a este prisionero sin hijos para sobrevivir yo, que sí los tengo? ¿Por qué, si me han maltratado, deseo volver una y otra vez al tipo que me humilla? ¿Ese abuelo tan cariñoso con mi hija no será un pervertido?
La narrativa de víctimas, tal y como la he descrito, solo maneja un rango de emociones básico: la piedad, la desgracia, el lamento y solo tiene como objetivo una emoción en el lector: dar pena o provocar compasión. No invita al lector a pensar ni sentir sus propias emociones, no le quiere preguntar por sus propios prejuicios, lo arrasa y no le deja otra cosa que no sea lástima por los personajes. Un chantajista se vale concienzudamente de todos los medios posibles para que el lector no se salga de ahí.
Pero los personajes de verdad son en realidad una lista de verbos: un hombre gay que oculta su pareja a su familia rancia (Maurice, de E. M. Forster), un inmigrante ilegal que se convierte en un capo de la mafia (Scarface, Brian de Palma), una mujer maltratada que trata de arreglar la relación con su marido (Te doy mis ojos, Icíar Bollaín), una madre que vende las armas que matan a sus hijos (Madre Coraje y sus Hijos, Brecht), un abuelito que es un asesino en serie (Justino)
Quiero extenderme aún más en este aspecto porque el chantaje emocional del lector está tan a la orden del día que no queda ningún ámbito cultural donde no lo infecte todo: en las canciones, en la política, en la poesía, incluso en la publicidad del supermercado te piden un euro para causas sociales de todo tipo. Al extender por el mundo una narrativa de víctimas que es, en definitiva, una narrativa de la culpa, se proyecta sobre las víctimas reales unos modos de ser en el mundo, unas expectativas sobre lo que debe ser en cualquier momento, es decir se les da un programa moral que deben cumplir, y este canon es tan rígido que difícilmente les deja escapar de su condición. Y las convierte en víctimas para siempre. En Teoría King Kong, Despentes habla sobre su propia violación y escribe brillantemente:
Porque es necesario quedar traumatizada después de una violación, hay una serie de marcas visibles que deben ser respetadas: tener miedo a los hombres, a la noche, a la autonomía, que no te gusten ni el sexo ni las bromas. Te lo repiten de todas las maneras posibles: es grave, es un crimen, los hombres que te aman, si se enteran, se van a volver locos de dolor y de rabia (la violación es también un diálogo privado a través del cual un hombre declara a los otros hombres: yo me follo a vuestras mujeres a lo bestia). Así que el consejo más razonable, por diferentes razones, sigue siendo: «guarda eso en tu fuero interior». Asfixiada entre dos órdenes. Púdrete, puta, como quien dice.
Así se evita la palabra. A causa de todo lo que la palabra abarca. En el campo de las agredidas, como en el de los agresores, todo el mundo da vueltas en torno al término. El resultado es un silencio cruzado.
Teoría King Kong, Virginie Despentes
Por desgracia, el chantajista emocional tiene un hueco bien reservado en la literatura de masas, así que el único tope con el que se va a encontrar va a ser su conciencia: ¿quiero explotar la desgracia de gente oprimida en mis libros? ¿O quiero verdaderamente explorar esa opresión para acabar con ella?
Desde aquí mi invitación a la resistencia, porque ya hemos tenido tatuadores, peluqueros, magos, maestros, modistas, pájaros, zapatos, violinistas, bibliotecarias en Auswitchz; y porque, en definitiva, escribimos por razones más profundas que el simple hecho de ser leídos de cualquier manera.