El porqué de todo

¿Qué quieres contar en tu guion? ¿De qué va tu historia? ¿A quién va dirigida? ¿Qué narrador vas a utilizar? ¿Qué tiempo vas a utilizar en tu novela? ¿Cuál es la estructura que tienes pensada? ¿En qué época sucede? ¿Es tu personaje principal un perro? ¿Es su antítesis una hormiga? ¿Cuál es el conflicto principal? ¿Dónde está la pistola de Chéjov?

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Todas preguntas son muy pertinentes, afiladas y capciosas, para hacer pensar al escritor novel sobre la historia que quiere escribir. Una batería para que reflexione sobre la técnica y decida que debe comprar el libro del profesor que versa, casualmente, sobre técnicas de escritura.

Todo esto fluye hasta que un día un alumno se presenta en clase con la sinopsis, la escaleta, diez fichas de personaje y el oneliner de su novela: un hombre se levanta un día con un pene en la cabeza. Es una idea real, presentada por un ser humano con cabeza y ojos en una de mis clases. Otra alumna: mi protagonista es una vulva y quiero contar su historia. La tentación de proponerles una novela conjunta donde vulva y pene acaben por conocerse y retirarse a una ficticia Isla del Amor era demasiado grande para dejarla pasar. Ese año me despidieron con deshonores del taller de escritores donde trabajaba. Tuve que trabajar. Esa fue la magnitud del fracaso.

Todo este guirigay y la deshonra se hubiera evitado si hubiera formulado una pregunta: ¿por qué?

Con el tiempo he decidido que esa es la única pregunta que merece la pena preguntarle al alumno-escritor: ¿por qué quieres escribir una historia sobre un hombre que tiene un pene en la cabeza? Hay que hacer la pregunta sin entonación irónica, sin sarcasmo, esperando una respuesta redonda, sincera. ¿Por qué quieres escribir eso?

En realidad, la respuesta es lo de menos: los escritores hacen lo que hacen, escribir sus libros y cuentos, porque no saben contestar plenamente a la pregunta. A veces les pagan por escribir alguna reseña o prologar un libro; es decir, hacen su trabajo por dinero, un poco como todo el mundo. Pero luego hay actividades del todo gratuitas y no demasiado pensadas. ¿Por qué escriben? La peña se droga, se casa, se muda a Berlín, se dedica a reparar bicicletas para ganarse la vida. ¿Por qué? Porque es lo que hay, porque algo hay que hacer, ¿no?

Quizá uno escriba porque no hay nada que hacer. Los eventos consuetudinarios son tan pesados en nuestra vida, la de los mindundis, que uno solo logra cierta ligereza cuando lo transpone en un relato. Me vale como razón. Hay quien escribe porque quiere demostrarle a su padre que puede hacer algo más que rellenar hojas de Excel: también me parece correcta. En general, cualquier razón que conduzca al fracaso más descorazonador es una buena razón. Nadie más mezquino que aquel que escribe para algo; el que escribe para ser alguien. Y una vez puesto negro sobre blanco, se sienten muy satisfechos de sus hallazgos monádicos. ¡Qué pesadilla! Suele formar parte de la ristra de nombres intercambiables que las editoriales llevan de feria del libro en feria del libro y de conferencia en conferencia para leer desde una palestra lo que escribieron en un Word la noche anterior: creedme, es mejor esconderse de todo ello.

Hay algo terrorífico en rascar el porqué de lo que uno escribe: Christine Angot habla constantemente de relaciones incestuosas padre-hija y describe, sin sentimentalidades, el terror de un abuso en cada una de sus novelas. Una y otra vez, escribiendo toda una vida alrededor de un evento. Juan Marsé escribe de qué supone ser apellido negado en un barrio pobre: novela tras novela, día tras días, escribiendo sobre ese por qué insoluble. Qué liberación poder compartirlo.

Hete aquí otro por qué: para estar menos solos en el cuento de nuestra vida.